¿La caída del Imperio Romano o la transformación del mundo romano?

The Fall of the Roman Empire or the Transformation of the Roman World?

 

 

Ian Wood

University of Leeds, Reino Unido

ian.wood@ucl.ac.uk

 

Resumen

Este trabajo presenta un análisis de los cambios ocurridos en Europa Occidental entre los siglos IV y VI a partir de un rastreo de las tesis aducidas desde los debates del s. XVIII hasta las últimas tendencias historiográficas. Habida cuenta de los desacuerdos entre los distintos enfoques, se apuesta por elaborar un balance de la nueva historiografía en puntos clave como la escala de las incursiones bárbaras, las diversas formas de lidiar con ellas, las modalidades y límites de las relaciones entre estados sucesores e Imperio Oriental, los acontecimientos climáticos y los cambios religiosos.

Palabras clave: Antigüedad tardía - Historiografía - Imperio Romano

 

Summary

The text presents an analysis of the changes that happened within Western Europe between the fourth and the sixth centuries by tracing the different theses proposed by scholars since the eighteenth century to the latest historiographical trends. After reviewing the main disagreements between those perspectives, the article seeks to assess recent historiography by looking into key issues such as the scale of the barbarian raids and the diverse ways of dealing with them, the channels and limits of the relationship between the barbarian kingdoms and the Eastern Roman Empire, the impact of climate patterns, and religious change.

Keywords: Late Antiquity - Historiography - Roman Empire

 

Recibido: 01/10/2015

Aceptado: 06/01/2016

 

Los cambios que tuvieron lugar en Europa Occidental y el Mediterráneo en los siglos IV, V y VI han llamado durante mucho tiempo la atención de los historiadores. Uno puede, naturalmente, retrotraerse hasta los autores de historias de los siglos V y VI, en particular el hispano Orosio o el bizantino Zósimo. Uno puede igualmente volver a autores de los siglos XVI y XVII, incluyendo a François Hotman. Pero el debate que existe hoy tuvo de hecho sus orígenes en el siglo XVIII con las ideas de Boulainvilliers, que fueron seguidas, a su vez, por las de Du Bos, Montesquieu, Mably y Gibbon. Es importante estar al tanto de estos debates y del modo en que el estudio de los siglos IV, V y VI se ha desarrollado para entender el estado actual de las investigaciones dedicadas al período. Por lo tanto, esbozaré brevemente la historiografía de la época, antes de evaluar algunas de las líneas principales de interpretación en boga actualmente.

Lo que sostenía Boulainvilliers era que los francos habían derrocado al Imperio Romano de Occidente y que esto habría dado a los vencedores, en quienes veía a los antepasados de la aristocracia francesa, ciertos derechos –derechos, sin embargo, que en siglos posteriores habían sido usurpados por la monarquía. Du Bos replicó que no había habido derrota del Imperio Romano por los bárbaros, sino más bien una serie de concesiones imperiales: veía así una continuidad desde el Imperio Romano tardío hasta el gobierno de la première race de Francia, los merovingios, y sus sucesores. Su argumento estaba basado en un notable conocimiento de las fuentes, pero se lo consideraba contaminado por ser en algunos aspectos portavoz de la monarquía Borbón, aunque fue al mismo tiempo miembro de la burguesía y puede ser entendido como autor de una crítica antiaristocrática a Boulainvilliers. A su vez, el gran crítico de Du Bos, Montesquieu, fue un exponente de las ideas aristocráticas: ofreció una versión modificada del argumento de Boulainvilliers pero, más significativamente, recalcó los males del Imperio. Roma era ya un despotismo antes de que fuera destruida por los bárbaros amantes de la libertad. En esencia, la posición de Montesquieu, como la de Boulainvilliers antes que él, era una justificación del privilegio aristocrático y una crítica a la monarquía. A pesar de la propaganda revolucionaria, los historiadores franceses posteriores tendieron a seguir al aristocrático Montesquieu antes que al burgués Du Bos, pero al hacerlo enfatizaron las virtudes de los bárbaros y presentaron lo que se veía como la destrucción del Imperio en términos positivos. Fue contra esto que Gibbon reaccionó en Decline and Fall. Él aceptó que los bárbaros habían destruido el Imperio, pero vio esto como un cataclismo. Mientras reconocía los vicios de los emperadores del siglo III, la previa Edad de los Antoninos había sido la cumbre de la civilización. Los bárbaros, sin embargo, no fueron los únicos agentes de la destrucción del Imperio: casi igualmente importante fue el surgimiento del cristianismo, el cual para Gibbon carecía de las virtudes cívicas de la República Romana y el Alto Imperio. En su lugar, promovió el individualismo, en términos de búsqueda de la salvación personal: esto también privó al Imperio de considerable mano de obra, en la medida en que los hombres pasaron de servir al Estado a servir a la Iglesia y a sus propias almas. Como resultado, el cristianismo volvió al Imperio incapaz de enfrentar la amenaza bárbara.

En el curso del siglo XVIII, casi todas las principales líneas de interpretación de la caída de Roma habían sido expuestas. El siglo XIX comenzó con lo que en gran parte es un conjunto de repeticiones de la posición de Montesquieu, aunque de una versión que había sido modificada por Mably. Este era un argumento que podía ser presentado tanto en términos de derecha como de izquierda. Aristócratas como Montlosier volvieron a la noción de Boulainvilliers de que los francos eran los ancestros de la aristocracia. Los radicales, y sobre todo Augustin Thierry, enfatizaron la naturaleza bárbara de los francos, presentándolos como los opresores de la población indígena y, debido al desarrollo de la ciencia de la fisiología, esto comenzó a categorizarse tanto en términos biológicamente étnicos como en términos de clase. El Imperio Romano había sido, en efecto, un régimen despótico que oprimía a la gente común y especialmente a los nativos de las provincias. Cuando fue destruido, sin embargo, la opresión no finalizó: más bien hubo simplemente un cambio de déspota. Los bárbaros germánicos no trajeron más libertad que la que los romanos habían ofrecido. De este modo, existía a principios del siglo XIX un consenso general respecto de que el Imperio Romano había sido destruido y de que había sido destruido por bárbaros. El principal punto de controversia era si la llegada de los bárbaros debía ser vista con buenos o malos ojos y, en gran medida, la posición elegida reflejaba la postura política del historiador: los historiadores de derecha decidieron enfatizar las virtudes de la conquista germánica; los radicales, sus vicios.

La preocupación de Gibbon por la Iglesia fue discretamente olvidada, al menos hasta los años de 1840, cuando su posición fue revertida por Frédéric Ozanam y, en menor grado, por Montalembert, el gran historiador del monacato. Para Ozanam los bárbaros destruyeron en efecto el Imperio pero por accidente ya que, aunque no tuvieran la intención de ser completamente destructivos, no tenían nada para poner en su lugar. La salvación de Europa vino del cristianismo y, sobre todo, del cristianismo de Irlanda y las Islas Británicas, que habían sido menos perjudicadas que el continente por las invasiones bárbaras. Este argumento sería cada vez más importante durante el siglo XX, aunque pocos lo desarrollaran en los años posteriores a la muerte de Ozanam.

La siguiente contribución de importancia a los debates sobre la caída de Roma se dio en el período que siguió a 1870, cuando los prusianos invadieron Francia y tomaron el control de extensas partes del este del país. Luego del fin de la Guerra Franco-Prusiana, Fustel de Coulanges emprendió una extensa reevaluación del período posromano, planteando un argumento similar al de Du Bos: los bárbaros habían tenido muy poco impacto. En cambio, hubo una evolución continua de la sociedad romana, cuyos sistemas de patronazgo gradualmente evolucionaron hacia los núcleos básicos del feudalismo. El argumento de Fustel, tal como el de Du Bos, estaba basado en una lectura notablemente atenta de la evidencia. Ciertamente se planteó por fuera de los viejos debates aristócratas/antiaristócratas de las generaciones anteriores. Al mismo tiempo, su total rechazo a otorgar relevancia a los bárbaros fue seguramente modelado por su reacción a la Guerra Franco-Prusiana: de algún modo, estaba borrando a los alemanes de la historia. Con Fustel tenemos una reafirmación de lo que se ha considerado la interpretación romanista. A pesar del peso de las investigaciones de Fustel, muchos estudiosos, incluyendo a Gabriel Monod, adoptaron una lectura germanista, enfatizando la importancia de las invasiones bárbaras –aunque habría que recordar que la lectura germanista no necesariamente aprobaba a los bárbaros: simplemente hacía de ellos los agentes principales del cambio en los siglos IV a VI y el cambio en sí mismo podía considerarse de manera positiva o negativa.

Puede parecer extraño que al hablar de lecturas germanistas no haya mencionado investigadores que eran, de hecho, alemanes. Los alemanes habían escrito, por supuesto, sobre el Völkerwanderungszeit;1 en verdad, en el siglo XVIII Johann-Jacob Maskov había inventado eficazmente el concepto. Desde Savigny, había habido considerable interés en el derecho germánico y Jacob Grimm había situado, por supuesto, a la filología alemana en el centro de los estudios. Sin embargo, los investigadores alemanes contribuyeron poco al estudio de la caída de Roma. Incluso Mommsen, a pesar de las ediciones preparadas para la MGH, publicó poco sobre el tema. Por un lado, el último volumen de su Römische Geschichte nunca apareció. Por otro lado, las notas tomadas por aquellos que estaban presentes en sus clases no sugieren que haya encontrado atrayente al período. En todo caso, sus clases terminaron con Alarico. El más importante de los investigadores alemanes del siglo XIX que trabajaron sobre el período de las migraciones, Felix Dahn, estaba más interesado en las instituciones que en la narrativa. Entre ellos, Mommsen y Dahn pueden quizá considerarse epítomes de la aproximación alemana al período: para los clasicistas, la caída de Roma fue un final bastante desagradable, mientras que para los medievalistas de la Temprana Edad Media fue el punto de partida para la Verfassungsgeschichte2.

No intentaré recorrer todo el desarrollo del siglo posterior a Fustel. Hubo, sin embargo, varios puntos de inflexión historiográficos importantes. Uno, relacionado con la reevaluación del Imperio Romano en Gran Bretaña. Como la Francia de Napoleón en sus varias encarnaciones se proclamaba un Imperio, hasta la caída de Napoleón III, en 1871, los británicos tendieron a considerar con recelo la noción de Imperio. Después de 1871 admitieron tener uno y lo vieron con buenos ojos. Fue entonces cuando comenzaron a examinar la caída de Roma por lo que esta pudiera revelar sobre los futuros peligros que enfrentaría el Imperio Británico.

Por supuesto, los siguientes acontecimientos en el continente tuvieron un considerable efecto en los debates en torno de la caída de Roma. La Primera Guerra Mundial mostró claramente la importancia de la idea de una invasión germánica. Los alemanes vieron, naturalmente, la Völkerwanderung en términos positivos y ciertamente pensaron que justificaba su expansión; esta fue una idea a la que se aferraron hasta 1945. Otros la vieron negativamente o negaron que hubiera tenido alguna relevancia, posición adoptada por Pirenne en su Mahomet et Charlemagne. También fue la posición desarrollada por el historiador austríaco Alfons Dopsch, cuyo trabajo puede ser leído como una cuidadosa modificación del de Fustel. Incluso otros volvieron sobre los argumentos de Ozanam: Christopher Dawson sostuvo en 1931 que la civilización europea había sido salvada por la Iglesia después de la destrucción causada por los bárbaros.

La Segunda Guerra Mundial trajo un final abrupto para la mayoría de estos debates (excepto para la posición de Dawson). Los alemanes, conscientes del alcance con el que la propaganda nazi había utilizado la Völkerwanderung, tendieron a omitir mencionar la caída de Roma, pese al significativo desarrollo de los estudios sobre la Roma tardía, que habían sido de alguna manera desalentados por los nazis. Quizá con una excepción notable (Christian Courtois), los franceses tendieron a ignorar la línea romanista de Du Bos, Fustel y Pirenne, y a tratar el período de las invasiones bárbaras como una autoevidente ilustración de la brutalidad germánica: como es bien sabido, Piganiol afirmó que los germanos habían asesinado al Imperio, mientras que André Loyen sostuvo que el siglo V había sido un período de resistencia y colaboración, palabras con una obvia referencia a la historia de Francia en la Segunda Guerra Mundial. Si los estudiosos franceses decían algo sobre la Roma Tardía, no era particularmente halagador: de acuerdo con Henri-Irenée Marrou, en especial, su cultura era estéril y decadente. Los italianos tomaron una línea bastante diferente del resto y se interesaron mucho por el período lombardo, quizás en gran parte porque para ellos la historiografía fascista bajo Mussolini se había concentrado en el Imperio Romano durante su auge más que en su caída: el período bárbaro temprano quedaba así relativamente incontaminado por la política reciente. Como resultado de ello, se creó el Centro Italiano di Studi sull'Alto Medioevo en Spoleto, aunque los estudiosos italianos tendieron a concentrarse en los tardíos siglos VI, VII y VIII y no en los siglos IV y V, es decir, se concentraron en los lombardos más que en los ostrogodos. En Gran Bretaña, después de 1945, solo un puñado de investigadores estudió el Bajo Imperio, y los que lo hicieron, siguiendo el modelo propuesto por Rostovtzeff, que reflejaba sus experiencias en Rusia en las décadas iniciales del siglo, tendieron a enfatizar su estructura e instituciones, que aparecían como cada vez más burocráticas e inflexibles. El panorama más detallado de este período, Later Roman Empire de A. H. M. Jones, publicado en 1964, se concentraba en la estructura del Imperio con un nivel de detalle que más bien oscurecía toda interpretación de conjunto.

Aún menos investigadores se dedicaron al estudio de los bárbaros tempranos, pese a que Edward Thompson, que se acercó a ellos a través del lente del marxismo, arrojó luz sobre una estructura social en vías de desarrollo cada vez más influida por Roma. La influencia romana también dominó la lectura de Wallace-Hadrill, más conocido por su trabajo sobre los francos, pero que también examinó más ampliamente el mundo postromano en su Barbarian West de 1952 y su Early Germanic Kingship in England and on the Continent de 1971, quien tendió a estar más bien interesado por las actitudes del material de las fuentes narrativas que por cualquier análisis detallado de los hechos.

La relativa escasez de estudios interesados en los siglos III a VI cambió completamente en 1971 con la publicación de The World of Late Antiquity de Peter Brown. De pronto, el período tardo y postromano no era solo un período de interés, sino también de logros. Naturalmente, la posición de Brown no era completamente nueva: debía algo a generaciones de romanistas y también a historiadores de la Iglesia aunque, a diferencia de su mayor precursor inmediato Marrou, vio la civilización cristiana de los siglos IV a VI en términos extremadamente positivos, posición que el propio Marrou iba a asumir más tarde. Quizá la contribución más significativa de Brown haya sido mirar el período con lo que, en gran parte, fue el ojo de un antropólogo (era un colega cercano de Evans-Pritchard y Mary Douglas). No estaba interesado en patrones de declinación, caída o destrucción, sino en cómo funcionaban las cosas en términos de religión y sociedad. La obra de Brown nunca se interesó por la narrativa política directa y menos por la narrativa política del Occidente, aunque sí hizo lo que llamó una amende honorable en The Rise of Western Christendom, señalando hasta qué punto The World of Late Antiquity había desatendido la historia narrativa de la Völkerwanderung.

Para Brown, lo más llamativo fue el desarrollo de un nuevo ethos religioso y lo que este tenía para revelar sobre las relaciones de los hombres y las mujeres de la Antigüedad tardía con la sociedad y, más ampliamente, con el mundo y hasta con el cosmos. Su obra tenía y tiene dos centros particulares: inicialmente como biógrafo de Agustín, una faceta de su obra tiene mucho que decir sobre la interrelación entre sociedad y teología –piénsese en sus estudios sobre sexualidad, riqueza, muerte y penitencia. El otro centro de su interés se encuentra en los santos y su papel social, así como en los cultos desarrollados después de sus muertes. Siguiendo una observación de Arnaldo Momigliano, se negó a trazar una distinción entre religión de élite (es decir, basada en la teología) y religión popular. El surgimiento del hombre santo marcó un punto de inflexión en las actitudes socio-religiosas de toda la comunidad tardoantigua.

Brown no fue el único estudioso en revolucionar las miradas sobre el mundo tardo y postromano. Muy cercana a su obra en muchos aspectos fue la de Robert Markus, quien también había comenzado como estudioso de Agustín pero tendió a enfocarse más tarde en la Iglesia del siglo VI y sobre todo en Gregorio Magno. Al mismo tiempo, nuevas visiones de los pueblos bárbaros fueron desarrolladas, en particular, por Herwig Wolfram y sus alumnos en Viena. Ellos evitaron la lectura germanista que había sido desacreditada como consecuencia del nazismo, definiendo a los grupos bárbaros a partir de una cultura compartida más que la biología o la pertenencia étnica, y subrayaron el desarrollo de tradiciones grupales, dejando en gran parte sin contestar la cuestión de si esas tradiciones eran antiguas o no. Siguiendo a Reinhard Wenskus, enfatizaron el concepto de etnogénesis, la formación de un pueblo alrededor de un núcleo de tradición. Siguieron también las historias narrativas de los grupos bárbaros, y en especial de los godos, a través de una meticulosa acumulación de detalles. El efecto de todo esto fue ver a los bárbaros, menos como forasteros que derrocaron el mundo romano, que como vecinos que se integraron cada vez más luego de la migración –pero que, sin embargo, retuvieron cierto nivel de diferencia.

Un acercamiento totalmente distinto, que se ha vuelto cada vez más antagónico hacia la llamada escuela de Viena, fue adoptado por Walter Goffart. Volviendo, conscientemente o no, a las tradiciones de Fustel de Coulanges y Pirenne, su propio compatriota, y recurriendo considerablemente a una tradición de la historia constitucional francesa que buscaba continuidad entre el mundo clásico y el carolingio, Goffart negó la importancia de los bárbaros minimizando efectivamente su escala, de modo que la Völkerwanderung devenía una cuestión sin importancia. También vio el acomodamiento imperial de los bárbaros, cuyos números eran, en su opinión, mínimos, no en términos de su asentamiento en la tierra, sino más bien de concesión de ingresos fiscales.

Goffart y Wolfram pueden parecer mundos aparte en su reconocimiento, o no, de los bárbaros, y esta es en efecto una distinción significativa, pero en un punto sus posiciones son similares: para ellos, el establecimiento de los llamados estados sucesores en lo que había sido el Imperio Romano de Occidente no era un enorme acto de destrucción sino más bien un desarrollo político que implicaba dosis muy considerables de continuidad.

Fue contra este telón de fondo intelectual que en 1989 la Fundación Europea de la Ciencia decidió establecer un proyecto sobre el periodo romano tardío y postromano a ejecutarse entre 1992 y 1998 con la intención de atraer a estudiosos de todos los países de la Unión Europea, así como de otros, incluyendo por ejemplo a Polonia, que por entonces no eran miembros sino que simplemente tenían asociaciones fuertes y en vías de desarrollo con la Unión Europea. El proyecto fue llamado “La transformación del mundo romano”. Vale la pena ofrecer una explicación del título. La palabra “transformación” no fue elegida a fin de indicar que no debería haber consideración alguna de las cuestiones de “decadencia” o “caída”, sino más bien para ajustarse al punto de que el Imperio Romano de Oriente siguió existiendo a lo largo de los siglos IV, V y VI y en verdad hasta el XV. De hecho, la palabra “transformación” en sí misma no da ninguna pista en cuanto a si cubre un gran cambio precipitado o una evolución continua: su alcance semántico cubre ambas posibilidades. Estaba bastante claro, no obstante, que la mayoría de los implicados en el proyecto (aunque no todos), y eran unos doscientos, compraron la visión de cambio lento, expresada de modos diferentes por Brown, Wolfram y Goffart.

Este sentido de consenso, sin embargo, fue desafiado radicalmente casi al mismo tiempo en el que el proyecto “La transformación del mundo romano” llegaba a su fin y de hecho fue desafiado por tres estudiosos que habían estado involucrados en él. La más sutil de las críticas, y en efecto la menos inclinada a impulsar una imagen general de cambio dramático (admitiendo, sin embargo, que había una considerable diversidad regional), era la de Chris Wickham, quien abogó por una extremadamente compleja inflexión en las estructuras sociales, políticas e institucionales –aunque fuera una inflexión que ignoraba completamente la cuestión del cambio religioso planteada por Brown. En el corazón del argumento había una lectura del derrocamiento de la élite romana y su sustitución por una aristocracia bárbara mucho más débil que implicaba un cambio en cada nivel de la sociedad y que podía haber llevado a una fase relativamente benigna en la historia de las clases serviles.

Igualmente ajeno al cambio religioso era Peter Heather, cuyo desacuerdo principal era con Goffart –aunque también se vio a sí mismo en desacuerdo con Wolfram. Para Heather, los hunos pusieron en movimiento una importante migración de pueblos bárbaros que, intencionadamente o no, destruyeron esencialmente la estructura del Imperio Romano de Occidente: pese a que los nuevos reinos trataron de establecerse como instituciones civilizadas, tomando prestado de Roma lo que podían, la escala de destrucción fue demasiado grande para que mucho pudiese preservarse.

Aún más dramática fue la posición de Bryan Ward-Perkins, basada más bien en evidencia de la cultura material. Para Ward-Perkins, quien significativamente es hijo de un importante arqueólogo especializado en Roma, la diferencia entre la calidad del material arqueológico del Alto Imperio y el del periodo posromano era tal, que solo se podía hablar del “Final de Civilización”. A diferencia de Wickham y Heather, Ward-Perkins sí prestó atención a la evidencia religiosa, pero en gran parte para mostrar cuánto más pobre era la construcción de iglesias en el período postromano que en el siglo IV. Un mayor énfasis en la religión se puede hallar en el trabajo más reciente de Guy Halsall, quien, habiendo presentado previamente una lectura de los cambios de los siglos IV a VI que se focalizaba en cuestiones militares y en el consecuente crecimiento del regionalismo, actualmente enfatiza la centralidad creciente de la Biblia como punto de referencia social y cultural.

Se podría añadir que los investigadores británicos no han estado solos al cuestionar la lectura relativamente optimista de la caída de Roma que se había vuelto dominante en las últimas tres décadas del siglo XX. En los Estados Unidos varios estudiosos han prestado particular atención a la noción de “fin de Imperio”, en algunos casos invitando bastante específicamente a los lectores a considerar si los Estados Unidos mismos estaban entrando en un período de declinación comparable a la de la Antigua Roma–y no es que estos investigadores hayan considerado los siglos IV a VI en los términos apocalípticos imaginados por Ward-Perkins. Quizá de mayor importancia, algunos estudiosos norteamericanos, bajo el liderazgo de Lester Little y Michael McCormick, han estado más inclinados que la mayoría a tomar en serio los problemas de plagas y cambios de clima que han sido destacados, por un lado, por el análisis de datos geográficos y biológicos y, por el otro, por las preocupaciones ambientales actuales.

Como muchos estudiantes sin duda habrán descubierto, cada uno de los autores que he citado presenta argumentos convincentes, pero está claro que no pueden ser todos completamente correctos porque los desacuerdos son demasiado profundos. De alguna manera, es necesario encontrar un balance dentro de la nueva historiografía. Comencemos con la cuestión bárbara, que está en gran parte ausente de la obra de Brown y Markus pero es central para la de Wolfram, Goffart, Heather y Ward-Perkins.

En gran medida, ahora hay un acuerdo sobre la escala de las incursiones bárbaras, aunque varios investigadores negarían esto. Una cifra recurrente que aparece en nuestras fuentes al describir los grupos ingresantes es 80.000. Por supuesto, esta podría ser una ficción literaria (Tácito habló de 80.000 britanos muertos durante la rebelión de Boudica, y Orosio, II, 8, 6, siguiendo a Justino, afirmó que Darío I había perdido ese mismo número durante la invasión de Grecia), pero merece consideración siempre que prestemos atención a los cálculos que subyacen a esta cifra. Está más claramente establecida para los vándalos, pues sabemos, tanto por Víctor de Vita como por Procopio, que este era supuestamente el número de hombres que Genserico había transportado a través del estrecho de Gibraltar en 429. Sin embargo, también sabemos por ambas fuentes que el número era ficticio en cuanto lo que se había contado era ochenta grupos, cada uno de los cuales supuestamente incluía mil personas: también se nos dice que estos constituían un grupo variado, no solo de vándalos, alanos, etcétera, sino también de romanos desertores y esclavos, y que estaban compuestos por jóvenes y viejos, hombres y mujeres. En otras palabras, la cifra es poco más que un símbolo, símbolo que pretendía impresionar. Por lo tanto, podemos estar seguros de que el número real de migrantes vándalos, e incluso germánicos, fue considerablemente menor. Lo más que podemos decir es que los seguidores de Genserico fueron un grupo grande de migrantes: no eran étnicamente puros y, aunque podrían ser descritos como un ejército, el número de combatientes probablemente no habría superado los 20.000 de un total de 80.000: eran esencialmente un grupo de gente en marcha.

Incluso si admitimos que los otros grupos mayores de bárbaros que entraron en el Imperio, los visigodos y ostrogodos, eran grupos de tamaño similar, enfrentarse con esos números no habría estado más allá del poder de Roma, cuyo ejército, dividido en partes iguales entre el Este y el Oeste en el siglo IV, se calcula en 400.00 a 600.000 hombres (Elton, 1996: 120; Jones, 1964: 683). Los burgundios pueden haber sido igualmente numerosos cuando llegaron a la ribera oriental del Rin en la década del 360 (y en verdad Orosio, VII, 32, 11, decía, siguiendo a Jerónimo, que eran 80.000), pero claramente su número se redujo de forma radical después de su derrota ante los hunos en la década del 430, antes de que estuvieran establecidos dentro del Imperio. La arqueología de los territorios burgundios en Francia Oriental y Suiza no sugiere una gran inmigración.

La cuestión de los números de los bárbaros ha cobrado, por supuesto, una nueva significación a la luz de la actual crisis de refugiados en Europa. En verdad, el tema ha recibido cobertura en los diarios, por ejemplo a través de entrevistas con Alexander Demandt (“Das war es dann mit der römischen Zivilisation”, Die Welt, 11 de septiembre de 2015) y Michael Borgolte (Arno Widman, “Völker sind niemals gewandert”: Interview mit Historiker Michael Borgolte zu Flüchtlingsströmen, Berliner Zeitung, 11 de noviembre de 2015). Vale la pena detenerse para señalar las limitaciones de los puntos de comparación. Parece razonable pensar que 80.000 proporciona el límite superior para la cifra de cada uno de los principales grupos bárbaros que entraron en el Imperio en los siglos IV y V. Dejando de lado la migración anglosajona, que con seguridad difirió en tipo y probablemente en escala simplemente porque involucró cruzar un mar, podemos hablar de tres principales grupos migratorios en dos siglos: los visigodos de 376, los vándalos, alanos y suevos de 406, y los ostrogodos de c. 455.

En contraste con estos números, aproximadamente 1.000.000 de refugiados ingresó en la UE en 2015. Por supuesto, el Imperio Romano y la UE no son territorialmente equivalentes. Más aún, son incomparables en cuanto a que el Imperio Romano en el siglo IV tenía una población que ha sido estimada en 55 millones, mientras que la población de la UE está cerca de los 507 millones. Esto significa que la densidad poblacional de los dos era radicalmente diferente, pero también lo eran las capacidades agrícolas e industriales. Sin embargo, el número de refugiados en 2015 parece ser bastante más de diez veces el número de bárbaros que ingresaron en el Imperio Romano en 376, mientras que la población de la UE parece ser poco menos que diez veces la del Imperio en el siglo IV. No obstante, antes de que concluyamos que esto muestra el alcance del problema planteado por los visigodos ingresantes, hay que recordar que ya habían entrado 280.000 refugiados en la UE en 2014. También conviene recordar que los refugiados constituyen solo una parte de los inmigrantes que entran a la UE: así, de acuerdo con las estadísticas oficiales, hubo 1,7 millones de inmigrantes en 2013 (“Migration and migrant population statistics”). Por supuesto, los pueblos ingresantes de los siglos IV y V difirieron de los refugiados del siglo XXI en un aspecto principal: estaban armados y eran capaces de actuar como ejércitos. Pero como amenaza al orden establecido, la llegada de los visigodos en el 376 no haya sido necesariamente mayor que la crisis de refugiados de 2015, y lo mismo puede afirmarse respecto del cruce del Rin por los vándalos, alanos y suevos en 406 o por los ostrogodos después de 455.

Como estamos viendo en Europa actualmente, sin embargo, tan importante como los números de los ingresantes es la cuestión de cómo se lidia con ellos. Aquí uno puede tomar dos enfoques. El primero es seguir directamente la histoire événementielle; el segundo es mirar lo que Goffart llamó las técnicas de alojamiento. Si observamos la narrativa, lo más sorprendente es la incompetencia romana, que comenzó con el fracaso de Valente en hacer frente a la llegada de los godos en 376, fracaso que empeoró tras la división del Imperio después de la muerte de Teodosio, en 395. El resultado fueron dos cortes rivales en Constantinopla y Roma que resultaron totalmente incapaces de colaborar para lidiar con los bárbaros y, de hecho, las dos cortes usaron a Alarico y sus godos dentro de sus propios conflictos. Aunque se tuvo la impresión, en la década posterior a 415, de que Roma había capeado la tormenta y de que había un renacimiento, un ordo renascendi, subsiguientemente, más divisiones entre facciones y generales que competían entre sí en Occidente, así como las diferencias regionales, significaron que Roma fracasara en su intento de lidiar adecuadamente, tanto con los visigodos, como con los vándalos, los alanos y los suevos. Hubo individuos que podrían haber resuelto el problema, pero Constancio III había muerto demasiado temprano, Ricimero se opuso a Mayoriano, y así sucesivamente. En otras palabras, una serie de problemas que debieron haber sido solucionables no fueron tratados adecuadamente. A este fracaso en el centro podemos añadir lo que parece haber sido la falta de compromiso exhibida por las clases superiores en general a la hora de apoyar al Imperio: Gibbon vio esto como la decadencia del patriotismo cívico provocada por el advenimiento del cristianismo; Salviano, que escribe en los años 440, vio la falta de cooperación de la aristocracia como un signo del egoísmo moral de los ricos y bien puede haber tenido razón. Plus ça change

Un hecho adicional que quizá debería agregarse aquí es que era corriente un pensamiento milenarista o apocalíptico, tanto en los círculos cristianos como en los paganos, que atraviesa los siglos V y VI. Entre los tradicionalistas paganos y romanos había una opinión bien establecida de que Roma duraría doce siglos desde su fundación, lo cual, de acuerdo con algunos cálculos, debía implicar su colapso en la década del 450, y los asesinatos de Aecio y Valentiniano fueron interpretados en este sentido. Mientras tanto, un número significativo de cristianos pensaba que el mundo duraría 6.000 años a partir de su creación y, dado que en varios cálculos la Creación se ubicaba alrededor de lo que nosotros estimaríamos como 5.500 a. C., los Últimos Días debían haber ocurrido en los últimos años del siglo V o primeros del siglo VI.

Pasemos, sin embargo, de la histoire événementielle al problema del alojamiento o asentamiento de los bárbaros. Goffart ha sostenido que al principio se les dio a los bárbaros ingresos fiscales en vez de tierras, en parte sobre la base de que la ausencia de quejas sugiere que no hubo ninguna asignación importante de tierras, y en parte a partir de un análisis detallado pero debatido de varios términos clave. Nuestro problema aquí es que, aparte de entradas de crónicas que hablan de que, efectivamente, a los bárbaros se les dieron tierras para vivir (terra ad habitandum), y también aparte de algunas indicaciones, mal que le pese a Goffart, de que no todos estaban felices con la asignación de tierra a los bárbaros, existe poca evidencia contemporánea del asentamiento más temprano de los ingresantes: sí contamos con material legal posterior cuya interpretación está abierta a debate. Con toda probabilidad, no deberíamos suponer un modelo único para cada grupo bárbaro o incluso para cada fase de la historia del asentamiento de un grupo individual. Goffart puede estar en lo cierto respecto de la transferencia de impuestos en algunas circunstancias, pero aun así los bárbaros tuvieron que ser alojados. Quizá vale la pena agregar a esto, sin embargo, la cuestión de si la oferta de ingresos fiscales habría sido atractiva, pensando cuán difícil hubiese sido recaudarlos en los años de crisis del siglo V y dados los problemas de flujo de efectivo de la caja imperial. El Imperio pudo haber querido dar ingresos o efectivo, pero los bárbaros podrían haber querido algo más tangible. En cuanto a la tierra, quizás haya estado relativamente disponible en algunas áreas: las guerras civiles del siglo V pudieron haber llevado legalmente a la confiscación de la propiedad de aquellos que habían apoyado al fallido usurpador. Otro punto que vale la pena tener en cuenta es que cualquier asignación de tierras probablemente se haya pensado como temporaria y los bárbaros tal vez adquirieron la propiedad plena después de un período de una generación o más. El derecho romano distingue perfectamente entre dominium y possessio, propiedad última y control inmediato de la tierra. Con toda probabilidad se les dio a los bárbaros este último, pero terminó convirtiéndose en la primera.

En un sentido, el debate en torno del asentamiento de los bárbaros es insignificante. Sea lo que fuere, lo que realmente les hayan dado en las distintas fechas de asentamiento (y, a mi entender, hubo por lo menos seis fases solamente en el asentamiento burgundio), para las últimas décadas del siglo V una colección de unidades políticas, que ahora llamamos reinos, se había establecido dentro de lo que había sido el Imperio Romano.

Hasta aquí hemos considerado todo mayormente desde el punto de vista romano. Si nos volvemos a la perspectiva de los mismos bárbaros, aunque hubo momentos en que estuvieron indudablemente en guerra con los ejércitos romanos, no habían ingresado en el Imperio Romano para destruirlo, sino más bien como resultado de movimientos de población en el oeste de Asia y el norte del Danubio. Peter Heather ha visto muy convincentemente el movimiento de los hunos como subyacente a la llegada de los visigodos en 376, de Radagaiso en 405 y de los vándalos, alanos y suevos un año después. Igualmente, la llegada de los ostrogodos después de 455 puede entenderse como un resultado del colapso del Imperio de los hunos luego de la muerte de Atila.

Sin embargo, mientras que la mayoría de los bárbaros no pretendía destruir el Imperio, las unidades que ellos llegaron a establecer con el Oeste Romano terminaron haciéndolo. Es importante detenernos en la relación de los así llamados “reinos” con el Imperio mismo. Algunos de estos reinos establecidos en el siglo V habían sido creados, sin ninguna duda, por actos de violencia: el asentamiento de los suevos en Galicia es un claro ejemplo, como lo revela Hidacio. De la misma manera también los vándalos, al adueñarse primero de Mauritania y luego de Cartago. Mientras que los historiadores estuvieron inclinados a ver el asentamiento visigótico original en Aquitania en 418, o más probablemente 419, como un acuerdo genuino entre dos partes, con los romanos sacando ventaja, la expansión de poder bajo Eurico, después de su ascenso en 466, fue vista, casi consistentemente, como un acto de agresión, y se considera que el desafío al poder imperial culminó con la publicación, por parte de Alarico II, de su versión del Código Teodosiano, el Breviario, en 506. El asentamiento burgundio ha sido usualmente presentado en términos cercanos al de los visigodos: asentamiento y expansión, con una cesión inicial de tierra seguida por la adquisición violenta de territorio. Por contraste, la concesión de Italia a Teodorico ha sido considerada como enteramente controlada por Bizancio, aunque el estatuto constitucional de los ostrogodos dentro del Imperio de Oriente ha sido mucho tiempo cuestión de debate. En el norte, la expansión de los francos y de los anglosajones parecía haber ocurrido demasiado lejos del Mediterráneo para haber causado mucha preocupación imperial.

De hecho, lo más notable de estos estados sucesores no es que se hayan establecido en oposición al Imperio, sino que la mayor parte de ellos haya buscado un lugar bajo su paraguas. Aunque el reino vándalo de África había sido creado por actos de agresión, Genserico buscó la ratificación imperial y posteriormente se aseguró de que su hijo mayor Hunerico se casase con una hija de Valentiniano III. La ascendencia imperial del hijo de ambos, Hilderico, fue señalada cuando accedió al trono a principios del siglo VI.

Mientras que la aprobación imperial para el estado ostrogodo ha sido señalada desde hace mucho tiempo, los historiadores han prestado poca atención al hecho de que desde poco después de 476 hasta 518 los burgundios fueron conducidos por Gundebaldo, quien habría sido el heredero político de Ricimero en Italia, donde había ejercido el cargo de magister militum praesentialis, cargo que nunca abandonó y que pidió al emperador transferir a su hijo. El estado gibichungo de los burgundios no fue un reino bárbaro sino, tal y como el estado ostrogodo en Italia, una provincia romana oriental en Occidente. Incluso los francos pueden ser vistos desde esta perspectiva: aunque alejados del Mediterráneo, Anastasio confirió títulos romanos a Clovis en 508. En otras palabras, no debería considerarse la mayor parte de los estados sucesores como erigidos en oposición al Imperio, sino más bien como establecidos dentro del contexto de una política de Oriente hacia Occidente, que se siguió del fracaso de la corte occidental. Sugiero que una analogía útil a tener en cuenta es la del cambio del Imperio Británico a la Comunidad Británica de Naciones (Commonwealth), en la cual la mayoría de las tierras del viejo Imperio consiguió su independencia, pero aun así consideró al monarca británico como jefe de Estado.

El cambio de Imperio a Commonwealth significó que había numerosas continuidades pero también algunas discontinuidades muy serias. Una se relaciona directamente con la cuestión de los recursos. El emperador de Occidente, como su homólogo de Oriente, podía echar mano de recursos de una región muy vasta. Los gobernantes de los estados sucesores en algunos casos controlaban extensiones significativas de territorio, pero sus recursos constituían una fracción de aquellos que habían estado disponibles para los emperadores. Lo que quizás es más importante, los niveles más altos de la aristocracia del siglo IV habían sido una élite pequeña pero increíblemente rica. Lo vemos en las descripciones de las propiedades que donaron Melania la Joven y su marido Piniano. Familias como los Anicios tenían propiedades prácticamente en todas las provincias del Imperio. Su desmembramiento redujo radicalmente la riqueza de la aristocracia gobernante. Lo que quedó fue una clase algo diferente de aristocracias provinciales, que pueden haber sido ricas en comparación con sus esclavos y la clase campesina, pero que ciertamente no tenían ni punto de comparación con las familias senatoriales más importantes. Cuando Bryan Ward-Perkins señala la decadencia en calidad de los bienes materiales, es posible que no afirme más que el hecho de que haya desaparecido el nivel superior de jefes y compradores. Eso no habría significado simplemente el fin de la construcción y la producción de artesanías más prestigiosas, sino también el fracaso de ciertas industrias de la más alta calidad, cuyos productos dependían de las demandas de una élite, pero que habían sido bastante grandes en escala para abastecer a los siguientes niveles inferiores de la sociedad –piénsese en algunos artículos de cerámica lustrada. En otras palabras, si bien las descripciones de Ward-Perkins respecto de una declinación en la calidad de las mercancías frecuentemente están bien fundadas, no hay prueba de un colapso social total.

Existió, entonces, una fase que describiría como de una Commonwealth occidental sujeta a Bizancio, que comienza quizá tan pronto como a la muerte de Valentiniano III en 455 y está ciertamente en desarrollo cuando ocurre la deposición de Rómulo Augústulo en 476. La pregunta que surge es, entonces, por qué esta fase llegó a su fin. Por supuesto, se puede asumir que los líderes individuales de los estados sucesores se volvieron cada vez más menos apegados a la idea de un señorío imperial: Gelimer en África en la década de 520 es sin duda un ejemplo. Igualmente importantes, sin embargo, fueron las acciones de los gobernantes orientales y especialmente de Justiniano. Su ataque contra el África vándala, ostensiblemente para vengar la usurpación de Gelimer y como reacción al desmoronamiento del plan de sucesión de Genserico, no devolvió África simplemente a manos imperiales, sino que más bien fue un jalón en un largo proceso por el cual África se hizo cada vez más insegura. De manera similar, la conquista de Italia, supuestamente en respuesta a la deposición y muerte de Amalasunta, devolvió algunas partes de la península a manos imperiales, pero a costa de elevados niveles de destrucción, y no solo de bienes materiales, sino también de la aristocracia italiana, que había sido el último baluarte de la vieja aristocracia senatorial en Occidente. Cuando los lombardos entraron en Italia, quizás incentivados por el general bizantino Narsés, no eran en ningún sentido comparables con los ostrogodos de Teodorico o los burgundios de Gundebaldo en cuanto a sus relaciones con el Imperio.

Más complejo fue el efecto sobre los francos. Estos no habían sido tan cercanos a Bizancio como los ostrogodos, los burgundios o incluso los vándalos, pero se habían visto a sí mismos como agentes imperiales. Con el estallido de la guerra contra la Italia ostrogoda, los godos trataron de asegurarse de que los francos permanecieran neutrales y les transmitieron sus reclamos sobre Provenza; estos fueron concedidos luego por Justiniano. A partir de entonces los reyes francos actuaron con maneras cada vez más obviamente imperiales: Teodeberto acuñó monedas de oro y financió juegos en el circo, tal como hizo Chilperico. Teodeberto y su hijo Teodebaldo impugnaron ambos los títulos de Justiniano que denotaran su señorío sobre Francia y sus vecinos más próximos. En esencia, la guerra de reconquista de Justiniano creó cierta reserva hacia Bizancio, lo cual destruyó su Commonwealth.

Mientras tanto, algo igualmente importante, tuvieron lugar considerables acontecimientos climáticos. La larga avalancha de guerras que había comenzado en la década del 370 había causado una disrupción económica sustancial. Cualquier posibilidad de un renacimiento fue minada por lo que parece haber sido una erupción volcánica masiva de Krakatoa en Indonesia en 535-6. Esta explosión resultó en dos años en los que no hubo verano, lo que a su vez llevó al hambre y a la peste (la llamada Plaga de Justiniano, que comenzó en 541-2). Aunque hay un debate sobre el alcance de la plaga, que algunos ubican en la misma escala que la Peste Negra del siglo XIV (y aquí estoy inclinado a seguir el escenario pesimista propuesto por McCormick y Little), es claro que la plaga se había vuelto endémica y así permaneció hasta mediados del siglo VIII. Si aceptamos que la plaga del siglo VI fue, en algún punto, tan dañina como la del XIV, su efecto sobre la población habría sido considerablemente mayor que cualquier estimación sobre el impacto de los bárbaros. Al mismo tiempo, patrones meteorológicos más generales, que llevaron a un enfriamiento general del clima y a una elevación de los niveles del mar, pusieron más cargas sobre la población. Todo esto concurrió para asegurar que, cuando la estabilidad volvió efectivamente a Occidente después de las guerras de Justiniano, la región no estuviera en posición de beneficiarse de ello.

Así como deberíamos leer la histoire événementielle a la luz de la evidencia relacionada con el clima, también deberíamos leerla contrastándola con los cambios religiosos expuestos por Gibbon, Ozanam, Dawson y Brown. Que hubo un cambio profundo de la mentalidad religiosa es indiscutible y Brown lo ha cartografiado más exhaustivamente que cualquier otro. La cultura cristiana de los siglos IV, V y VI que él exploró es mucho más vibrante de lo que Ozanam o incluso Marrou, al menos antes de sus últimos escritos, imaginaron. Más difícil aún es anclar este cambio dentro de la narrativa política y económica, aunque el último trabajo de Brown, que señala la creciente transferencia de riquezas a la Iglesia, que presentó en términos de búsqueda de la salvación, ciertamente nos lleva mucho más allá de lo que habían hecho los estudios previos. El panorama de Brown de la transferencia de riquezas está dominado por las imágenes de varios de los más ricos de la sociedad que deciden donar su riqueza y sus tierras a la Iglesia. Este, sin embargo, es solo un elemento del cambio ocurrido después de 450.

Cabe hacer aquí una distinción entre riqueza y propiedad. Con relativamente pocas excepciones, por lo que sabemos, las grandes donaciones a la Iglesia en el siglo IV consistieron en riqueza: esto es, oro, plata y tesoro. Fue inusual que Constantino y algunos de sus sucesores imperiales transfirieran a la Iglesia cantidades sustanciales de tierra como lo habían hecho Melania y Piniano, cuyas donaciones provocaron un clamor, incluso de parte de Agustín. Por supuesto que la transferencia de tesoro enriqueció a la Iglesia pero, al mismo tiempo, al contrario de la transferencia de propiedad, no empobreció a la aristocracia, que todavía tenía tierras de las que podía obtener más riqueza.

Sin embargo, después de 450 comenzamos a ver una alienación aún mayor de propiedad hacia la Iglesia, a menudo por hombres que se habían hecho miembros del clero y, especialmente, obispos –un modelo de carrera que se hizo significativamente más atractivo en la medida en que había cada vez menos cargos estatales importantes para ocupar. Y conviene recordar que se esperaba que los obispos legaran su propiedad a la Iglesia. Un cálculo aproximado de la transferencia de propiedades a la Iglesia, a partir de testamentos, cartas e historias diocesanas, sugiere que alrededor de un tercio de Europa Occidental fue donado a la Iglesia entre 450 y 750. Esto constituye una transferencia de tierra muy sustancial. Naturalmente, no significó que las tierras dejaran por completo de estar en manos de las grandes familias, que tendían a ocupar las posiciones de obispo y abad, pero no obstante marcó un punto de inflexión importante. Así como también lo hizo el creciente número de hombres y mujeres que entraron en la Iglesia –un punto sobre el cual Gibbon estaba considerablemente en lo cierto, aunque su argumento haya sido casi completamente ignorado. Sabemos, por ejemplo, a partir de los registros de la diócesis de Le Mans, que en promedio eran ordenados 10 sacerdotes y 7 diáconos cada año. Si uno asume que cada sacerdote podía vivir fácilmente por 20 o 30 años, esto sugiere, por lo menos, 200 sacerdotes en la diócesis, sin mencionar a los de otras órdenes. Si multiplicamos esto por las 130 diócesis de la Galia (puesto que no hay razón para pensar que Le Mans fuese excepcional), uno llega a más de 20.000 clérigos únicamente en el mundo franco –equivalente a las cifras probables de los ejércitos visigodos o vándalos. Además, había numerosos monjes y monjas: se ha calculado que existían alrededor de 220 monasterios en Francia hacia el 600 y alrededor de 550 hacia principios del siglo VIII. Una lista aparentemente auténtica conservada en una obra hagiográfica tardía afirma que había 1.525 monjes y monjas solamente en la ciudad de Viena, sin mencionar otros en la región circundante. En cualquier momento dado podemos calcular en cientos de miles los hombres y mujeres que vivían alguna clase de vida religiosa institucional, como clérigos, monjes o monjas en el Occidente postromano. Estas cifras son mayores que los números que concederíamos para la cantidad de bárbaros que entraron en el Imperio.

Es importante señalar que aquí no estamos tratando solamente con la sustitución del paganismo por el cristianismo, aunque en algunos aspectos, como rezar por la seguridad del gobernante, tuvieron funciones similares. En el mundo grecorromano, los templos tenían riqueza, esto es, oro y plata, pero pocas propiedades. Los sacerdocios paganos y cristianos también diferían notablemente: un sacerdote pagano era en esencia un dignatario cívico, que detentaba un cargo por un corto plazo y lo hacía cumpliendo sus otras funciones sociales, tanto en el caso de hombres como de mujeres. Un sacerdote cristiano tenía un trabajo de por vida, considerado supuestamente de tiempo completo, aunque, por supuesto, dada la cantidad de riqueza controlada, los obispos y los abades ejercían su influencia mucho más allá de sus congregaciones inmediatas. Lo que es errado del argumento de Gibbon sobre los números del clero no es tanto su exactitud fáctica sino, más bien, su lectura totalmente despreciativa de los hombres y las mujeres de la Iglesia, quienes son presentados como miembros pasivos e indolentes de “una edad servil y afeminada”. Donde acierta incuestionablemente Gibbon es en que la creación de una Europa cristiana implicó un gran redireccionamiento de recursos para pagar la construcción de templos y para sustentar a hombres y mujeres del clero, sin olvidar a aquellos mantenidos por la Iglesia: viudas, huérfanos, pobres y peregrinos. No está claro si esto implicó cambios en los modos de producción. Muy probablemente, el campesinado de un estado eclesiástico actuó como lo había hecho su predecesor de la propiedad laica aristocrática: desafortunadamente, no obstante, existen pocas fuentes romanas para el Occidente (aparte de los escritos teóricos de los agrimensores) para comparar con la evidencia de las cartas y polípticos del período altomedieval. Con todo, aun si pensamos que hubo pocos cambios en la suerte de un campesino, los frutos de su trabajo fueron usualmente utilizados para nuevos fines. Contra la declinación de los estándares de vida señalada por Ward-Perkins, que afectó primariamente a los niveles superiores de la sociedad, es necesario situar el surgimiento de la cultura material de la nueva sociedad cristiana, más humilde pero quizá más ampliamente accesible.

Cuando Brown habla del “surgimiento de la Cristiandad Occidental”, señala un rasgo central del desarrollo de la Antigüedad Tardía y la Alta Edad Media que está completamente ausente de las lecturas presentadas por Wickham, Heather y Ward-Perkins, sin contar a Goffart. Sin embargo, la creación de Europa cristiana está en el corazón de lo que ocurrió entre 300 y 700. En otras palabras, “Declinación y Caída”, aunque no es una expresión completamente inadecuada para describir los acontecimientos siguientes a la llegada de los visigodos, simplemente impide considerar la novedad de lo que siguió. El mundo empobrecido de Ward-Perkins es verdadero, aunque la culpa que él asigna a los bárbaros esté apenas justificada: el desmanejo imperial, la rivalidad política, el desinterés senatorial, así como factores tales como el clima y la plaga, hicieron su parte –y si vamos a tomar en serio una comparación con la Peste Negra del siglo XIV, deberíamos esperar que estos factores hayan tenido un profundo efecto psicológico, rastreable quizás en cambios en la noción de la vida después de la muerte y en un énfasis en la penitencia, así como en la intensificación de la fundación monástica. La lectura de Brown de las cambiantes y vibrantes mentalités del período es tan válida como el pesimismo de Ward-Perkins. Lo que Brown solo trata superficialmente es en qué medida los cambios sociales y religiosos que él observa impactan en una revolución de toda la estructura de la sociedad civil y política. Naturalmente, hubo continuidades en la cultura y la administración, pero estas estaban ahora al servicio de una visión del mundo recién construida. ¿“Transformación” categoriza suficientemente lo que había ocurrido? Eso depende de cómo se entienda el término, pero su alcance semántico es tal, que puede ser mucho más apropiado que “Decadencia y Caída”.

 

Bibliografía

 

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Wallace-Hadrill, J. M. (1971), Early Germanic Kingship in England and on the Continent. Oxford: Oxford University Press.

 

1 N. de T.: Völkerwanderungszeit significa literalmente el tiempo / la época [Zeit] de las migraciones [Wanderungen] de los pueblos [Völker], pero dentro de la historiografía se utiliza para designar “la época / el período de las migraciones (de los pueblos)” o “el tiempo de las invasiones (bárbaras)”. Se trata de una traducción alemana del latín migrātiō gentium.

2 N. de T.: el término Verfassungsgeschichte, “historia de las constituciones o historia constitucional”, está formado sobre la base de Verfassung, “constitución”, y Geschichte, “historia”.