Las alusiones a
la violencia, la lucha y la fe como parte de la “construcción” de la creencia en la alta edad
media en las obras de gregorio magno e isidoro de sevilla
Allusions to Violence,
Struggle and Faith as Parts of the “construction” of belief in the Early Middle
Ages according to the Works of Gregory the Great and Isidoro of Seville
Hernán
Miguel Garófalo
Universidad
Nacional de Córdoba, Argentina
Universidad
Nacional de La Rioja, Argentina
Resumen
Las referencias acerca de cómo un
creyente debe luchar en este mundo contra las asechanzas de enemigos
espirituales y temporales abundan en el discurso eclesiástico altomedieval. En
general, la idea de la lucha diaria contra el mal y sus consecuencias se transformó
en un instrumento a partir del cual fue posible articular una serie de
principios performativos que establecieran no solo conductas sociales
“deseables” para un cristiano, sino también las estructuras de autoridad y
referencia social capaces de indicar el camino a seguir. La violencia, la lucha
y la fe pueden considerarse como elementos presentes en el discurso
eclesiástico construido por Gregorio Magno e Isidoro de Sevilla en sus obras. A
partir de ellos, pretendían crear una manera particular de conducir la
creencia, apelando a las características performativas de estos recursos y
ordenándolos a partir de criterios de autoridad, de interpretación y de una
organización particular de la vida de los fieles.
Palabras clave: Iglesia - Violencia - Combate - Demonios
Summary
References about how a believer in
this world must fight against the wiles of spiritual and temporal enemies
abound in the early medieval ecclesiastical discourse. In general, the idea of
the daily struggle against evil and its consequences became an instrument from
which it was possible to articulate a series of performative principles
established not only "desirable" social behavior for a Christian, but
the structures of authority and social reference able to indicate the wayforward.
Violence, struggle and faith can be considered as elements in the
ecclesiastical discourse built by Gregory the Great and Isidore of Seville in
his works. From them, they wanted to create a particular way of conducting
belief, appealing to the performative characteristics of these resources and
sorted based on criteria of authority, interpretation and a particular
organization of the life of the faithful.
Keywords: Church - Violence - Fight - Demons
Recibido: 28/02/2016
Aceptado: 20/07/2016
Al momento de
hablar de violencia, suele destacarse como la más notable aquella que se
concreta en una expresión física. Sin embargo, un discurso también está en
condiciones de desarrollar un tipo de violencia que puede materializarse a
partir de una conveniente apelación a los sentidos, a interpretaciones
puntuales y a la visión y la esperanza de futuro en la dimensión cotidiana de
los hombres.
Si partimos de la idea de que la violencia es, antes que
nada, una relación social –como proponemos–, podemos situar operativamente su
significación en términos de representaciones colectivas que proceden de una
reelaboración compleja de la asociación de las conciencias individuales. El
punto es que, en tanto tales, dichas representaciones son independientes,
generales y coercitivas en algún grado, consideraciones en las que creemos
interesante avanzar, sobre todo cuando especialmente la dimensión coercitiva se
asocia con un tipo especial de ideales respecto la manifestación de la Gracia
divina, el respeto a la ley y a la palabra eclesiástica en la construcción de
la creencia (Ramirez Plasencia, 2007: 36 y ss).
El presente trabajo se propone, tomando como fuentes
fundamentales pero no exclusivas, los Diálogos de Gregorio Magno y las Sentencias
de Isidoro de Sevilla, avanzar en la utilización discursiva que dos Padres
de la Iglesia hicieron de la violencia en sus escritos, tanto en su dimensión
física como en su variante simbólica.
Gregorio Magno, en tanto descendiente de una familia
aristocrática romana, ejerció importantes cargos civiles antes de abandonarlo
todo para fundar una comunidad desde la que, en 590, accedió a la silla de San
Pedro hasta 604. Hombre de su tiempo, fue testigo de las calamidades que se
abatieron sobre la Italia del siglo VI –la inundación de Roma, los estragos de
la Peste Justinianea, los interminables conflictos entre bizantinos y lombardos
por el control de la Península, etc.–. Estos desastres, dados sus alcances y
momento histórico, contribuyeron a convertir a Gregorio en un pastor
escatológico, inmerso en la compleja tarea de salvar al pueblo cristiano en un
contexto de incertidumbre que, no por terrena, dejaba de extenderse al “otro
mundo” (Boesch Gajano, 2008).
La figura de Isidoro de
Sevilla, por su parte, fue calificada como la
"más excelsa de la Iglesia visigoda, cuyo influjo se extiende de manera
profunda y eficaz a lo largo de la Edad Media" un personaje cuya erudición
lo llevó a ser considerado como uno de los transmisores del saber antiguo al
Occidente medieval (Montero Díaz, 1951; Fraile, 1971). Más allá del entusiasmo
de ciertos autores españoles modernos, no puede negarse que se trató de un gran
recopilador que, además, llevó adelante una labor de síntesis filosófica y
teológica con profunda fundamentación en la Biblia, en los Padres de la Iglesia
como san Agustín y Gregorio Magno y hasta en los autores clásicos greco-romanos
(Ortega Muñoz, 1989; Fontaine, 2002).
Isidoro
provenía de una familia hispano-romana de Cartagena, del orden senatorial y fue
el obispo sevillano entre 599 y 636. Su origen lo puso en
contacto con la amplia tradición cultural escrita que circulaba por Hispania, a
la que leerá en clave católica (Díaz y Díaz, 1993: 8 y ss; Rucquoi, 2000:
37-72). Su propio hermano, Leandro, ocupó la silla obispal de Sevilla antes que
él –desde 579 hasta 599–, lo que permitió a Isidoro no sólo una formación desde
el punto de vista doctrinario y filosófico, sino también político, de la mano
de una de las principales figuras de su tiempo (Díaz y Díaz, 1993: 23).
El hecho de hablar de la época de Isidoro nos lleva a
referirnos a tiempos complejos. El Tercer Concilio de Toledo, celebrado en 589,
acababa de declarar al catolicismo como la religión
oficial del reino visigodo, dejando atrás la dura tensión originada por el
enfrentamiento con los arrianos (Logan, 2002: 64 y ss). Paralelamente a esto,
asistimos a un intento de parte de los monarcas de consolidar su poder por
medio de una unión muy cercana con la Iglesia (Sanchez Albornoz, 1946: 5-99;
Rucquoi, 2000: 37 y ss; Collins, 2004: 64 y ss), la cual se vería inmersa en
los problemas terrenales junto a sus reyes y quizá precisamente por ello,
encontraría necesario unificar la liturgia y rodearla de cierto aparato que
impresione a los fieles, remarcando su carácter sacro. No era para menos, ya
que la monarquía contaba con los obispos y sus seguidores para lograr un buen
gobierno, para lo cual era vital elevar las capacidades y la educación de los
eclesiásticos que, hasta el momento, presentaban algunas falencias, sobre todo
al nivel de los párrocos y de los nuevos obispos visigodos (Díaz y Díaz, 1993:
40-43).
El registro de ambas fuentes es diferente, ya que a la
primera de ellas podría asignársele una finalidad edificante-instructiva,
expresada a través de una colorida sucesión de exempla que reproducen
las conversaciones de Gregorio con un discípulo posiblemente imaginario llamado
Pedro. Aquí, el estilo de narración es rico en detalles concretos y sugestivos,
con una trama de intriga y un desenlace convenientemente sorprendente. La segunda, en
cambio, constituye una guía doctrinal para los fieles en donde los relatos
personales y los ejemplos de los santos no se utilizan de modo sistemático
(aunque si las citas bíblicas), sino que es a través de la figura retórica de
la sentencia como se intenta transmitir una enseñanza dogmática y moral,
brindando expresamente el producto acabado de la reflexión de un hombre de
Iglesia que, además, es el obispo de la sede principal del reino visigodo.
Aprovechando la diversidad de registro que ofrece nuestro
corpus en cuanto a estilos de presentación empleados y públicos a los que se
dirige, pero en especial en este último sentido, entendido como un corpus
destinado a sectores eclesiásticos que actuarían en la comunicación de los
elementos doctrinales, el punto central es dilucidar las estrategias de
presentación de la acción violenta y las características principales de
aquellos actores y principios que los citados discursos incorporan. En este
marco, creemos que opera una construcción particular de la creencia, con
apelaciones específicas no solo a la “violencia”, sino a la “lucha” y la “fe”,
conformando un conjunto de múltiples y relevantes significaciones.
La
violencia como concepto
Una de las primeras referencias sobre la que queremos
llamar la atención al momento de hablar de la violencia, es aquella que se
encuentra contenida en el Evangelio de Lucas, donde en 14, 23, sostiene: “Y
dijo Dios al siervo: ve por los caminos y por los vallados y oblígalos a
entrar, para que se llene mi casa”.
Esta utilización del “oblígalos a entrar” –compelle
intrare – llevó a múltiples interpretaciones respecto al sentido del texto
bíblico. J. Le Goff deslizó la posibilidad de entender esta elaboración en
términos de racismo religioso, ligado al uso de la violencia, en un
contexto en donde la religión cristiana estaba tratando de definirse a sí
misma, tanto hacia su interior como en su modalidad de presentación hacia los
que quería atraer como “creyentes” y a los que no se podían definir como tales (Le Goff,
1999: 58 y ss; 214-216).
El análisis de la citada elaboración, tan clásica como
comentada –además de discutida– y otras afirmaciones que, como esta, parecen
aludir a la coacción por motivos religiosos, presentes tanto en las referencias
bíblicas como en los escritos patrísticos; fueron la base de la interpretación,
en líneas generales, de aquellos autores que luego de Le Goff abundaron en
cómo, aun en su diversidad, estas obras hicieron posible construir una
“seguridad psicológica” respecto de las creencias religiosas en una sociedad
con múltiples influencias culturales, brindándoles así criterios de unidad
frente a ellos mismos y hacia otras religiones (Tanner, 2009: 154). Otros enfatizaron, por
ejemplo, que muchas de las construcciones discursivas eclesiásticas hacían un
uso “expiatorio” de la violencia, que no solo alcanzaban a las manifestaciones
corporales de su acción, sino además a formas sistémicas de disciplina basadas
en la instrucción respecto al "deber ser" por parte de una autoridad
por medios no físicos (Boersma, 2004: 58 y ss). En cierto modo, podemos
relacionar esto con aquellos que sostenían que estas manifestaciones
constituían un instrumento de coerción ideológica que buscaría lograr un
encuadramiento a partir de la utilización conveniente de determinadas
referencias, en particular, las basadas en el temor y el castigo (Newhauser,
2007: 89).
Ahora bien, estas posturas, a fin de cuentas, remiten a
la relación entre la violencia y la construcción de un encuadramiento y de una
ortodoxia. En este sentido, se encontrarían en un marco en donde la autoridad y
el –pretendido– poder impositivo de la institución eclesiástica actuarían como
agentes capaces de implantar las verdaderas disposiciones cristianas, a través
de reglas y sanciones, de actividades disciplinarias operativas en las
instituciones sociales y sobre los cuerpos de los “creyentes”, que operarían
transformando la antigua fides en la "fe religiosa", esto es, la
confianza que se deposita en alguien y no ya en la confianza que despierta
alguien. Así, la fides se convierte en una noción
subjetiva que se expresa, "se confiesa", a través del creer (Benveniste, 1983; Schmitt, 2001).
En definitiva,
autoridad y poder crearían las condiciones para experimentar la verdad
religiosa (Moore, 1989; Asad, 1993), una forma de cognición que generaría
modelos de realidad, un “nuevo saber” expresado a partir de la capacidad
performativa del discurso (Buxó, 1989: 209; Bravo Garcia, 1997: 97; Kienzle,
2002: 89 y ss.).
Es posible entender, entonces, el proceso de construcción
de los discursos eclesiásticos como parte de un intento de formación de una
“filiación singular” a una identidad, esto es, asumir que una persona pertenece
especialmente, para todos los propósitos, a una sola colectividad. Así
entendido, asistimos a un tipo de reduccionismo intencional y reglado, a una
“estrechez estereotipada”, al insistir en que toda persona se definiría por su
inclusión exclusiva en un grupo orgánico como podría ser su comunidad (Sen, 2007:
45 y ss). En este sentido, Gregorio sostiene: “Es necesario, por consiguiente,
que nos sometamos espontáneamente a Él, a quien se sujetan todos los
adversarios a pesar suyo”.1 Isidoro, por su parte, dice:
Todas las
criaturas están sometidas a la omnipotencia del juicio divino, tanto aquellas
que precisa mantener unidas para que se salven como las que se deben separar
para que mueran. Por eso afirmamos que nadie puede escapar a Dios. Quien no lo
tiene propicio no podrá en modo alguno eludir su ira.2
Así, los hombres, incluidos en una sola comunidad, se
colocarían bajo la misma referencia a partir de una clave concreta como
cristianos reales o en potencia –y los riesgos que implicarían el no serlo,
expresados en la mención de la “ira”–, en un intento, posiblemente, de utilizar
una circunstancia social-comunitaria que, por ser compartida, generaría un
criterio de unión mutua. Además, esta referencia común ayudaría a especificar los
modos de vida y de comprensión de la fe que deberían mantener los cristianos
como una congregación particular de creyentes (Wall, 2002: 932; Wright, 2011:
14).
Los modos de vida y la comprensión de la fe, que acabamos
de mencionar, están además ligados a otro elemento, como lo es la ley. En
efecto, la religión cristiana se construye respecto a los criterios de un
“recto camino” que debe seguirse para alcanzar la salvación. Cada uno de los
creyentes debe tener presente los dictados de esa ley, porque de no ser así, su
condena es segura. Respecto a las virtudes de san Benito, Gregorio destaca en
este sentido: “instauró en aquel monasterio la observancia regular y no
permitió a nadie desviarse como antes, por actos ilícitos, ni a derecha ni a
izquierda del camino de la perfección”.3
En otro caso, retoma una cita bíblica para indicar: “si uno aparta su oído para
no oír la ley, hasta su plegaria es una abominación”.4
Isidoro es aún más categórico:
La ley nos indica
los preceptos que debemos seguir, la gracia nos ayuda a ponerlos en práctica. O
dicho de otro modo, que debemos valorar la ley no sólo histórica, sino también
espiritualmente, toda vez que conviene mantener la fe históricamente y entender
la ley espiritualmente.5
En síntesis, asistimos a una elaboración conceptual tras
la que subyace un pensamiento comunitarista, en la cual encontramos un origen
de la trama social y su justificación basada en la comunidad –y una cultura que
intenta imponerse como dominante, podríamos agregar–. En este marco, a su vez,
se determinarían los patrones factibles de razonamiento y ético-morales
disponibles que sirvan de referencia para la comprensión de lo vivido (Sen,
2007: 61 y ss). Esto constituye, muy probablemente, un esfuerzo por estructurar
los pensamientos y sentimientos colectivos, encarnándolos en objetos, personas
y fórmulas verbales determinadas, que articulen lo sagrado y lo secular e indiquen
la pertenencia a una misma comunidad “moral”. (Ramírez Plasencia, 2007: 38). De
este modo, además, podrían sortearse las posibles incoherencias que los
críticos paganos asignaban al cristianismo, demostrando la existencia de una
creencia que se basaba en un Dios, un plan divino, un camino para la salvación
y también, a la vez, la necesidad de una Iglesia, tanto como comunidad como
institución (Wright, 2011: 53)
En el vasto esfuerzo performativo inherente a las
potencialidades del discurso al que nos hemos referido hasta el momento, la
violencia y las reacciones que esta pueda causar merecen una atención especial.
La violencia puede caracterizarse como una parte integrante y, de algún modo,
normalizada de las relaciones sociales. Presupone, al menos, dos partes en
conflicto, en una situación en la que una de las partes intenta ejercer una
imposición coercitiva sobre la otra u otras para resolver la situación
conflictiva. Si bien la violencia puede concretarse entre partes iguales o
equiparables, nosotros llamaremos la atención sobre aquella que se produce
entre partes desiguales– a la que cierta conceptualización aplicada a la época
contemporánea ha denominado “violencia política” –en donde la disputa se
centraría en torno a elementos tales como el orden social, el poder, las
posibilidades de realizar determinadas acciones, entre otros. Esta “violencia
política” incluiría la idea de que uno de los antagonistas tendría, en
principio, mejores opciones que el otro, en un claro ejercicio de verticalidad
del hecho violento aunque con cierto margen para lo fortuito que podría llevar
a la pérdida del control del proceso (Arendt, 1970: 5; Aróstegui, 1994: 30-32).
La violencia en
los Diálogos y las Sentencias
No puede separarse la construcción discursiva de Gregorio
y de Isidoro respecto a la violencia, la lucha y la fe de su pertenencia a la
institución eclesiástica y al sustrato clásico que la nutrió. Como tales, no
tienen dudas de que es el sector eclesiástico el que posee la función de
dirigir, por su capacidad de servir y aventajar a los otros en la marcha por la
senda de una vida mejor, en la imitación del ejemplo divino y para la
consecución de Sus dones.6
No entraremos en la discusión que divide a la
religiosidad entre una elaboración elitista, intelectual, en cierto modo arcana
y otra de tipo “popular”, más sencilla, concretada en gestos, en palabras, en
acciones accesibles pero, en todo caso, muy difícil de rastrear (Sánchez
Herrero, 2004: 306), Propondremos, si, que la producción sagrada en forma
escrita de estos hombres asignaría sacralidad a los elementos a los que se
refieren, destacándolos en un ámbito sobre el que pretenden tener una palabra
privilegiada (Klaniczay y Kristóf, 2001: p.947).
La Iglesia y sus hombres, así, serían los encargados de
la trascendente operación de actuar como intérpretes y comunicadores de una ley
que, característica particular, ocuparía los tres planos vitales de la
humanidad –pasado, presente y futuro– pero en un contexto marcado por un cuerpo
dogmático que podría llamarse penitencial, al encontrar su forma plástica, su
expresión simbólica, en el relato de la Caída7
(Ricoeur, 1976: 9).
El concepto del pecado original –que enfatiza la
responsabilidad humana, la “culpa” –, unido a la esperanza de salvación
concretada en la figura cristológica, permitió caracterizar al mal como una aversio
a Deo, tal como oportunamente lo planteara Agustín de Hipona8
y que tanto Gregorio como Isidoro, reproducen en sus escritos.9
Si aceptamos la unión significativa entre una ley
trascendente, el mal introducido con la Caída y la esperanza de salvación, la
experiencia penitencial que vivirían los hombres en esta tierra contendría tres
rasgos notables: el realismo del pecado, pues es tal la situación del hombre
ante Dios, que necesita de un “otro” que lo denuncie; la dimensión comunitaria
del pecado, ya que no existe una culpa individual sino que abarcaría una
solidaridad trans-biológica y trans-histórica; y finalmente, se trataría no
solo de un estado, sino además de una situación en la que el hombre se mantiene
cautivo, en una impotencia fundamental de la que no puede librarse (Ricoeur,
1976: p.19).
Los discursos eclesiásticos se introducen en la coyuntura
precisa entre la dimensión individual del pecado –ligado a la impotencia
propiamente humana– y la dimensión colectiva, pues el juicio divino tiene un
impacto universal. Si deben conducir al conjunto de los creyentes en la lucha
contra la aversio a Deo, uno de sus instrumentos fundamentales es la
construcción de un cuerpo doctrinario que formalice una serie de habilidades a
adquirir, de acuerdo a reglas sancionadas por una autoridad.
Nos encontramos así con un proceso en el cual cada cosa
que se propone como factible no solo debe hacerse para demostrar la propia
corrección, sino que, a la vez, son hitos de un recorrido eminentemente
“público” para aproximarse a un modelo más o menos precisamente definido de
excelencia en donde surge el conflicto, de acuerdo a la proximidad o no
respecto a ese modelo. Al hacer intervenir –y colocarse bajo– una autoridad,
con el poder que esta posea como encargada de hacer pública esa proximidad o en
caso contrario, su lejanía, se crearían potencialidades a través de la
coerción-sujeción para el desarrollo de una relación social, en donde la
comunidad no reprime a uno mismo sin razón, sino que esto es una consecuencia
del establecimiento de la disciplina necesaria para la construcción y
formalización de un modelo evidente en una cierta clase de personalidad, que
podríamos llamar “cristiana” (Asad, 1993: 62; Valencia Abúndiz, 2007: 55). A
partir de aquí, se propondría que todo aquel que no profesara la fides
christiana se transformaría en un mensajero del demonio, resaltando que no
habría salvación fuera de la Iglesia, cuya tarea, bueno es reiterarlo, sería
lograr la unidad como tarea y marcar el camino hacia la salvación (Drews, 2006:
161 y ss). Este es el marco a partir del cual proponemos considerar las
apelaciones a la violencia y su significación.
Gregorio Magno ofrece en sus Diálogos una colorida
sucesión de relatos, propios de una obra que pretende, a través del relato de
las vidas y hechos de hombres destacados, despertar las ansias de emulación.
Uno de los primeros tópicos gregorianos respecto a la
violencia que podemos destacar es la relación entre acciones violentas y
aquellos que la sufren o ejercen concretamente. Es llamativo que, en este
sentido, la violencia se ligue sistemáticamente a los germánicos –en
particular, godos, vándalos y longobardos– y a sus modos de actuar, sea
privando a un santo de su caballo y maltratándolo en el proceso,10
condenando a muerte a un obispo por ayudar a escapar a unos soldados enemigos
de los godos,11 prendiendo fuego a la celda de un
joven de vida ejemplar,12 asesinando a un conjunto de
prisioneros13 o, en una de las dos únicas
menciones destacadas de sucesos no itálicos de los Diálogos, la muerte
del príncipe visigodo Hermenegildo, que sufrió por su fe a manos del rey
Leovigildo,14 por solo mencionar algunos
ejemplos.
En cualquiera de los casos que tomemos, la acción
violenta es contenida o aprovechada positivamente para resaltar los valores
cristianos de un modo muchas veces extraordinario, porque el santo que perdió
su caballo realizó un prodigio que llevó a sus enemigos a reconocerlo como tal;
el obispo burló a la muerte; el joven no sufrió daños mientras todo se reducía
a cenizas en torno suyo; los prisioneros prefirieron morir antes que aceptar el
sacrilegio que le proponían sus captores; y la muerte de Hermenegildo llevó a
su padre arriano a recapacitar, entregando su heredero Recaredo a los cuidados
del obispo católico de Sevilla, reconociendo su infamia.
Los germanos, además y más allá de su crueldad, son
relacionados con la herejía arriana y la cercanía de esta con el diablo. En una
interesante sucesión, Gregorio presenta a los longobardos como asesinos de
cristianos,15 luego los define como adoradores
del diablo16 y finalmente, los asocia con el
culto arriano.17 Todo esto, en un contexto que a la
exposición gregoriana le permite avanzar sobre las consideraciones que ligan la
fiereza germánica con las señales del fin del mundo.18
Una fiereza que, sin embargo, siempre debe rendirse ante el esfuerzo católico
que se le enfrenta, en lo que resultaría un conjunto tópico.
Un segundo conjunto de ejemplos liga la acción violenta a
la lucha contra el demonio y a su derrota. Gregorio menciona, entre otros, el
caso de un monje que, distraído durante los tiempos de la oración, era
arrastrado fuera de la iglesia por un chiquillo negro. Y:
[…] para curar la
ceguera de su corazón, [el monje Mauro] le golpeó con su bastón y desde aquel
día no volvió más a sufrir engaño alguno […] Así, el antiguo enemigo, como si
él mismo hubiera recibido el golpe, no se atrevió en adelante a esclavizar la
imaginación de aquel monje.19
En otro caso, cita el ejemplo de un monje que es
atormentado por un demonio y que lo abandonó tras recibir una bofetada de san
Benito.20
En un sentido similar, podemos mencionar los ejemplos de
violencia ejercida con fines correctivos. En estos casos, tanto Dios como los
demonios son presentados como aquellos que pueden ejercer una violencia directa
ante aquel que la merezca.
En el caso de la Divinidad, se trata de la muerte de una
mujer, que fallece luego de haber intentado apartar al monje Martín de sus
meditaciones, presentándosele “descaradamente”. A lo que Gregorio puntualiza:
“por la sentencia de su muerte se dio a entender que ella desagradó mucho a
Dios omnipotente, porque contristó a su servidor con esta negativa perversa”.21
Los demonios, por su parte, ejercen sus acciones también
a través de la muerte o el acoso, atacando a un monje a quien aplastan con un
derrumbe22 pero que es resucitado por san
Benito o bien, aquel caso del monje que luego de ser poseído durante largo
tiempo y que tras haber sido curado, no sigue las indicaciones del santo para
mantenerse libre de la asechanza, lo que renueva la posesión y le acarrea la
muerte.23 En este conjunto, también podemos
incluir la muerte de un oso que servía de compañía al monje Florencio,
asesinado por unos hombres a instigación demoníaca pero luego muertos a su vez
como castigo.24
Esta serie de tópicos que mencionamos pueden ligarse a
que el pensamiento gregoriano considera que la salvación debe buscarse en la
tierra25 y que para lograrlo, no solo debe
ceñirse el ser humano a la ley, sino hacerlo a través de “someter la cerviz al
suave yugo del Redentor”.26 En el proceso el temor no puede
ser ignorado, ya que existiría un poder purificador en el terror27
que llevaría a la “compunción del temor y luego, del amor”, ya que:
[…] el alma que
tiene sed de Dios, experimenta primero la compunción del temor y después la del
amor. En efecto, primero se aflige en las lágrimas, porque al acordarse de sus
malas acciones, tiene miedo de sufrir por ellas los tormentos eternos. Pero
cuando el temor ha sido disipado en virtud de una prolongada ansiedad de
aflicción, ya nace de la presunción del perdón cierta seguridad y el ánimo se
inflama en el amor de las alegrías del más allá.28
En este punto, bueno es remarcar que la nominación del
cristiano y en particular de los elegidos –con cierta lógica, ya que son los
que intentan ofrecerse como ejemplos a seguir– es presentada a partir de
núcleos semánticos ligados a la idea del combate, como por ejemplo, “el
valeroso guerrero de Dios no quiso quedarse encerrado tras los muros y fue en
busca del campo de batalla”,29
“Porque a veces, como se ha dicho, a quienes Dios les ha otorgado grandes
dones, les deja algunas cosas reprensibles, para que tengan siempre algo contra
qué luchar, y después de haber vencido a enemigos importantes, no se
enorgullezcan en el espíritu, mientras que aún unos adversarios de ninguna
monta son suficientes para fatigarlos”30
o “Sin el esfuerzo del combate, no se consigue la palma de la victoria”.31
Este combate, planteado como interior pero en función
de los beneficios que derraman no solo a quien los realiza sino a su comunidad –en tanto,
reiteramos, se ofrecen como ejemplos a seguir–hace de la vida
en este mundo el lugar donde el combate toma un significado especial, donde la
violencia es una imagen conocida y además, aceptable por una causa que se
pretende justa (Montemurro, 2008: 382; Sarris, Dal Santo y Booth, 2011: 9).
Isidoro de Sevilla, por su parte, presenta con las Sentencias
una obra que busca remarcar los medios de salvación disponibles para los
fieles, a través del “hablar juicioso” de las sentencias. No sólo ha
establecido, como ya vimos, que no hay autoridad más adecuada que la de la
institución eclesiástica para imponer la ley y determinar sus muy amplios
alcances, sino que además socializa los recursos que estarán a su alcance para
lograr su cometido.
En primer lugar, queda claro para el hispalense que el
hombre es esclavo de sí mismo desde que rehusó someterse a las órdenes de Dios
por propia voluntad y por su pecado,32
que lo ha dejado expuesto al acoso de criaturas molestas y elementos hostiles.33
Es en la vida terrena cuando los seres humanos se “convierten” a Dios.34
Para esta conversión, el terror es un medio válido, aquel que logrará la
purificación al presentarse ante la contemplación del castigo de los impíos.35
Tan válido es este recurso que puntualiza:
Primero es
necesario convertirse a Dios partiendo del temor, a fin de que, por miedo al
castigo futuro, se dominen los halagos de la carne. Luego, una vez desechado el
temor, conviene pasar al amor de la vida eterna.36
Por supuesto, el temor al castigo no es lo preferible al
momento de buscar la autolimitación de los hombres ante el mal, pero se acepta
eso antes que caer en el pecado.37
Esta apelación al temor y al sufrimiento permite a Isidoro decir:
Nunca se ha de
obrar sin lágrimas, pues el recuerdo de los pecados engendra aflicción;
mientras oramos recordamos las culpas y entonces nos reconocemos más culpables.
[…] cuando comparecemos ante Dios, debemos gemir y llorar al acordarnos cuan
graves son los crímenes que cometimos y cuan terribles los suplicios del
infierno que tememos”.38
Ahora bien, esta valorización del temor, el castigo y esa
construcción plástica del discurso necesita un elemento más a incorporar, para su
mayor efectividad: la alianza de la Iglesia con la monarquía –fundamental para
el caso visigodo–, en un establecimiento de autoridad material que dé sentido
concreto a la utilidad del temor.
Isidoro considera que el temor está en la base de la
relación entre gobernantes y súbditos “porque si todos estuviesen sin temor,
¿quién habría que pudiese apartar a otro del mal?”.39
Este hecho es uno de los que fundamenta el poder real (Grein, 2010: 23-32), por
ejemplo, actuando a partir de la contención del mal con temor, lo que confiere
una utilidad y significación a su poder. De este modo, podríamos afirmar que
los príncipes tienen su poder, entre otras consideraciones, para ayudar a la
Iglesia a imponer su doctrina apelando al miedo que son capaces de generar,
cuando la predicación no ha sido suficiente:
Los príncipes
seculares conservan a veces dentro de la Iglesia las prerrogativas del poder
recibido para proteger con este mismo poder la disciplina eclesiástica. Por lo
demás, no serían necesarios en la Iglesia estos poderes a no ser para que
impongan, por el miedo a la disciplina, lo que el sacerdote no puede conseguir
por la predicación de la doctrina.40
Es interesante como, aquí, el hispalense destaca la
existencia de un poder secular que se ejerce “dentro de la Iglesia”, en el
marco de la comunidad y considerado necesario como complemento de la acción de
los predicadores. Es esta función, además, la que le confiere legitimidad al momento
de intervenir sobre los hombres.
En este marco, la función de los demonios –pues están
presentes al momento de plantear la violencia como una referencia importante al
respecto– se liga a un efecto de prueba y castigo, muy similar a la
caracterización general gregoriana. Según este discurso elaborado por los
hombres de la Iglesia que nos sirven de referencia y reforzado en la práctica
por el poder secular en el ejemplo visigodo, la entidad demoníaca sería la que,
con su presencia, seducciones y oportunidades, alejaría a la humanidad de la
posibilidad de salvación, la sumergiría en el pecado y la apartaría de la ley. 41
La voluntad humana, por sí misma, resultaría
defectuosa –cosa que, como hemos visto, no era ajena a Gregorio– y contra ella
podría usarse el mal y los demonios en un sentido preciso. El discurso
eclesiástico cuenta con la apelación a las penas del mal y los demonios como amenaza concreta. Estos últimos, como
personificaciones e instigadores de ese mal, ocuparían un papel central.
Isidoro puntualiza:
Cuantas veces
desfoga Dios su ira con este mundo mediante algún castigo, envía, para ejecutar
su venganza, a los ángeles rebeldes, a los cuales, no obstante, el divino poder
dificulta en su acción, a fin de que no ocasionen tanto daño como desearían.42
La construcción discursiva altomedieval abunda en
consideraciones respecto a las carencias del hombre pecador. Uno de los medios
de contener y convertir esas carencias en virtudes sería la apelación a la
lucha interna de los creyentes en el marco de una comunidad cuya función sería
encuadrar, dar marco concreto en el presente, a la disciplina necesaria para
esa “conversión”. Isidoro no escapa a estas elaboraciones, considerando en
especial el poder impositivo de la ley y el temor en un contexto performativo.
El siervo de Dios
sufre numerosas dificultades por el recuerdo de las acciones pasadas; y muchos
después de la conversión, contra su voluntad, tienen que soportar aún el
incentivo de la pasión; mas esto no lo sufren para su condena, sino para su
estímulo, a saber, para que tengan siempre, a fin de sacudir su inercia, un
enemigo a quien resistir, con tal que no consientan.43
Esta lucha de la que hablamos se reproduce en las
menciones de los combates por la fe y cómo debe realizarse en el respeto de las
enseñanzas de la Iglesia.44 De hecho, la idea de tener siempre
a “un enemigo a quien resistir” y de “no consentir” ante ese enemigo
es lo que permitirá encontrar la salvación, que también debe procurarse en esta
tierra convirtiéndose a Dios todos los días.45
Consideraciones
finales
La base del temor
se convierte en una expresión de violencia, una violencia interior, enraizada
en el pasado y proyectada al futuro pero, sobre todo, vivida en el presente,
que es el tiempo preciso de su actuación. Sería el producto de la caída pasada
y común a la humanidad, el sufrimiento presente y una condicionalidad
permanente hacia el futuro, aunque idealmente se la plantee como temporal o
paso inicial. Esta puede ser complementada con las apelaciones a una violencia
física directa, observable, que muestra en la práctica las consecuencias que
recaen en el hombre que se aparta de la ley, demostrando carecer de la Gracia.
Es, en conjunto, un modo de apelar a las ideas y a los sentidos o sensaciones
al momento de construir reglas efectivas, marcando las consecuencias de
transgredir el orden o la norma, lo cual sería un acto violento en sí mismo que
requeriría su corrección por las implicancias simbólicas que acarrearían si así
no ocurriese (Pastoreau, 2006: 21).
Tanto Gregorio Magno como el obispo de Sevilla fueron
protagonistas claves en la construcción de un tipo de discurso, ya iniciado
por Agustín,46 según el cual, las virtudes –las cuales deberían estar
en permanente ejercicio de elaboración y vigilancia, tanto individual como
social– sujetarían a los hombres a la corrección cristiana, como condición y
expresión de la gracia divina, en una operatio en tanto guía moral para
la vida activa (Bejczy, 2011: 65). Una forma de
lograr esa sujeción era con la referencia a un conflicto tanto interno como
comunitario, con el temor y la apelación a las sensaciones, con el ejercicio de
una violencia operando a través de imágenes acompañadas por un discurso
impositivo y con agentes particulares personificando esa violencia.47
En este contexto, la violencia era un instrumento para la redención (Boersma,
2004: 66 y ss).
En cierto modo, estos conjuntos discursivos apuntaban a
que la vida cristiana debía estructurarse en una especie de “estrategia para la
salvación”, en donde el creyente recibía la información que se consideraba
necesaria para guiar y tener éxito en el “combate”. Dicha información, por
supuesto, era racionada en función de criterios impuestos desde la institución
eclesiástica y ajena en cierto modo al creyente no cualificado, ya que ella se
reservaba, al menos en teoría, la primacía en la enseñanza de la fe o bien la
construcción del contexto dentro del cual esta fe podía ser interpretada
(Ullmann, 2003: 20 y ss; Wall, 2002: 932). Este juego de reglas, modos de vida
sugeridos por vía impositiva y apelaciones al temor y a la violencia tanto
terrena como en el Más Allá, generaban una situación que podríamos llamar de
incertidumbre (Wright, 2011: 17) que, sin embargo, podía ser salvada por medio
del sometimiento al poder de una divinidad que daba muestras palpables de su
presencia en el mundo.
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1 Gregoire Le Grand,
Dialogues, (Edición crítica de A. de Vogüé y P. Antín), París, Du Cerf,
1980, 3 tomos (en delante, Diálogos), III, XXI, 4, p. 354: “Illi ergo
nos necesse est ponte subdi, cui et aduersa omnia subiciuntur inuita”. Una idea
similar se desarrolla en IV, I, 1-5, pp. 18 a 22.
2 Isidorus
Hispalensis Sententiae (Ed. P. Cazier), CCL, Brepols, 1998 (en adelante, Sentencias),
I, II, 2, p.9: “Cuncta enim intra diuini iudicii omnipotentiam coartantur, siue
quae continenda sunt ut salua sint, siue quae amputanda sunt ut pereant. Nullatenus ergo posse effugi Deum quempiam. Qui enim non habet placatum,
nequaquam euadet iratum”.
3 Diálogos, II, III, 3, p.140: “Cumque in eodem
monasterio regularis uitae custodiam teneret, nullique, ut prius, per actus
inlicitos in dextram laeuamque partem deflectere a conuersationis itinere
liceret”.
4 Ibid., III, XV, 16, p. 324: “qui auertit aurem suam ne audiat
legem, oratio eius erit execrabilis”. (La referencia es de Pr. 28, 9)
5 Sentencias, I, XIX, 6, pp. 66-67:”…lege per quam
praecepta facienda admonemur, gratia per quam ut operemur iuuamur. Vel quod lex non tantum historice, sed etiam spiritaliter sentienda sit. Namque et historiae oportet fidem tenere, et spiritaliter legem
intellegere”.
6 Diálogos, I, I, 6, p.22: “Ciertamente, la experiencia habitual de
la vida enseña que quien no aprendió a someterse, tampoco debe atreverse a
mandar, a fin de no enseñar a los súbditos una obediencia que él no fuera capaz
de brindar a los superiores” (“Usus quidem rectae conuersationis est, ut
praesse non audeat qui subesse non didicerit, nec oboedientiam subiectis
imperet, quam praelatis non nouit exhibere”). La
idea se reitera en III, XV, 13 y 17, p. 322 y 324-326; Sentencias, III, XXXIV, 2, p.274: “No debe aceptar
el honor del mando quien no sabe aventajar a los súbditos por la senda de una
vida mejor”.
7 Gregorio, en Diálogos,
IV, I, 1, p. 18, dice: “Cuando el primer padre del género humano había sido
expulsado de las alegrías del paraíso en razón de su culpa, vino a la tristeza
de este exilio y esta ceguera que estamos padeciendo, porque echado fuera de sí
mismo por el pecado, ya no fue capaz de ver aquellas alegrías de la patria
celestial que antes contemplaba” (“Postquam de paradisi gaudiis, culpa
exigente, pulsus est primus humani generis parens, in huius exilii atque
caecitatis quam patimur aerumnam uenit, quia peccando extra semetipsum fusus
iam illa caelestis patriae gaudia, quae prius contemplabatur, uidere non
potuit”). Isidoro, en Sentencias, I, IX, 8, p.245, sostiene: “A causa del pecado del primer hombre y en castigo del mismo, todos los
males juntos cayeron sobre la totalidad del género humano. Por ello, todas
cuantas cosas nos parecen malas nos atormentan en parte por su origen y en
parte por culpa”.
8 San Agustín, De libero arbitrio, I, XVI, 35 y II, XIX, 53-54, Patrología
Latina, vol.32, col.1240 y 1269-1270; San
Agustín, La Ciudad de Dios, (traducción de Santos Santamarta del Río y
Miguel Fuertes Lanero), Madrid, B.A.C., 1998, 2 tomos, XI, XXIII, 1-2, pp.
725-726; XIII, XIV, pp.25-26. En general, hay una línea argumental común en
este y otros temas entre el hiponense, Gregorio y especialmente, Isidoro. Por
una cuestión de espacio, no nos extenderemos en este trabajo en esas
continuidades; simplemente queremos dejar constancia del punto.
9 Para Gregorio, el mal sería una especie de “enfermedad” –en tanto afección que puede curarse– que debía corregirse, lo que requeriría: “corregir
la intención del corazón después de haber captado el sentido de las virtudes y
purificar, con un severo examen de conciencia, todas las acciones, no sea que
juzguemos buenas las obras que son malas o consideremos suficiente una acción
que, aun siendo buena, es imperfecta” (Gregorio
Magno, Libros Morales, [Introducción, traducción y notas de José Rico
Pavés], Madrid, Ciudad Nueva, 1998, 2 tomos,
I, XXXIV, 48, p. 117). Más específicamente, sostiene que el mal implica una impureza fundamental (II, XXIV, 43, p.157), la cual
por su propia naturaleza no existiría, sino que “el Señor afirma crear el mal
cuando transforma en desgracias las cosas buenas que él ha creado y que
nosotros usamos mal” (III, IX, 15, p.197).
Isidoro,
es más literal al afirmar, en Sentencias, II, III, 5, p.97: “No ama a Dios quien desprecia sus mandamientos, pues
tampoco amamos a un rey si tenemos aversión a sus leyes” (“Qui Dei praecepta
contemnit, Deum non diligit. Nenque enim regem
diligimus, si odio leges eius habemus”).
10 Diálogos, I, II, 2, p. 24
11 Ibid., III, XI, 1-3,
pp.292-294.
12 Ibid., III, XVIII, 2, p.344.
13 Ibid., III, XXVII,
p.372-374.
14Ibid., III, XXXI, 1-8, pp.384-390. La otra referencia no itálica corresponde a un suceso en Corinto,
conocido por Gregorio durante su permanencia en Constantinopla.
15 Tal como mencionamos en el ejemplo de III,
XXVII, p.372-374.
16 Ibid., III, XXVIII, 1, p. 374: “Conforme a su costumbre
ritual, inmolaron al diablo una cabeza de cabra y se la dedicaron bailando
rondas y cantando blasfemias” (“…more suo immolauerunt caput caprae diabolo,
hoc ei currentes per circuitum et carmine nefando dedicantes”).
17 Ibid., III, XXIX, pp.376-378: “Un obispo de los longobardos,
un arriano, llegó a Spoleto sin encontrar allí ningún lugar para celebrar su
liturgia. Trato de solicitar del obispo de la ciudad una iglesia, con el fin de
utilizarla para sus servicios religiosos erróneos (…) [Al intentar forzar la
entrada a un edificio sagrado] El obispo arriano que había venido a emplear la
fuerza, fue herido de una repentina ceguera…” (“Cum ad Spolitanam urben
Langobardorum episcopus, scilicet arrianus, uenisset, et locum illic ubi
sollemnia sua ageret non haberet coepit ab eius ciuitatis episcopo ecclesiam petere,
quam suo errori dedicaret […] arrianus uero episcopus, qui uim facturus
aduenerat, súbita caecitate percussus est…”) y para referirse a una vieja
iglesia de Roma que fue consagrada nuevamente según el ritual católico tras
haber sido empleada por los arrianos, dice III, XXX, 4, pp.380-382: “De
repente, el sonido fue tan terrorífico como si toda la iglesia fuera arrancada
de sus cimientos. De golpe, el ruido desapareció y en adelante ya no se
manifestó ninguna agitación ulterior del antiguo enemigo” (“Cum subito tanto
terrore insonuit, ac si omnis illa ecclesia a fundamentis fuisset euersa, et
protinus recessit, ac nulla illic ulterius inquietudo antiqui hostis
apparuit”).
18 Ibid., III,
XXXVII, 21-22, p.426; IV, XXXVI, 12, p.122 y XLIII, 2, p.154.
19 Ibid., II, IV, pp.150-152. La referencia
completa dice: “Die igitur, expleta oratione, uir Dei, oratorium egressus,
stantem foris monachum repperit, quem pro caecitate cordis sui uirga percussit.
Qui ex illo die nihil persuasionis ulterius a nigro iam puerulo pertulit, sed
ad orationis studium inmobilis permansit, sicque antiquus hostis dominari non
ausus est in eius cogitatione, ac si ipse percussus fuisset ex uerbere”.
20 Ibid., I, XXX, 1. p.220.
21 Ibid., III, XVI, 5, p. 330: “ut ex mortis
eius sententia darectur intellegi, quia ualde omnipotenti Deo displicuit, quod
eius famulum ausu inprobo contristauit”.
22 Ibid., II, XI, 1-2, pp. 172-174.
23 Ibid., II, XVI,
pp.184-186.
24 Ibid., III, XV, 3-8, pp.186-190.
25 Ibid., IV, XLI, 6, p. 150: “Sin embargo, hay que saber que en
el más allá nadie obtendrá ningún perdón, ni de los pecados más
insignificantes, si no es que, en virtud de sus buenas obras realizadas aún aquí
durante esta vida, haya merecido obtenerlo allí” (“Hoc tamen sciendum est quia
illic saltem de minimis nil quisque purgationis obtinebit, nisi bonis hoc
actibus, in hac adhuc uita positus, ut illic obtineat promereatur”).
26 Ibid., II, VIII, 1, p.160 (“sub leni
redemptoris iugo ceruicem cordis edomarent”). Idea
que se repite en III, XII, 4, p.298: “Así Dios omnipotente opera, a través de
los menospreciados, los milagros de su poder contra los espíritus engreídos de
los carnales, a fin de que quienes se eleven con orgullo contra los mandatos de
la verdad, la Verdad les abata la cerviz debajo del pie de los humildes” (“Sic
omnipotens Deus contra elatas carnalium mentes potentia suae miracula per despectos
operatur, ut, qui se superbe contra praecepta ueritatis eleuant, eorum ceruicem
ueritas per humiles premat”) y III, XVI, 9, p.334: “Si eres servidor de Dios,
no debe atarte una cadena de hierro, sino la cadena de Cristo” (“Si seruus es
Dei, non te teneat catena ferri, sed catena Christi”).
27 Ibid., IV, XLVIII, p.168.
28 Ibid., III, XXXIV, 2, p.400. El párrafo
complete sostiene: “Principaliter uero conpunctionis genera duo sunt, quia Deum
sitiens anima prius timore con pungitur, post amore. Prius enim sese in lacrimis afficit, quia, dum malorum suorum recolit, pro
his perpeti supplica aeterna pertimescit. At uero com longa moeroris anxietudine fuerit formido
consumpta, quaedam iam de praesumptione ueniae securitas nascitur et in amore
calestium gaudiorum animus inflammatur, et qui prius flebat ne duceretur ad
supplicium, postmodum flere amarissime incipit quia differtur a regno”
29 Ibid., II, III, 11, p. 148: “Fortis etenim
praeliator Dei teneri intra claustra noluit, certaminis campum quaesiuit”.
30 Ibid., III, XIV, 13, p.312: “…omnipotentis Dei dispensatio, et
plerumque contingit ut, quibus maiora bona praestat, quaedam minora non
tribuat, ut semper corum animus habeat unde se ipset reprehendat, quatenus, dum
appetunt perfecti ese nec possunt, et laborant in hoc quod non acceperunt nec
tamen elaborando praeualent, in his quae accepta se minime extollant, sed
discant quia ex semetipsis maiora bona non habent, qui in semetipsis uincere
parua uitia atque extrema non possunt”.
31 Ibid., III, XIX, 5, p. 348: “Sine labore certaminis non est
palma uictoriae”.
32 Sentencias, I, XI, 9, p.40: “Por ello, tampoco
podrá dominarse a sí mismo, si antes no estuviere sometido a Dios, y, contra su
voluntad, tendrá que ser esclavo de sí mismo quien de buen grado no quiso serlo
de Dios” (“Unde nec sibi poterit subiugari si prius Deo non fuerit subiugatus
sibique seruiet nolens, qui Deo noluit uolens”).
33 Ibid., I,
IX, 10, p.28. Esta idea se repite en I, XI, 9, p.40.
34 Ibid., I,
XXII, 3-4, pp.74-75 y II, XIII, 11, p.122, por citar algunos ejemplos.
35 Ibid., I, XXIX, 4-6, p.87-88. Las referencias a la aflicción, al temor y al
papel purificador que este cumple son numerosas, como por ejemplo, II, VII, 8,
p.107; II, VIII, 2, p.109; II, XIII, 18, p.123; II, XXXII, 3, p.157 (en donde
se plantea “la violencia del dolor” como necesaria para destruir los vicios).
36 Ibid., II, VIII, 3, p.109: “Ante necesse
est timore conuerti ad Deum, ut metu futurarum poenarum carnales inlecebrae
deuincantur. Deinde oportet, abiecto timore, ad amorem uitae
aeternae transire”).
37Ibid., II, XXI, 1-3, pp.136-137, hace una larga explicación de esto, detallando
la gravedad del pecar voluntariamente, o por amor al pecado y aquel que no lo
comete pero por temor al castigo. Con todo, hay una ambigüedad notable en las
obras de Gregorio y de Isidoro que no podemos dejar de destacar. Ambos Padres
han hablado del terror y su utilidad, pero a la vez, han producido referencias
en contra de la aplicación de la violencia o la fuerza en la conversión, por
ejemplo. En el Prefacio de la Moralia in Job, p.76, Gregorio destaca el
ejemplo de la “mansedumbre” como fruto de inspiración para acercarse a Dios;
concepto que se repite acompañando a la “dulzura” en Diálogos, I, II,
8-10, pp.30-32. Isidoro, por su parte, en Sentencias, II, II, 4-5, p.94,
indica que la violencia no debe usarse para imponer la fe, sino el ejemplo. En
un contexto de elaboración-reelaboración constante de los principios
doctrinarios, adaptándolos a las necesidades, casos y contextos particulares,
esto puede considerarse una muestra de dinámica en la construcción de la
creencia, brindando líneas argumentales y opciones.
38 Ibid., III,
VII, 5, p.221: “Numquam est sine gemitu orandum, nam peccatorum recordatio
maerorem gignit Dum enim oramus, ad memoriam culpam reducimus et magis reos
tunc non ese cognoscimus (…) cum Deo adsistimus, gemere et flere debemus,
reminiscentes quam grauia sint scelera quae commisimus, quamque dira inferni
supplicia quae timemus” Aunque remarcando la aflicción de las lágrimas de un
modo particular, esta idea del hispalense puede rastrearse en esencia en lo que
ya mencionamos de los Díalogos gregorianos en la página 9, nota 28.
39 Ibid., III, XLVII, 1, p.295: “Nam si omnes sine metu fuisset,
quis esset qui a malis quempiam cohiberet?”.
40 Ibid., III, LI, 4., p.303: “Principes saeculi nonnumquam intra
ecclesiam potestatis adeptae culmina tenant, ut per eandem potestatem
disciplinam ecclesiasticam muniant. Ceterum intra ecclesiam potestas
necessariae non essent, nisi ut, quod non praeualent sacerdos efficere per
doctrinae sermonem, potestas hoc imperet per disciplinae terrorem”. En el punto 5, se explicita que la Iglesia, por su “humildad”, no puede
ejercer la imposición efectivamente sin el apoyo del poder de los príncipes; el
cual, de paso, obtiene de la institución espiritual el respeto y fundamentación
que lo valida.
41 Ibid., I,
XI, 2-3, p.39: “Puesto que hemos sido creados buenos por naturaleza, es a causa
del pecado que nos hemos vuelto, en cierto modo, malos contra la naturaleza. Del mismo modo que Dios supo de antemano que el hombre iba a pecar, así
conoció también de qué forma podría regenerar con su gracia a aquel que por
propia voluntad hubiera podido perderse” (“Quia enim boni sumus naturaliter
conditi, culpae quodammodo merito contra naturam sumus effecti. Sicut praesciuit Deus hominem peccaturum, ita et praesciuit qualiter
illum per suam gratiam repararet, qui suo arbitrio deperire potuisset”).
42 Ibid., I, X, 18, p.35: “Quotiens Deus
quocumque flagella huic mundo irascitur. Ad ministerium uindictae apostatae angeli mittuntur. Qui
tamen diuina potestate coercentur ne tantum noceant
quantum cupiunt”
43 Ibid., II, IX, 4, p.111: “Multos habet conflictus Dei seruus ex
recordation operum praeteritorum; multique post conuersionem etiam nolentes motum
libidinis sustinent, quod tamen ad damnationem non
tolerant, sed ad probationem, scilicet ut semper habeant, pro excutienda
inertia, hostem cui resistant, dum modo non consentient”.
44 Ibid., II, II, 15, pp.96.
45 Ibid., I, XXII, 3-4,
p.74-75. Respecto a la salvación durante la
vida, se abunda en ello en II, XIII, 10, p.121, III, I, 2, p.194.
46 Es necesario tener
en cuenta que Agustín de Hipona ya se había explayado largamente respecto a la
violencia, el castigo y la intención de quienes los aplican. De un modo quizá
demasiado simplista, podemos decir que el obispo de Hipona sostuvo que la
violencia podía ejercerse si el bien que procuraba su aplicación era mayor que
el perjuicio que causara aquello que necesitó ser castigado. La condena se
refiere sobre todo a aquella violencia que no puede justificarse por hacerse a
causa de la soberbia o del mero hecho de la venganza, pero no ocurre lo mismo
con la que busca la enmienda basada en la caridad. Al respecto y entre las
varias referencias que podrían destacarse, sugerimos especialmente la Carta 138
dirigida a Marcelino.
47 Diálogos,
III, III, 2, p.268-270: “[Al presenciar un milagro] Todos, llenos de
admiración, empezaron a llorar de alegría, y al instante su alma fue invadida
de temor y respeto…” (“Mirati omnes flere prae gaudio coeperunt, eorumque
mentes ilico metus et reuerentia inuasit, cum uidelicet cernerent…”; Sentencias,
II, IV, 2, p.99: “en efecto, todo justo resplandece por la esperanza y el
temor, por cuanto ora la esperanza le dispone al gozo, ora el terror al
infierno le impulsa al temor” (“Omnis quippe iustus spe et formidine nitet,
quia nunc illum ad gaudium spes erigit, nunc ad formidinem terror gehennae
addicit”).