Representaciones medievales de la visión: El caso de Pedro de Juan Olivi (†1298)

Medieval Representations of Sight: The Case of Peter John Olivi (†1298)

 

 

 

Ignacio Miguel Anchepe

Conicet / Universidad de Buenos Aires

ignacio_anchepe@yahoo.com.ar

 

 

Los ojos [oculi] son denominados así porque la protección de los párpados los oculta

[occulant] para que no los dañe una herida casual, o bien porque tienen una luz

oculta [occultum], es decir, retirada y situada dentro de ellos. De todos los sentidos,

son los más cercanos al alma, porque hay en ellos señales de la mente de todo tipo:

la preocupación o la alegría del espíritu se manifiestan en los ojos. Por otra parte,

“ojos” significa lo mismo que “luces” [lumina], y son llamados así pues de ellos

emana luz, sea porque la tienen dentro desde el comienzo, sea porque luego de

haberla recibido “de afuera” la devuelven y se la proporcionan al acto de ver.

 

Isidoro de Sevilla, Etimologías, xi.1.36

 

 

Ella me sedujo, porque me encontró afuera viviendo en los ojos de mi carne, y

rumiando en mi interior lo que con ellos había devorado.

 

Agustín de Hipona, Confesiones, iii.6.11

 

 

Resumen

 

El sentido de la vista suele asumir un carácter metonímico; a menudo se cifran en él mucho más que simples y aislados actos de ver. Afirma una difundida tesis aristotélica que la visión es la sensación que más hace conocer, la que nos hace patentes las múltiples diferencias entre las cosas. Quizás por eso las representaciones de la visión, sean literarias, científicas o filosóficas, acostumbran a abreviar concepciones más generales acerca de la naturaleza del hombre y de su relación con las cosas. Dicho de otra manera, es corriente encontrar en ellas, implícitamente, doctrinas de lo que nosotros denominamos, en términos actuales, subjetividad.

En el presente artículo, me abocaré específicamente a una teoría filosófico-teológica de la visión, debida a un pensador de fines del s. XIII, el franciscano provenzal Pedro de Juan Olivi. Sin embargo, mi análisis no se restringirá a ella, sino que, a fin de comprenderla mejor, la articularé con otras dos representaciones de la visión, también del s. XIII: una literaria –los relatos de Narciso y Pigmalión del Roman de la rose– y otra científica –la óptica de Roger Bacon. A pesar de su disparidad, creo que estas tres fuentes conforman, hasta cierto punto, un único mosaico, en el que comparece una versión posible del variado imaginario medieval sobre la visión.

Estructuraré mi investigación en cuatro secciones. Comenzaré por señalar las coincidencias entre los dos relatos del Roman y la concepción oliviana sobre los espejos y la sensibilidad humana. Luego, analizaré dos cuestiones centrales de la óptica baconiana: las nociones de pirámide y especie visual. En tercer lugar, consideraré cómo Olivi retoma la noción baconiana de pirámide visual, pero invirtiendo por completo su sentido original. Finalmente, estudiaré la novedosa concepción de sujeto y subjetividad que, según creo, subyace a la teoría oliviana de la visión. En efecto, mi indagación se guiará por la hipótesis de que el paradigma de visión elaborado por el franciscano debe ser interpretado en función de su concepción de sujeto.

 

Palabras-clave: Teorías de la visión - Pedro de Juan Olivi - Roman de la Rose - Roger Bacon

 

Summary

 

The sense of sight tends to assume a metonymic character, since it can encode much more than simple and isolated acts of seeing. A widespread Aristotelian thesis asserts that sight is the sense that best helps us to know, that makes clear the multiple differences between things. Perhaps that is why visual representations, whether literary, scientific, or philosophical, usually abbreviate more general conceptions about the nature of man and his relation to things. In other words, it is common to find in them implicit doctrines of what we call, in modern terms, subjectivity.

In this paper I will focus on the philosophical and theological theory of vision of a late thirteenth century thinker, the Provençal Franciscan Peter John Olivi. However, in order to understand it better, my analysis will not be restricted to it, but will articulate it with two other thirteenth-century representations of sight: one literary –the stories of Narcissus and Pygmalion in the Roman de la rose– and the other scientific–the optics of Roger Bacon. In spite of their disparity, I believe that these three sources form, to a certain extent, a single mosaic in which appears a possible version of the varied medieval imagery about vision.

I will divide my research into four sections. I will begin by pointing out the coincidences between the two stories from the Roman and Olivi’s conception of mirrors and human sensibility. Then I will analyse two central questions of the Baconian optics: the notions of visual pyramid and visual species. Third, I will consider how Olivi draws on Bacon’s notion of a visual pyramid but completely reverses its original sense. Finally, I will study the novel conception of subject and subjectivity that, I believe, underlies Olivi’s theory of vision. In fact, my inquiry will be guided by the hypothesis that the paradigm of vision elaborated by the Franciscan must be interpreted on the basis of his conception of subject.

 

Keywords: Theories of Vision - Peter John Olivi -Roman de la Rose - Roger Bacon

 

Recibido: 21/04/2017

Aceptado: 29/06/2017

 

 

El sentido de la vista suele asumir un carácter metonímico; a menudo se cifran en él mucho más que simples y aislados actos de ver. Afirma una difundida tesis aristotélica que la visión es la sensación que más hace conocer, la que nos hace patentes las múltiples diferencias entre las cosas. Quizás por eso las representaciones de la visión, sean literarias, científicas o filosóficas, acostumbran a abreviar concepciones más generales acerca de la naturaleza del hombre y de su relación con las cosas. Dicho de otra manera, es corriente encontrar en ellas, implícitamente, doctrinas de lo que nosotros denominamos, en términos actuales, subjetividad.

En el presente artículo me abocaré específicamente a una teoría filosófico-teológica de la visión, debida a un pensador de fines del s. xiii, el franciscano provenzal Pedro de Juan Olivi.1 Sin embargo, mi análisis no se restringirá a ella sino que, a fin de comprenderla mejor, la articularé con otras dos representaciones de la visión, también del s. xiii, una literaria –los relatos de Narciso y Pigmalión del Roman de la rose– y otra científica –la óptica de Roger Bacon. A pesar de su disparidad, creo que estas tres fuentes conforman, hasta cierto punto, un único mosaico, en el que comparece una versión posible del variado imaginario medieval sobre la visión.

Estructuraré mi investigación en cuatro secciones. Comenzaré por señalar las coincidencias entre los dos relatos del Roman y la concepción oliviana sobre los espejos y la sensibilidad humana. Luego, analizaré dos cuestiones centrales de la óptica del franciscano inglés Roger Bacon: las nociones de pirámide y especie visual. En tercer lugar, consideraré cómo Olivi retoma la noción baconiana de pirámide visual pero invirtiendo por completo su sentido original. Finalmente, estudiaré la novedosa concepción de sujeto y subjetividad que, según creo, subyace a la teoría oliviana de la visión. En efecto, mi indagación se guiará por la hipótesis de que el paradigma de visión elaborado por el franciscano debe ser interpretado en función de su concepción de sujeto.

 

 

Narciso, Pigmalión y Sansón: maravillas y peligros de la mirada

 

En el Roman de la rose, poema francés del s. XIII, se narran con llamativo detalle los mitos de Narciso y de Pigmalión. Corresponde recordar que el primero de estos personajes cargó con el singular castigo de enamorarse de su propia imagen, ya que, jactancioso a causa de su belleza, solía desdeñar a sus amantes; luego de una cacería, agobiado por el calor, se inclinó sobre una fuente a beber, pero al ver reflejado su rostro en el agua, se enamoró perdidamente de sí mismo, o mejor dicho de su imagen, amor que terminó llevándolo a la muerte debido a su imposibilidad; en efecto, la consumación erótica exige una dualidad que un único amante, un individuo, aunque se escinda en su imagen, es incapaz de cumplir. El segundo personaje, Pigmalión, también debió sobrellevar un amor de cumplimiento dificultoso, pues se enamoró de una hermosa estatua de mujer que había esculpido él mismo; incitado por la pasión, le suplicó a Venus que transformase esa estatua en una mujer auténtica; la diosa le concedió su deseo a Pigmalión, que logró consumar su amor con esa mujer reciente.

Los estudiosos coinciden en remitir ambas narraciones a las Metamorfosis de Ovidio, es decir, a una fuente bastante lejana del Medioevo, no sólo por el tiempo sino sobre todo por sus concepciones. No obstante, Guillaume de Lorris y Jean de Meung –los autores del Roman– no incurrieron en la mera repetición de su precursor romano, sino que, a través de unos mitos intencionalmente elegidos –la fuente ovidiana les ofrecía un sinnúmero de ellos– y cuidadosamente reformulados, discurrieron sobre la naturaleza de la visión y el poder de la imagen, dos temas que, como veremos, atrajeron la atención de los pensadores del s. xiii.

La visión y la imagen tienen un papel protagónico en la versión medieval del mito de Narciso, cuyo drama se desata cuando lo traiciona su sombra, pues al inclinar su cabeza sobre la fuente ve su propio rostro y de inmediato se enamora de sí mismo.2 Una extensa digresión (ausente en Ovidio) sobre los poderes de la trágica fuente, atestigua el interés de la versión medieval por el poder de las imágenes. Dos “piedras de cristal” ocupan el fondo de la fuente, dotadas de “tal fuerza, que todo el lugar,/ árboles y flores y cuanto rodea/ al jardín aquel, se refleja en ellos”. Las piedras se asemejan a un espejo que refleja, sin disimulación ni engaño, todas las cosas que hay en el jardín que circunda la fuente, aunque sean pequeñas o se hallen ocultas y distantes.3 Pero este poder convierte a la fuente en un “espejo peligroso”, capaz de cautivar con los lazos del amor a cualquier incauto que la mire, por más valiente o sabio que fuese.4 En otras palabras, la mítica fuente especular reúne, paradójicamente, dos cualidades aparentemente contradictorias. Por un lado, es maravillosa a causa del exhaustivo poder de su reflejo, abunda en imágenes; podría decirse que nada le queda por ver a quien la mira. Pero por el otro, es tremendamente peligrosa, pues la abundancia de imágenes redunda en un poder cautivador que le sustrae al observador su autodominio y lo encamina hacia la muerte.5

A Pedro de Juan Olivi,6 los fenómenos visuales también le depararon concepciones hasta cierto punto contradictorias. En sus cuestiones concernientes al segundo libro de las Sentencias –un monumental documento de más de dos millares de páginas– establece un curioso parentesco entre el funcionamiento del espejo y el nombre que el francés antiguo le impuso a este objeto. El atributo que, según Olivi, define al espejo es su poder de refracción, es decir, el hecho de que la luz, la visión corporal y, sobre todo, la atención del observador puedan expandirse, gracias a él, no en línea recta sino hacia la parte situada frente al espejo. Este poder es tan admirable que “en nuestra lengua popular, a los espejos los llamamos miracula y a la acción de mirarse en ellos, ‘mirari” (QSS iii.67).7 El francés antiguo, destaca Olivi, utiliza formas derivadas del lat. miror, “ser sorprendido” para designar al “espejo” y a la acción de “mirarse” en él (“mireor” y “mirer”, respectivamente; Greimas 1968, s.v. mirer). Notemos que, contra lo que cabría esperar, la sorpresa no proviene de que el espejo nos permita ver lo que, por definición, nos es invisible a nosotros mismos, es decir, nuestro propio rostro. Por el contrario, los espejos sorprenden tanto a Olivi como a Guillaume de Lorris por la abundancia de imágenes que albergan, porque, gracias a ellos, el observador puede expandir el alcance de su percepción.

A propósito del mito de Pigmalión, el Roman de la Rose se explaya sobre los peligros de la visión. La estatua de marfil que el rey esculpe, es decir, la causa misma de su demencia amorosa, es denominada invariablemente “ymage”, y su singular atractivo se equipara con la belleza más ominosa de toda la historia, la de Helena de Troya. El enamoramiento se origina a través de la mirada: no bien Pigmalión ve la imagen, el amor se adueña de él, primero como estupor, y luego como una red tan fuerte que le impide darse cuenta de sus propios actos.8 La metáfora del enlazamiento (que reencontraremos en Olivi elevada a la condición de alegoría bíblica) recalca que una imagen incautamente observada puede destituir al observador de su libre albedrío, es decir, de su racionalidad, pues Amor es capaz de sustraer “todo sentido y saber”.9 A diferencia de la fuente ovidiana, Jean de Meung (el autor de la segunda parte del Roman) se solaza en narrar el gradual agravamiento de una demencia que raya con el fetichismo. Pigmalión se arrodilla ante la imagen para pedirle perdón, la viste con vestidos y tocados, la adorna con alhajas, le canta al son de variados instrumentos y termina compartiendo su lecho con ella, aunque inútilmente. La secuencia concluye con una intervención del narrador, que define la situación del protagonista: “así se arruina, así enloquece, prisionero de su pensamiento loco, Pigmalión, el iluso, enamorado de una sorda imagen” (vv. 21.065-68).

Según la concepción antropológica de Olivi, la vista, los otros sentidos, e incluso el cuerpo en general, conforman un órganon, es decir, un instrumento, cuya función es realizar una experiencia inicial de la realidad que comporta una cierta producción de imágenes. Estas son más que meras copias, pues tienen el poder de atenuar el incesante y heterogéneo fluir de las cosas, poniéndolas a disposición del pensamiento. Esta manera de concebir la corporalidad, ya vigente en Agustín de Hipona,10 fue notablemente apuntalada, desde mediados del s. xii, por las traducciones latinas de Avicena, que abundó sobre los procesos cognitivos psicosomáticos que se operan a través de las imágenes y diseñó una minuciosa doctrina que el medioevo latino conoció bajo el nombre “sentidos internos”.11 Olivi también compuso una doctrina de la sensibilidad, doce cuestiones del comentario ya aludido donde expone sus posiciones sobre la naturaleza y el poder de las imágenes.

Al final de este tratado, en el lugar reservado para las conclusiones, el franciscano se sirve del mito bíblico de Sansón para elaborar una alegoría donde se cifran, igual que en la historia de Pigmalión, los poderes de la sensibilidad, tanto externa como interna. Cabe recordar que en el capítulo 16 de Jueces se narra la ruina de Sansón, entregado por Dalila a los filisteos, relato que, de acuerdo con la lectura oliviana, conviene segmentar en cinco episodios. En un principio, Dalila intenta sin éxito someter a Sansón, amarrándolo primero con siete cuerdas frescas y luego con siete cuerdas nuevas; luego, emprende un nuevo intento infructuoso: lo adormece, le trenza los cabellos y se los fija a un clavo; viene después el último intento, el exitoso, que consiste en adormecerlo y rasurarle los cabellos; inmediatamente, ya sin fuerzas, Sansón es capturado por los filisteos, que le arrancan los ojos y lo obligan a hacer girar una rueda de molino; finalmente, tiene lugar la venganza de Sansón, que recupera sus fuerzas y destruye la mansión de los filisteos, con lo cual consigue matar a muchos de ellos, aunque él mismo pierde la vida.

La sensibilidad humana comprende, según Olivi, los cinco sentidos, más el sentido común y el apetito sensitivo (los dos únicos sentidos internos que reconoce), es decir, un total de siete. Este número le permite comparar la sensibilidad en su conjunto con las cuerdas del relato bíblico: las siete cuerdas amarran a Sansón y los siete sentidos amarran la fuerza del espíritu humano. Olivi justifica esta analogía con una semejanza léxica: para referirse a las siete cuerdas “frescas”, la Vulgata utiliza el adjetivo latino “nerviceis”, de donde el franciscano infiere que “las siete potencias sensitivas se comparan acertadamente a las cuerdas frescas [nerviceis], porque están radicadas en nervios y en <partes> nerviosas [in nervis et nervosis]” (QSS ii.637).

Aunque las doce cuestiones aludidas conforman una indagación mayormente filosófica, el teólogo provenzal no pasa por alto que la sensibilidad alberga no sólo una corrupción “original”, fruto del pecado de Adán, sino también otras corrupciones adventicias, producto de la actividad perceptiva e imaginativa que el ser humano ejerce desde su nacimiento, las cuales se asemejan al segundo conjunto de cuerdas (las nuevas) que amarran a Sansón. Pero la sensibilidad no basta para privar al espíritu de su fuerza, hace falta que este se adormezca, es decir, que se entregue descuidadamente al deleite sensorial, degradación que culmina con la pérdida de la cabellera que equivale alegóricamente a la pérdida de la fortaleza de espíritu (en las secciones subsiguientes veremos que Olivi concibe la mente humana de una manera particularmente activa).

Los textos que acabamos de compulsar –un poema y un tratado de teología escolástica– son ostensiblemente disímiles; es posible, empero, extraer de ellos conclusiones semejantes. La visión, y más en general la sensibilidad completa, comportan la siguiente paradoja. En un primer momento, el observador parece desempeñar el papel activo: es él quien parece iniciar el acto de ver dirigiendo su mirada hacia la cosa o cerniéndose sobre el espejo; sin embargo, conforme efectúa su operación, lo observado gana un protagonismo creciente y termina jugando el rol activo, mientras que el observador se convierte en el afectado. Narciso mira hacia el agua, Pigmalión esculpe una imagen y Sansón va en busca de Dalila; pero el reflejo se apodera de Narciso, la imagen enloquece a Pigmalión y Dalila debilita a Sansón. Según una doctrina peripatética muy difundida en el medioevo, las cosas (es decir, los seres inertes) sólo actúan por medio de cualidades corporales que pueden ser activas o pasivas, en cambio, los seres vivos lo hacen mediante potencias, es decir, mediante ciertos principios de operaciones que exceden las meras cualidades corporales, aunque también pueden ser activas o pasivas. En principio, cabría sostener que la visión es potencia activa de ver y que lo visible es una cualidad pasiva de los cuerpos, lo cual parecería asignarle al observador una cierta jerarquía, una prelación justificada por su rol causal. Ahora bien, los relatos de Narciso y Pigmalión, así como la alegoría de Sansón parece que desmienten esta interpretación, pues despojan al observador del papel decisivo y se lo otorgan a lo observado.

 

 

Una geometría de la visión: la irrupción de la Perspectiva

 

No es casual que Olivi alegorice la sensibilidad mediante un mito como el de Sansón, que narra la pérdida y la recuperación de una fuerza. Según su concepción antropológica, la disquisición teórica sobre lo humano no es un fin en sí mismo sino una guía en vista del descubrimiento, experimental y vívido, del poder de la mente. Retomando un término que había usado Agustín,12 a este poder Olivi lo denomina aspectus, y consiste en la capacidad de enfocarse activamente sobre las cosas, ya sea para percibirlas, entenderlas, quererlas, etc. El franciscano compara el aspectus de la mente con un hierro que ha sido alargado y afilado para utilizarlo como espada: igual que este hierro, la mente está dotada de una fuerza tendencial (vis intentiva) mediante la cual alcanza sus objetos (QSS iii. 63-4).13

Pero si este poder denominado aspectus es un atributo esencial de la mente, la visión puede ser valorada de dos maneras opuestas. Si conspira contra los designios superiores de la mente, debilitándola y desviándola, equivale a las amarras de Sansón. Pero si ocurre lo contrario, si favorece los designios de la mente, se convierte en el órganon por antonomasia, en el instrumento mediante el cual el sujeto despliega su actividad sobre los objetos. Según esta segunda valoración, positiva, de la visión, la sensibilidad continúa siendo una puerta, pero no aquella por donde las cosas, despojadas de su materialidad, ingresan al interior del observador sino aquella por donde las potencias del sujeto “salen” (no física sino virtualmente, puntualizaría Olivi) para tomar contacto directo con las cosas (que este contacto sea “directo”, es decir, inmediato y exento de imágenes o representaciones, es un detalle de suma importancia para Olivi, que se ocupó de refutar extensamente la doctrina de la especie sensible e inteligible).14 Ahora bien, esta doctrina activa de las potencias de la mente contó a la óptica difundida por Roger Bacon entre sus principales oponentes.

Bajo el nombre de Perspectiva, el franciscano británico introdujo en el medioevo latino una ciencia acerca de la visión debida a Ibn al-Haytham (†1038), pensador árabe al que los latinos conocieron como Alhazen.15 Según prescribe esta teoría, la visión debe ser interpretada de acuerdo con un esquema triangular, según un formato de pirámide (pyramis) o cono (conus), que es el modo en que acontecen todas las otras acciones del mundo físico. En efecto, toda acción se realiza “mediante una pirámide, cuyo cono [i.e. la punta] está en el paciente y cuya base es la superficie del agente; así, el poder [virtus] pasa completo del agente al objeto paciente” (Bacon, OM v, vi.1; ed. Bridges 1897: ii.35).16 El oxoniense se figura un universo poblado por seres que intercambian recíprocos influjos cuyo rasgo esencial es una virtus, que brota del agente como de su fuente y recae, “enfocadamente”, sobre un punto determinado de quien la recibe (en el caso de la visión, la cosa es el principio activo).

Comprendida según este patrón triangular, la visión, así como toda percepción, resulta ejercida, paradójicamente, por un sujeto pasivo: a despecho de la gramática, “ver” implica pasividad en el vidente. De este solo se espera que reciba o se deje impactar por un haz de rayos que, luego de ser emitidos por lo visible, tienden a concentrarse en un único punto conforme atraviesan el espacio. Esta concepción tan física del acto de ver le permite a Bacon explicar estados cognitivos del observador a partir de características físico-geométricas del evento que causa la visión. Para decirlo más simplemente, discernir un objeto (percipere distincte rem ipsam) con suficiente grado de certeza (et certitudinaliter et sufficienter) son operaciones que dependen de cuán intensamente la cosa afecta al observador (Bacon, OM v, vi.1; ed. Bridges 1897: ii.35).

Si vemos algo adecuadamente, nuestra perspicacia visual no debemos atribuírsela al poder de nuestra atención sino a la contundencia de las especies (porque para Bacon los rayos lumínicos son las especies) que impactan en nuestro globo ocular. Y la contundencia de estos rayos depende, a su vez, de la posición geométrica ocupada por el objeto con respecto al sujeto, en lo cual cobra gran importancia la perpendicularidad. La pirámide –sostiene Bacon (OM v, vi.2; ed. Bridges 1897: ii.38)– está compuesta de muchos rayos (o especies) de intensidad desigual. Pero hay una especie/rayo más fuerte, que consigue preponderar sobre las otras y, por ende, hacerse ver, y es aquella que se desplaza por la perpendicular imaginaria trazada por el medio de la pirámide, desde la base (i.e., desde el objeto) hasta la punta del cono, que toca la córnea. En definitiva, cabe concluir que, a fuerza de geometría, la Perspectiva le aliena al observador la certeza de su percepción visual y se la adscribe a la fortissima intensidad del rayo/especie que marcha sobre la perpendicular del ojo.

La Perspectiva baconiana se representa la visión como el resultado de una causación física (Spruit 1994: i.151). Igual que la ymage de Pigmalión o el agua donde se refleja Narciso, las cosas están dotadas de una eficacia innata, de una virtus intrínseca, que se canaliza mediante la emanación de especies que, en el caso de la luz, se identifican con los rayos luminosos.

Toda cosa natural –sintetiza Bacon (OM v, vii.4; ed. Bridges 1897: ii.52)– cumplimenta su acción mediante su sola virtus y la especie, tal como el sol y los restantes astros, causan la generación y la corrupción de esas cosas mediante las virtutes que introducen en las cosas mundanas; y las cosas sublunares actúan de manera semejante, tal como el fuego, que mediante su virtus seca, consume y hace otras muchas cosas.

Se aprecia nítidamente cómo Bacon amplía la noción de species (Spruit 1994: 151), la cual no es un simple evento psíquico, una pura representación en el interior de la mente, sino la expansión de la eficacia de la cosa a través del espacio. Ver consiste en recibir unas especies (de hecho, este término latino es pariente del verbo spicere, que significa “ver”), pero recibirlas implica ser el paciente sobre el cual está siendo efectuada la virtus de un cuerpo. Todo ocurre como si los relatos del Roman (el poder de esos objetos visibles, la vulnerabilidad de los observadores) hubiesen sido traducidos a la dura jerga de la scientia naturalis.

En las primeras páginas del De multiplicatione specierum, Bacon compendia las variadas implicancias de su modelo óptico. Hay una equivocidad del término species, que se preocupa por despejar desde el comienzo. Cuando la Perspectiva o los filósofos naturales utilizan este término, no lo toman en el tradicional sentido estipulado por el neoplatónico Porfirio (el universal lógico que vale por la esencia de una determinada clase de seres). Por el contrario, “especie” designa “el primer efecto de cualquier ser que actúa naturalmente” (DMS 1; ed. Bridges 1897: ii.409),17 definición que evidencia la ya señalada ampliación de la noción de species. Las especies intervienen no solo en la visión sino siempre que un agente actúa: por medio de ellas se ejecuta la acción. No obstante, es en los fenómenos visuales y, sobre todo, en el estudio filosófico de la luz, donde mejor se puede apreciar su naturaleza. Nuevamente, la representación de la visión excede los intereses exclusivamente ópticos y funciona metonímicamente, como si en ella se apreciase cabalmente lo que ocurre siempre que un cuerpo ejerce su acción y otro la padece.

Lux y lumen son los dos términos de que dispone el latín para para referirse a la luz. Aunque se los suele traducir indistintamente por “luz”, no son sinónimos, y Bacon se preocupa por diferenciarlos cuidadosamente. Lumen designa la luz que se irradia por el espacio, y entra por una ventana o se filtra por un agujero; lux, en cambio, significa una cualidad inherente a ciertos cuerpos, los capaces de emitir luz (el sol, las estrellas, el fuego). Lumen es luz “en movimiento”, lux existe en el cuerpo luminoso; lux es la causa; lumen, el efecto, es decir, el nombre específico impuesto a la especie propia de los fenómenos lumínicos (DMS 1; ed. Bridges 1897: ii.409). En otras palabras, la óptica baconiana descompone el fenómeno lumínico en dos. Por un lado, la luz que vemos, es decir, la que nos afecta, que es rayo o especie lumínica; por otro, la luz como poder de producir luz, es decir, como la cualidad activa de los seres capaces de causar especies lumínicas.

Bacon atestigua que la literatura científica del s. xiii disponía de numerosos términos para aludir a la especie y explayar su naturaleza: semejanza, imagen, ídolo, fantasma, simulacro, intentio, sombra de los filósofos, poder, impresión y pasión (DMS 1; ed. Bridges 1897: ii.409-10). Luego de analizar las diferencias entre lux y lumen, el franciscano los compendia en un nutrido léxico que muestra valoraciones múltiples, e incluso contradictorias, acerca de la visión. Por un lado, la especie favorece la comunicación entre los seres, pero, al mismo tiempo, suscita el engaño: es semejanza e imagen porque se asemeja e imita al cuerpo que la genera,18 pero también es fantasma y simulacro porque penetra en lo más íntimo de nuestros sentidos y, durante el sueño, somos incapaces de discernirlas, nos engañamos y las confundimos con las cosas mismas.19 Incluso es denominada ídolo, nombre que recibe la especie en relación con los espejos:20 no es casual que en un mismo nombre se condense el poder elusivo del espejo y el pecado de quien adora divinidades falsas; la historia de Pigmalión reúne, como vimos, los dos motivos.

Y así como combina comunicación y engaño, la especie también implica poder y debilidad. De hecho, se la denomina virtus –poder–, y también impresión y pasión, porque, a través de ella, unos seres despliegan su actividad sobre otros aplicándoles sus improntas, tal como el sol, que ocasiona la generación y la corrupción en la materia mediante sus rayos. Pero, paradójicamente, el ser de los rayos solares y de las imágenes es débil, sobre todo si se lo compara con los sólidos cuerpos que los producen. A causa de esta levedad ontológica, la especie también es denominada intentio.21 Y los fenómenos visuales exhiben una naturaleza tan enigmáticamente dispar, que Bacon anota un último nombre: la especie también podemos denominarla sombra de los filósofos, porque “sólo filosofando poderosamente se conoce la naturaleza y la operación de esta sombra”.22

 

 

La inversión del cono visual

 

En 2004 se publicó un léxico filosófico plurilingüe de singular relevancia, el Vocabulaire européen des philosophies: Dictionnaire des intraduisibles, bajo la dirección de Barbara Cassin. Según se afirma en la entrada “Sujet” –preparada por la propia Cassin junto con Alain de Libera y Étienne Balibar– Olivi ocupa un puesto decisivo en la historia de la subjetividad occidental. Sostienen los estudiosos que, hasta el s. xiii, el medioevo dispuso de dos paradigmas antitéticos para pensar la subjetividad, uno de filiación aristotélica y otro de filiación agustiniana (volveré sobre este punto en la próxima sección). Olivi fue uno de los primeros pensadores tardomedievales en superar esta dicotomía. Y lo hizo sintetizando ambos paradigmas de un modo que resultaría decisivo para la subjetividad moderna, pues estableció que el saber humano debía reposar sobre el fundamento seguro del primado de la egología (Boulnois 1999: 174). Ahora bien, esta novedosa manera de concebir la subjetividad se manifiesta tangiblemente en sus críticas contra el paradigma óptico baconiano. En otras palabras, al elaborar su propia teoría de la visión, el teólogo provenzal no sólo desarrolló una alternativa al paradigma hegemónico de la óptica peripatética sino también un nuevo modo de concebir la subjetividad.

Según se ha señalado (Biernoff 2002: 100), el paradigma de percepción elaborado por Olivi difiere en puntos significativos respecto del baconiano; no obstante, comparte con él rasgos comunes producto de un terreno cultural común. Igual que Bacon, el maestro provenzal concibe la visión según un esquema cónico o piramidal, pero que marcha en sentido inverso.23 La visión también es producto de una fuerza, pero esta no brota del objeto visible en dirección al ojo, no resulta de una impronta promovida por el objeto a través del espacio, sino de un ejercicio de atención por parte del sujeto. La visión –así como todas las otras operaciones de la mente, sean cognitivas o apetitivas– es el resultado de una fuerza capaz de “extenderse” y “afilarse” progresivamente (de allí la figura piramidal) hasta alcanzar su objeto, aunque no de una manera física, sino interior e intencional, sin “salir” de la mente (QQS iii.63-4). En un texto de 1902 Henri Bergson sostuvo que el espíritu humano solo puede conquistar sus mayores bienes mediante la potencia creativa de un esfuerzo de atención (Bergson 2016: 70). Frente al peripatetismo, que explicaba la visión como el resultado de una mera recepción de especies, Olivi afirmó una opinión semejante a la de Bergson. Las operaciones superiores de un ser humano, aquellas que lo definen como tal, no se explican por meras afecciones ocasionadas por las cosas sino por un esfuerzo de atención por parte del sujeto, de una suerte de mirada atenta a la que Olivi denominó aspectus.24

Los hispanohablantes tenemos una palabra, el verbo “aguzar”, que proviene del lat. acutiare, y significa hacer que un objeto se vuelva acutus, es decir, afilado o agudo. Detalla María Moliner que este verbo, cuya primera acepción es “afilar”, también cuenta con un sentido cognitivo: aplicar la inteligencia, la atención, la vista, etc. “con intensidad para percibir con ellas lo más posible”. Como vimos, en la noética de Olivi encontramos una metáfora semejante –tomada por el franciscano de la Perspectiva, pero invertida– que consiste en describir el conocimiento como una fuerza que va ganando agudeza gracias a su esfuerzo y, de esta manera, consigue dar con su objeto y empaparse de él: la potencia cognitiva “se alarga dentro de sí misma y alargándose se afila, porque tiende agudamente a algo que se le presenta; pero a este modo de ser y de estar dispuesto [modum existendi et se habendi] lo llamamos su aspectus actual” (QQS iii.64).25 Sus mayores bienes, el espíritu no se los debe a unas especies recibidas “mecánicamente” sino a una peculiar disposición que le concierne en cuanto singular, a una particular disposición existencial. Si, como ilustran los relatos considerados más arriba, la sensibilidad es causa de sometimiento para muchos, este poder no es tanto un atributo natural de las imágenes, sino el resultado de una particular disposición existencial, especialmente descuidada o negligente, de algunos observadores.

El franciscano provenzal invierte (y también cabría decir subvierte) el cono visual. La base de este –el polo activo del proceso, de donde proviene la virtus– ya no reside en el objeto, sino en el diámetro del globo ocular, y su punta, en la pupila. Considerado anatómica y fisiológicamente, el ojo no es un órgano diseñado para la recepción de representaciones provenientes del exterior, sino para que el aspectus se arraigue firmemente y, al mismo tiempo, se mueva libremente dentro de él.

 

La esfericidad del ojo contribuye a que el aspectus tenga un mayor alcance y a que esté más regularmente adunado. En efecto, es preciso que la punta del aspectus visual se aguce y se alargue piramidalmente para penetrar agudamente <en su objeto> y ver<lo> fijamente. Y la superficie semicircular del ojo –en cuyo centro está la pupila– le sirve al aspectus a tal fin a causa de su proporción. En efecto, en la base interior de la superficie del ojo –es decir, en el diámetro que toca los extremos de esta <última>– está como la base de este aspectus, y en la pupila está como el extremo de su punta. Porque es preciso que también el aspectus esté arraigadamente fijo, recogido, apacible, brillante y transparente, y que pueda moverse muy rápidamente, y que pueda ver muchas cosas fácilmente, y que sea generador o bien (para decirlo enfáticamente) que pueda embeberse de sus objetos. Por todo esto, fue preciso que el ojo estuviese constituido por elementos fijos, sólidos, apacibles y transparentes, capaces de moverse fácilmente e idóneos para recibir los objetos. Por ello, en el interior del ojo está el humor glacial (es decir, semejante al hielo) a fin de que, con su apacibilidad, su movilidad y su receptividad húmeda, contribuya a la apacibilidad y a la movilidad del aspectus visual, y a que este reciba rápidamente las visiones actuales y, en cierto modo, los objetos mismos. (QQS iii.96)

 

Hay una fuerza esencial a la visión, un aspectus que le es inherente. La fisiología del ojo tiene la función de moldearlo, proporcionándole una base y adunando sus “rayos”, hasta conseguir que se afile adecuadamente. Por supuesto que Olivi no renuncia a decir que el objeto es recibido por el ojo, e incluso que la receptividad (passibili) es una de sus características. Sin embargo, se trata de concesiones de lenguaje y sería erróneo inferir una posición teórica a partir de ellas. Si el ojo es pasible, se debe, sobre todo, a un poder del aspectus por el cual la visión se embebe a sí misma en el objeto, es decir, lo establece como terminus de su propia actividad. Dicho de otra manera, es cierto que, viendo, recibimos el objeto, pero esto no quiere decir que algo de este se nos infiltre por los ojos, sino que hay un primado del observador en virtud del cual la cosa es instaurada en la condición de objeto observado. En términos de C. Martínez Ruiz, la cosa asume un rol en el proceso cognoscitivo “solo en la medida en que objetiva la conversión de la potencia cognitiva” (2014: 153).

Que la visión no sea un acto efectuado por el objeto, que este último no afecte realmente al observador y más bien funcione como término de la visión, son tesis que Olivi no solo enunció sino también desarrolló en detalle. Como en otras ocasiones, su rival fue la física aristotélica, que explicaba este punto aplicando el principio de causalidad (o por lo menos eso creyó Olivi). Es sabido que la tradición aristotélica desglosa la noción de causa en cuatro variantes: causa formal, material, eficiente y final. Según Olivi, tanto la Perspectiva como los aristotélicos cometían en general la misma equivocación –una suerte de grave error epistemológico: equiparar la visión a cualquier otro fenómeno físico y explicarla adjudicándole una causa eficiente. Así como el fuego calienta el agua transmitiéndole la cualidad del calor, las cosas vistas producirían actos de visión introduciendo sus especies cognitivas en los observadores. Contra esto argumenta Olivi:

 

Por el mero hecho de determinar el aspectus [...], el objeto no tiene, a secas y propiamente, la razón de <causa> eficiente. Pues el término formal del aspectus no es una esencia que difiera realmente de este, ni es algo introducido por el objeto o sacado de él; es solamente término del aspectus y del acto cognitivo. Con todo, es posible que <el objeto> se cuente entre las causas eficientes en sentido amplio; <esto es así> porque, en cuanto término o determinador <del aspectus y del acto cognitivo>, el objeto no implica la noción de paciente, posible o potencial, sino más bien la noción de acto y de ente actual. Y además porque el poder activo de la potencia cognoscitiva, a fin de producir el acto cognoscitivo, necesita tan necesariamente de este término y de su determinación como si este término introdujera algo en la potencia cognoscitiva o en su acto. (QQS iii.10)

 

En la base del aristotelismo (por lo menos, como lo entendía Olivi) opera la disyuntiva activo/pasivo, y según ella, si la cosa visible desempeña una función en el acto de visión, se siguen forzosamente dos consecuencias: que la cosa es la causa eficiente activa de la visión y que el observador desempeña un rol pasivo. Olivi discrepa precisamente en este punto. La visión, así como los otros actos cognitivos, no cae bajo las mismas leyes que los fenómenos físicos, por ello las teorías de los aristotélicos o de la Perspectiva son tan groseramente torpes. Ver algo (captarlo, aprehenderlo) no es el resultado de que una “astilla” de las cosas se infiltre en el observador y se adhiera epidérmicamente a él. Ver, captar o aprehender son operaciones muchísimo más sofisticadas, que implican una íntima compenetración con lo observado. Por eso, Olivi insiste en que el “término formal” del aspectus, es decir, aquello sobre lo que recae ese acto, no es una esencia que difiera de él ni algo que haya sido introducido por el objeto. El término del aspectus difiere realmente de este, pero no como difieren dos cosas distintas (ut res a re, es decir, con una distinción real mayor) sino con una distinción simplemente formal, pero real, porque el término es un modus del aspectus y no una res distinta de este.26

Como ya hemos podido apreciar, el estilo filosófico oliviano abunda en metáforas, rasgo atípico para un pensador escolástico. La íntima compenetración del observador con lo observado, el franciscano provenzal la expone recurriendo a la metáfora de la imbibición. El observador no se une con su objeto superficialmente, manteniendo la alteridad de una especie que se añade desde fuera, sino que “se embebe de él por dentro, intencionalmente” (QSS iii.35). Reparemos en la potencia de esta metáfora: el conocimiento consiste en una compenetración tan íntima que la pareja sustancia/accidente es inútil, por demasiado grosera, para explicarla. Y Olivi opta por un ejemplo: imaginemos que dos rayos de luz atraviesan sendos vasos de cristal, uno esférico y el otro cúbico; se proyectarán inmediatamente dos siluetas, una circular y la otra cuadrada; ahora bien, sería ridículo exagerar la diferencia entre estos haces de luz y las siluetas que adquieren al atravesar los vasos, pues estas siluetas los configuran intrínsecamente. “De modo semejante la potencia cognitiva genera un acto cognitivo embebiéndolo informativamente del objeto, con una tendencia <hacia él> grabada en las entrañas <del acto>” (QSS iii.36).

 

 

El sujeto, agente de la visión

 

El modo en que Olivi se representa la visión acuerda hasta cierto punto con los relatos del Roman de la Rose y con las teorizaciones de la Perspectiva. Todo acto de ver acarrea para el observador una dependencia que, al menos en ciertas ocasiones, puede ser muy pronunciada. De hecho, este es el mensaje que se cifra en la alegoría de Sansón elaborada por el propio Olivi: muchos hombres, quizás la mayoría, son sojuzgados por su sensibilidad, cuyo poder se asemeja a las siete cuerdas húmedas con que Dalila intentó capturar al juez israelita. Sin embargo, la teoría oliviana discrepa de sus interlocutores en un punto fundamental. El hombre no es sojuzgado a secas por su sensibilidad, más bien se deja sojuzgar por ella; lo que incrementa el poder de lo visible es el descuido del observador, que se entrega incautamente a los objetos, que se permite perderse en ellos. Si las cosas solo determinan la visión, si no llegan a afectarla al punto de convertirse en causa eficiente, se debe a que hay un cierto poder que siempre queda inadmisiblemente en manos del observador. De aquí la peculiar importancia que Olivi le reconoce al adormecimiento de Sansón, episodio que se convierte en el emblema del descuido negligente para con lo sensible:

 

Y si te descuidás, y te permitís una somnolencia mayor, te rasurarán las cabelleras sagradas, y perderás la fortaleza espiritual, y te cegarán esos ojos con que despreciabas las cosas malas de abajo y preferías las cosas buenas de arriba. Porque, en ese estado, lo sumo bueno-bello es estimado feo y amargo, y lo malo y abominable resulta dulce y agradable. Y, a fin de obtener esto último, el hombre, desgraciado, hace girar ininterrumpidamente una como piedra de molino de preocupación e inquietud, incesante, muy angustiosa y pesada, tal como hizo Sansón con su propio cuerpo. (QQS ii.636)

 

A juzgar por las nefastas consecuencias de la negligentia para con las imágenes, el tema de la visión entraña para Olivi mucho más que una teoría óptica. Cabe preguntarse, por tanto, qué es lo que pone en cuestión verdaderamente la concepción oliviana sobre la visión, cuál es su problema de fondo. Ahora bien, lo que se halla en cuestión en este debate no es otra cosa que una incipiente pero novedosa concepción de subjetividad. Si debe ser invertido el cono visual de la Perspectiva, si el polo activo de la visión no es el objeto sino el aspectus del observador, si la cosa vista no cuenta como causa eficiente del ver sino como una simple determinación de este, se debe a que todo el saber del hombre, toda su experiencia del mundo, se asienta, según Olivi, sobre la íntima e incontestable experiencia de la primacía del propio yo. Los relatos de Narciso y Pigmalión, así como la lectura alegórica de la ruina de Sansón, al insistir en el poder de las imágenes, solo describen una situación de hecho: la existencia postrada a la que demasiado a menudo se abandonan los hombres. No obstante, la filosofía sobre el hombre que profesaba Olivi sostuvo una verdad fundamental, que fue el “primado de la egología” (Boulnois 1999: 174).

El ejercicio de la introspección proporciona, según Olivi, evidencias de un valor filosófico incontestable, mucho más confiables que las escuálidas conclusiones de la filosofía natural peripatética. La naturaleza del alma no se expresa primordialmente en categorías conceptuales, sino que debemos experimentarla introspectivamente, en primera persona. De aquí que el franciscano invite a sus lectores a ejecutar un intimum experimentum nostrae naturae (QQS ii.121): por ejemplo, examinando la naturaleza de la imaginación, presenta un cierto argumento como el más fuerte de todos los expuestos “porque lo podemos comprobar mediante una experiencia interior y asidua” (QQS ii.600). El valor fundacional otorgado a la experiencia subjetiva por el maestro provenzal constituye uno de los rasgos distintivos de su proyecto intelectual (Piron 2007: 1). Por tanto, si en vez de repetir las conclusiones de la Perspectiva, piensa Olivi, nos atenemos a nuestra intima et continua experientia, “sentimos que nuestros actos de conocimiento se hacen y provienen desde lo más interior de nuestras potencias y que, a través de estos actos, captamos activamente y tenemos en cierto modo los objetos mismos” (QQS iii.124). Dicho de otra manera, aunque a menudo nos dejemos dominar por las cosas y por el poder con que estas nos afectan, una atenta inspección de nuestro interior nos muestra que esto podría ocurrir de otra manera; nos demuestra, en definitiva, que estamos dotados del poder que resulta de ser sujeto de los propios actos.

Más arriba se aludió a los dos paradigmas que a los medievales del s. xiii les permitieron pensar eso que nosotros denominamos subjetividad. Según el primero de estos paradigmas, el aristotélico, el yo –o mejor dicho el alma– merecía ser llamado subiectum por ser sustrato de sus operaciones, es decir, por ser a ellas lo que una sustancia es a sus accidentes. Sustentándolas, el alma les da el ser a sus operaciones, pero, al mismo tiempo, se diferencia realmente de ellas, pues un accidente jamás puede identificarse con la esencia que lo mantiene (se trata de la posición, por ejemplo, de Tomás de Aquino). En cambio, Agustín, el creador del otro paradigma, aunque estaba familiarizado con la noción aristotélica de hypokeímenon (Cassin, Balibar y Libera 2013: 1076), renunció a aplicarle la dupla subiectum-accidentes, tanto al yo, como a la Trinidad. En efecto, aunque los accidentes dejen de existir, a pesar de ello la sustancia se mantiene –un cuerpo, por ejemplo, pierde un color y adquiere otro–; sin embargo, es imposible que la Trinidad y el alma pierdan sus atributos o sus operaciones, pues el Padre, el Hijo y el Espíritu implican la Trinidad y se implican mutuamente, y otro tanto ocurre con la memoria, el intelecto y la voluntad respecto de la mente humana. El alma, así como la Trinidad, es de una ontología tan simple, que sus potencias son inmanentes las unas a las otras y, por ende, inseparables; se trata de la doctrina trinitaria de la circumincessio o perichóresis aplicada al alma humana.27

Según los autores de la entrada “Sujet” (Cassin, Balibar y De Libera 2013: 1077-8), Olivi amalgama ambos paradigmas: admite hablar del alma en términos de subiectum pero establece que el yo se intuye primeramente a sí mismo en cada una de sus operaciones; en otras palabras, toma del paradigma agustiniano la simplicitas del alma (el alma es tan simple que, primeramente, siempre se intuye a sí misma) y la traduce a la lógica del subiectum aristotélico. Hacia fines de 1282 el franciscano redactó un breve documento –la Impugnatio quorundam articulorum Arnaldi Gallardi– a fin de defenderse contra unas acusaciones que pesaban sobre él y ponían en duda la ortodoxia de su pensamiento. Se trataba de un texto corto, aparentemente insignificante, que, sin embargo, fue promovido por la crítica reciente “al rango de texto mayor de la historia de la filosofía occidental” (Piron 2006).

Hasta qué punto el pensamiento depende de la sensibilidad, fue el tópico de la disputa entre Olivi y Gaillard, o para formular el problema en términos escolásticos, si la ciencia que el hombre ejerce en esta vida (dado que los teólogos medievales admitían que hay una ciencia post mortem, practicada por las almas separadas de sus cuerpos) depende, completa e inexorablemente, de las imágenes de la sensibilidad (mediante fantasmate). Y Olivi se resistió a sobrevalorar las imágenes, tal como hacían los aristotélicos. Aunque dependamos de ellas para conocer la realidad sensible, exterior a nuestra mente, todo saber humano, argumentó el franciscano, comprende una noticia de otro tipo, anterior y más importante, que es el conocimiento que cada individuo tiene de sí mismo. El conocimiento del mundo, le reprochó a Gaillard, está necesariamente precedido por una intuición (confusa) del yo, que lo excede, lo comprende y lo sostiene.

 

Nadie puede estar absolutamente cierto de algo a menos que sepa que lo sabe, es decir, a menos que sepa que es él mismo el que lo sabe; y esta certeza sobre el existente singular [suppositum] se da irrestrictamente en toda aprehensión de nuestros actos; en efecto, solo aprehendo mis actos –por ejemplo, actos de ver, de hablar, etc.– cuando aprehendo que yo veo, oigo, reflexiono, etc.; y en esta aprehensión <del propio operar>, la aprehensión del existente singular mismo parece preceder por orden natural. (Piron 2006: §11)

 

En realidad, Olivi fue todavía más lejos, porque sostuvo que esta primacía del yo se manifestaba incluso en el discurso. Si al enunciar lingüísticamente lo que Russell denominaba “actitudes proposicionales”, acostumbramos anteponer un pronombre personal al verbo, no se debe a motivos “meramente gramaticales” sino a que el lenguaje mismo, en su estructura, revela la primacía natural del existente singular respecto de sus actos.

 

Por eso, cuando queremos anunciarles esto a otros [sc. nuestros actos de ver, oír, reflexionar, etc.], anteponemos el existente singular, pues decimos “yo pienso esto” o “yo veo esto”, etc.; sin duda, según un orden natural, el sujeto se aprehende antes que el predicado atribuido a él en cuanto tal; y nuestros actos los aprehendemos solamente como predicados nuestros, es decir, como atribuidos a nosotros. (Piron 2006: §11)

 

La anterioridad del sujeto gramatical manifiesta la anterioridad ontológica del yo y, a su vez, esta anterioridad ontológica se concreta en la certeza inmediata de la propia existencia (no sabe algo con certeza absoluta quien no se sabe saberlo). Se fortalece esa alianza entre gramática y metafísica de la que, siglos más tarde, se lamentaría Nietzsche al decir que era imposible librarse de Dios si se continuaba creyendo en la gramática (1973: 49). En otras palabras, ese sujeto, que antes era comprendido “aristotélicamente” como sustrato de accidentes y/o de atributos gramaticales, se convierte en sujeto de la experiencia de la certeza de sí. Se trata de un paso decisivo, dado por el medioevo tardío y constatable en Olivi, en vista de la subjetividad moderna.28

Por tanto, según Olivi, no hay un único modo de ejercer la visión sino dos. El primer modo –denominémosla “visión carnal”, siguiendo a S. Biernoff (2002: 15 ss.)– está representado narrativamente por los relatos de Narciso y Pigmalión y por la lectura alegórica del mito de Sansón, y tiene lugar siempre que el observador se abandona negligentemente a los estímulos visuales de las cosas, que terminan por apoderarse de él y despojarlo de su racionalidad (como vimos, este estado ruinoso es representado por el Roman como amor, locura y, en definitiva, muerte; y por la alegoría oliviana como el cegamiento y la esclavización de Sansón). Pero Olivi elabora una manera alternativa de ver, un modo verdaderamente racional –i.e., humano– de ejercer la visión. El verdadero acto de ver no se realiza abriendo simplemente los ojos y dejándose estimular por las cosas, sino integrando la visión a la actividad consciente de un sujeto que se sabe a sí mismo, sabe el acto de visión que ejerce y el objeto visual que alcanza. En un texto oportunamente destacado y detalladamente estudiado por S. Brower-Toland (2013: 149), Olivi sostiene que cuando “sé que sé” o “quiero querer” (scio me scire, volo me amare) el sujeto no produce dos actos sino un único acto complejo que contiene en sí otros actos. Concretamente, “[i] el acto por el cual me sé a mí mismo, [ii] el acto por el cual me sé saber el sol y [iii] el acto por el cual sé que yo soy el existente singular [suppositum] de ese acto” (QSS iii.165) no son tres actos distintos sino un único acto complejo. En suma, hay un nuevo tipo de visión, exento de los defectos de la visión carnal; se trata del acto de ver que se injerta armoniosamente en la compleja estructura egológica de la subjetividad diseñada por Olivi.

 

 

Algunas consideraciones finales, a modo de conclusión

 

1) A pesar de la disparidad de las fuentes analizadas, las tres representaciones de la visión analizadas exhiben una cierta continuidad, lo cual vale incluso para los relatos del Roman, el texto más dispar de los tres. En estos, lo mismo que en Olivi, la visión suscita dos actitudes opuestas: por un lado, se deja sentir una fascinación por la mirada y los espejos, por cómo estos expanden el alcance de la percepción, por cómo le revelan al sujeto la diversidad de cosas que pueblan el universo; pero por otro lado, hay una incesante advertencia sobre el poder cautivador de las imágenes y sobre los peligros que estas conllevan. Con todo, la conciencia de este peligro es más fuerte en el teólogo Olivi, siempre propenso a exacerbar el ascetismo. Es este rigorismo el que lo lleva a comparar la sensibilidad con las amarras de Sansón, alegoría que muestra claras trazas de la “ideología anticorporal” fomentada en el Medioevo latino a partir del s. xiii (Le Goff 2005: 45). En definitiva, a menos que sea transformada por la gracia divina y puesta al servicio de la mens, la sensibilidad en general, y específicamente la visión, constituyen un peligro verdaderamente mortal para el hombre.

2) Hasta cierto punto, la óptica baconiana está de acuerdo con las otras fuentes acerca del poder de las cosas, elabora una suerte de “traducción geométrica” del acto de ver en la cual el observador juega un rol pasivo. Que la visión consista en ser objeto de una acción efectuada por las cosas, más que en efectuar una acción sobre ellas, se debe a que Bacon se figura el universo como un entramado de relaciones forzosamente causales; por tanto, si la cosa determina el sentido de la vista, de ello se sigue necesariamente que su rol es el activo, i.e. el rol de causa (de aquí que Olivi se esfuerce en desactivar esta inferencia introduciendo la noción de terminus). Esta vigencia universal del principio de causalidad se aprecia con total claridad en dos tesis decisivas. Por un lado, adhiriendo a una posición ya sostenida por Alhazen (Lindberg 1976: 85), Bacon reduce la certeza perceptiva a simple efecto del rayo que incide perpendicularmente sobre el ojo, y por otro lado, equipara drásticamente la especie visual con un efecto causalmente producido por la cosa en el observador.

3) Ante este panorama, Olivi opta por teorizar la visión de dos maneras alternativas. Como dijimos, está la visión que, junto al resto de la sensibilidad, se asimila a una amarra que somete al observador. Sin embargo, hay un otro paradigma según el cual el observador es el verdadero agente de la visión, su única causa. Este modelo alternativo se centra sobre el aspectus, noción determinante de la psicología oliviana que el franciscano define como “un modo de ser”, como una “manera de estar dispuesto” que consiste en un esfuerzo de atención de parte del observador en pos de alcanzar las cosas. Este “modo de ser” de la sensibilidad se concreta en la inversión de la pirámide baconiana; que el cono visual aguce su punta deviene metáfora del afán que el sujeto pone en alcanzar su objeto. Por tanto, la noción de aspectus desempeña un papel fundamental, porque en ella la visión logra “redimirse”, es decir, articularse con los intereses de la racionalidad y supeditarse a los designios de la mens. Por medio del aspectus Jasón se libera de sus amarras; el observador se apropia de su visión; deja de ser sustrato pasivo y se convierte en sujeto activo.

4) Los estudiosos coinciden en advertir una novedosa noción de sujeto en la antropología oliviana. La novedad consiste, según Alain de Libera, en sintetizar los dos paradigmas de subjetividad anteriores, uno aristotélico y otro agustiniano. A diferencia de Agustín –y condescendiendo con un uso peripatético–, Olivi admite hablar de subiectum; sin embargo, al mismo tiempo, le reconoce a la mens una simplicidad tan radical, que termina concluyendo lo siguiente: antes de cualquier acto cognitivo o volitivo, la mente –i.e. el yo– se intuye a sí misma y a sus propias operaciones. De ese acto brota una certitudo infallibilis (Piron 2006: §10) que es, en definitiva, la que convierte a la sensibilidad en una potencia confiable, verdaderamente humana.

 

 

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1 Pedro de Juan Olivi nació alrededor del 1248 (Occitania), ingresó a la Orden Franciscana aproximadamente a los 12 años, se formó en París y desarrolló su actividad en diversos studia franciscanos, fue perseguido por la jerarquía de su propia orden por defender una interpretación estricta de la pobreza franciscana. Murió en 1298. Para una biografía detallada de Olivi véase Martínez Ruiz (2005).

2 “Pudo verse así, en el agua pura,/ su rostro perfecto, su nariz, su boca,/ de todo lo cual quedó atónito [s’esbahi],/ porque su sombra [ses ombres] lo había traicionado” (vv.1483-6). “Entonces pudo vengarse Amor/ de tanto desprecio, de tanto desdén/ que había empleado Narciso con él;/ y fue bien recompensado/ pues <Narciso> se miró tanto en la fuente/ que se enamoró de su sombra [son ombre]” (vv.1489-94). La traducción de las citas del Roman de la rose las tomo, adaptadas, de Victorio (1998) y Liborio (2014).

3 “Estos son cristales de gran maravilla,/ y tienen tal fuerza, que todo el lugar,/ árboles y flores y cuanto rodea/ al jardín aquel, se refleja en ellos./ Y para haceros entender el asunto,/ lo mejor será poner un ejemplo:/ tal como el espejo muestra / las cosas que le están enfrentadas/ y en él se las ve sin disimulación/ tanto en su color como en su figura,/ así sucedía –podéis creerme– /con esos cristales, pues sin engaño/ mostraban todo aquel jardín/ a quien quisiera contemplar esas aguas” (vv. 1547-60)

4 “Este es el peligroso/ donde Narciso el orgulloso/ contempló su cara y sus ojos verdes/ y en donde cayó, perdiendo la vida./ Quien se mira en este espejo/ no puede tener la seguridad/ de no ver con sus ojos una cosa tal/ que lo ponga en el camino del amor./ A muchos grandes hombres los envió a la muerte/ este espejo, porque hasta los más sabios,/ los más expertos, los más corteses,/ son rápidamente llevados y capturados” (vv. 1571-82). Es frecuente –detalla Frontisi-Ducroux (1999: 153)– que a los espejos acuáticos se les atribuya un poder maléfico mayor que el de los espejos producidos por mano humana.

5 Las conclusiones alcanzadas aquí acerca del poder y efecto de las imágenes se adecuan bastante a las ilustraciones que ornamentan los antiguos manuscritos del poema. Para un estudio de estas ilustraciones debe consultarse el ineludible estudio de Giorgio Agamben, donde el pensador italiano se propone “reconstruir la fantasmatología medieval” (1995: 99 ss.).

6 En Pasnau y Toivanen (2013) puede encontrarse un resumen de las doctrinas filosóficas de Olivi, aunque cribado por el canon temático de la filosofía anglosajona.

7 Remito a las Quaestiones in secundum librum Sententiarum –editadas por el jesuita Bernardus Jansen (1922)– bajo la sigla “QSS”; y añado, en romanos, el número de volumen y, en arábigos, el número de página; aclaro, por otra parte, que todas las traducciones de este trabajo son de mi autoría.

8 “Quedó completamente atónito en sí mismo/ Pigmalión cuando la miró [sc. a la imagen];/ pero al contemplarla no se daba cuenta/ de que en sus redes Amor lo enlaza/ tan fuerte que él no sabe lo que hace” (vv. 20.836-40).

9 “Pero su corazón no tiene descanso/ pues Amor le quitó el sentido” (vv. 20.923-24); el estado de Pigmalión es comparado a la locura en varias ocasiones, vv. 20.868, 20.873, 20.875.

10 Véase, por ejemplo, Confesiones x.8 (Piemonte 2006: 265).

11 Para una visión de conjunto sobre lo que las concepciones antropológicas del medioevo tardío conocieron bajo el nombre de “Sentidos internos” consúltese Kärkkäinen (2011).

12 Según ha señalado Silvia Magnavacca (2005: s.v.), el término aspectus adquiere una importancia particular y específica en Agustín, que designa con el momento cuando la indagación racional culmina y el cognoscente consigue captar una determinada noción.

13 El término aspectus, tecnicismo fundamental de la filosofía oliviana, optaré por no traducirlo. Al respecto cabe tener en cuenta las acertadas advertencias de Juhanna Toivanen (2013: 157) sobre su “intraducibilidad”.

14 Sobre este punto de la noética oliviana se ha escrito mucho. Cfr., por ejemplo, Pasnau (1997: 168 ss., 271 ss.), Perler (2003: 49 ss.) y Panaccio (2010: 346 ss.).

15 Para un resumen de los avatares históricos y de los aportes científicos de la Perspectiva de Alhazen, véase Lindberg (2002: 390 ss.).

16 Las obras de Roger Bacon las citaré según las siguientes abreviaturas: OM = Opus maius, DMS = De multiplicatione specierum. En ambos casos, remitiré a la edición de John Bridges (1897), indicando el número de volumen en romanos y el de página en arábigos.

17 “Species autem non sumitur hic pro quanto universali apud Porphyrium, sed transumitur hoc nomen ad designandum primum effectum cuiuslibet agentis naturaliter”.

18 “Dicitur autem similitudo et imago respectu generantis eam cui assimilatur et quod imitatur”.

19 “Dicitur phantasma et simulacrum in apparitionibus somniorum, quia istae species penetrant sensus usque ad partes animae interiores et apparent in somniis tanquam res quarum sunt, quia eis assimilantur; et anima non est ita potens judicare in somnis sicut in vigilia, et ideo decipitur, aestimans species esse ipsas res quarum sunt propter similitudinem”.

20 “Dicitur vero idolum respectu speculorum; sic enim multum utimur”.

21 “Intentio vocatur in usu vulgi naturalium propter debilitatem sui esse respectu rei, dicentis quod non est vere res, sed magis intentio rei, id est, similitudo”.

22 “Umbra philosophorum vocatur, quia non est bene sensibilis nisi in casu duplici dicto, scilicet de radio cadente per fenestram, et de specie fortiter colorati, et dicitur esse philosophorum, quia soli potenter philosophantes cognoscunt istius umbrae naturam et operationem, ut ex hoc tractatu clarescet”.

23 D. Denery (2005: 123) ha destacado que Bacon y Olivi coinciden en afirmar que tanto los sentidos como el intelecto perciben directamente la cosa visible singular (a diferencia, por ejemplo, de Tomás de Aquino, para quien la cosa singular sólo puede ser alcanzada indirectamente por el intelecto); se trata de una coincidencia de suma importancia –que ejercerá una influencia decisiva en el pensamiento tardomedieval– pero que aquí no podremos analizar en detalle.

24 Así como aquí asemejamos la postura de Olivi a la de Bergson, Dominik Perler la opone al “naturalismo epistemológico” de W. van O. Quine, para quien la intencionalidad cognoscitiva debe ser desmitificada mediante una explicación causal. Si Olivi hubiese conocido este método “naturalista”, cree acertadamente Perler (2003: 68), lo habría rechazado: un análisis puramente causal de nuestros estados intencionales se desentiende de la atención activa del sujeto, por lo cual le habría resultado insuficiente.

25 El aspectus, según François-Xavier Putallaz, es “una suerte de dilatación de una facultad que, siendo virtual en su origen, se lanza de alguna manera hacia su objeto” (1991: 112).

26 Desde fines del s. xiii, los pensadores escolásticos indagaron qué grados intermedios podían darse entre una distinción absolutamente real (dos cosas distintas) y una distinción meramente lógica, es decir, operada íntegramente por la razón. Estas indagaciones se sustanciaron en diversas teorías, una de las cuales, la de Juan Duns Escoto, sostuvo la posibilidad de una distinción real (no meramente lógica), pero que no fuese entre cosas, sino entre una cosa y un modo suyo, distinción a la cual denominó “formal”. Aunque se trate de un concepto posterior a Olivi, lo retomo porque creo que representa adecuadamente el sutil matiz oliviano (de hecho, hay una quaestioQQS i.135-7– donde el franciscano defiende la dificultosa tesis de que en un ente se dan rationes que, aunque son realmente diversas, no son “otra cosa” respecto del ente). Para una sinopsis de las teorías escolásticas sobre las distinciones, puede consultarse Beuchot (1994); y para una sustanciosa reconsideración de la cuestión a partir de la filosofía contemporánea, véase Agamben (2017).

27 Agustín argumenta en De Trinitate vii.5.10 que solo de los cuerpos –y en ningún caso de Dios– puede predicarse el ser sustancia, “es impiedad [nefas] –concluye– decir que Dios subsiste y es sujeto de su bondad”.

28 A propósito de la “modernidad” de Olivi, Peter Nickl llega a decir que la tesis contenida en el último texto citado “evoca el ‘cogito’ cartesiano, y el ‘yo pienso’ kantiano, el cual debe ‘poder acompañar todas mis representaciones’” (2010: 363).