Sentencias arbitrales de María de Molina, entre la política y el derecho

 

María de Molina’s Arbitrations, between Politics and Law

 

 

 

Laura Carbó

Fundación para la Historia de España - Grupo de Investigación y Estudios Medievales (GIEM- UNMdP) - Centro de Estudios e Investigaciones de las Culturas Antigua y Medieval (CEICAM-UNS), Argentina

lauramcarbo@yahoo.com.ar

 

 

Resumen

Tenemos noticias de sentencias arbitrales pronunciadas por la reina María de Molina en torno al conflicto que involucró al obispado de Coria con la Orden de Alcántara en los albores del siglo XIV. La presente investigación analiza un dictamen de 1301 incluido por José Luis Martín (dir.) en la publicación de la Documentación medieval de la Iglesia Catedral de Coria (Salamanca, 1989). El primer objetivo es describir la sentencia como documento notarial. Subrayaremos que las Partidas fijan las leyes invocadas en diferentes arbitrajes. Así, proveen los procedimientos institucionales para los procesos privados. El segundo objetivo es estudiar en detalle la sentencia que estipula los pormenores del acuerdo, con la participación de los propios interesados, representantes del sector nobiliario eclesiástico en colaboración con la burocracia real, en este caso, con el firme liderazgo de la reina arbitradora. Habiendo estudiado procesos arbitrales en los sectores nobiliarios y concejiles, la hipótesis es que el arbitraje se consideraba un método de resolución de disputas expeditivo y eficaz, también, para el sector eclesiástico. Este proceso contaría con el auspicio permanente de la monarquía, con un afán siempre renovado por resolver las controversias que conmocionaban a la sociedad en su conjunto y restaban gobernabilidad en medio de la turbulencia política, institucional y territorial.

 

Palabras clave: Arbitraje - María de Molina - Obispado de Coria - Orden de Alcántara

 

 

Summary

We are acquainted with Queen María de Molina’s arbitration in the conflict between the Diocese of Coria and the Order of Alcántara at the beginning of the 14th century. This research analyses an arbitration award of 1301 included in José Luis Martín’s edition of the Documentación medieval de la Iglesia Catedral de Coria (Salamanca, 1989). Our first objective is to describe the award as a notarial document. We will highlight that the Partidas set forth the laws that were later invoked in arbitrations, thus providing institutional procedures for private prosecutions. The second objective is to analyse in detail the arbitration award itself. Conditions of an agreement were specified together with the description of all parties involved, which included the representation of ecclesiastical nobility in collaboration with monarchy and, in this case, the Queen’s firm arbitration leadership. This paper’s hypothesis is based on our previous studies regarding cases of arbitration among nobility and councils. We argue that arbitration was considered to be an easy-going, efficient method to solve conflicts, including among the clergy. Monarchy would permanently endorse this procedure, due to an everlasting ambition to solve those controversial cases which disturbed society in its whole and that undermined governance in the midst of political, institutional and territorial disputes.

 

Keywords: Arbitration - María de Molina - Diocese of Coria - Order of Alcántara

 

Recibido: 09/03/2018

Aceptado: 18/04/2018

 

 

 

En trabajos anteriores he investigado el rol de la mujer medieval en los procesos de mediación para la resolución de disputas. También he abordado el tema de los arbitrajes medievales en el ámbito castellano de la Baja Edad Media.1 Pero la conjunción del protagonismo femenino en los procesos de resolución y el arbitraje es un campo de estudio relativamente nuevo para el escenario medieval. Inspirada en el excelente trabajo de Carmen García Herrero (2015) para el seguimiento de María de Castilla, reina de Aragón, mediadora y árbitro en diferentes circunstancias, propongo el análisis de sentencias libradas por María, reina de Castilla y León y señora de Molina en los albores del siglo XIV.

En la edición dirigida por José Luis Martín de la Documentación medieval de la Iglesia Catedral de Coria (Salamanca, 1989), tenemos noticia de varias sentencias pronunciadas por la reina María y dos de ellas giran en torno a los conflictos que involucraron al obispado de Coria con la Orden de Alcántara. En el contexto de repoblación y configuración jurisdiccional se habían producido durante el siglo XIII numerosos conflictos entre el obispado y las órdenes militares. Los motivos principales de la competencia eran la captación de tierras y rentas. La lucha por el diezmo parece haber constituido la principal causa de los numerosos pleitos que se suscitaron desde los primeros tiempos de la repoblación.

El asentamiento estable de los cristianos en Transierra occidental (nuestra actual Extremadura), cuya ocupación resultaba necesaria para consolidar su dominio definitivo sobre la meseta meridional, comienza con la conquista de Coria por Alfonso VII (1143), lo que determina los primeros establecimientos cristianos en el Valle del Alagón, fundándose en la dicha ciudad de Coria una sede episcopal, con su consiguiente circunscripción diocesana, que la constituía en centro preferente comarcal y cuyo concejo recibió el adecuado fuero que era habitual en las nuevas poblaciones cristianas (de Moxó, 1979: 251)

 

 

 

https://www.turismonorteextremadura.es/comarcas

 

En las fases de asentamiento (Casillas Antúnez, 2008),2 observamos iglesias y parroquias instaladas en estas tierras de frontera a partir de 1142 (de la Montaña Conchiña, 1998); siguen los tempranos establecimientos de la Orden del Temple en 1168 (Clemente Ramos et al, 2006), de la Orden de Santiago en 1170 y de la Orden de Alcántara en 1176 (de la Montaña Conchiña, 1995).

Luis Corral Val (1998) realiza un minucioso relevamiento de las complicadas relaciones alcantarino-caurienses en el capítulo 10.2 de su tesis “La Orden de Alcántara: organización institucional y vida religiosa en la Edad Media”. Según el autor, las dos partes en conflicto tenían conciencia de defender unos derechos que honestamente consideraban legítimos, muchas veces fundamentados en privilegios pontificios o reales que en la práctica cotidiana resultaron contradictorios. El primer acuerdo del que se tiene noticias es de 1232/33, que pone en evidencia que existían conflictos referidos a rentas y otros derechos. Esta primera concordia fue confirmada por el Papa Gregorio IX. En 1238, el Papa renueva su pedido de que el acuerdo sea respetado pero, a pesar de este llamado de atención, el pleito resurge en 1240. Luego se sucederán otras concordias en 1244, 1251 y 1257. En todas las concordias se establecieron delimitaciones sobre la labor pastoral y la jurisdicción eclesiástica de ambas instituciones y, en general, se conservan documentalmente las confirmaciones papales de tales acuerdos. En 1259, el papa Alejandro IV sanciona los pactos entre las dos partes sobre jurisdicción, labor pastoral, diezmos y otros derechos, confirmando la concordia de 1257. Además, el Papa mandó que no se permitiera el acoso sobre las posesiones y bienes de los alcantarinos en la ciudad y diócesis de Coria (Corral Val, 1998: 293-302). Se observa así una sostenida protección pontificia sobre territorios de Alcántara, sobre su propiedad y la de sus vasallos o de los donados a la Orden por legítimo testamento o última voluntad, que continuamente eran invadidos o retenidos injustamente (Corral Val, 1997: 617).

La voluntad por establecer las circunscripciones también se observa en torno a los límites diocesanos. En el primer sínodo de 1255 se confirman los límites de la diócesis y los derechos sobre las aldeas pero, a pesar de la temprana circunscripción, dos son los problemas que inexorablemente se repiten entre los repobladores: la delimitación territorial y la recaudación de derechos. Hay que destacar que la Orden de Alcántara no estaba bajo la jurisdicción diocesana, sino que dependía directamente del Papa. Pero considerando que buena parte del territorio de la Orden estaba dentro de la circunscripción diocesana cauriense, el ejercicio de la jurisdicción ordinaria se superponía como consecuencia del doble señorío que se ejercía sobre los mismos súbditos y sobre idéntico territorio.3 Los llamamientos a la concordia por las disputas por la percepción de las rentas en la jurisdicción se suceden a pesar de la mencionada circunscripción diocesana de 1255. Como hemos visto, se registran en la documentación una sucesión de acuerdos, rompimientos y nuevos acuerdos.

Al parecer, el documento clave para la comprensión de las disputas de fines del siglo XIII es el privilegio que otorga Sancho IV al obispo de Coria. El rey permitió que los ganados de la diócesis pudieran pastar libremente por todos los territorios de la corona, eximiéndolos del pago de portazgo y montazgo. En este privilegio se incluía a las tierras de las órdenes, que no podían cobrar ni el diezmo, ni el quinto sobre los ganados. Luego el obispo obtuvo el privilegio regio de cobrar él a los demás, privilegio que será confirmado por Fernando IV. La consecuencia fue que los pastores, en connivencia con los comendadores, trataban de burlar el pago del montazgo y del diezmo, lo que produjo que el obispo emitiera una sentencia de excomunión contra los comendadores y sus freires. En 1294 se firmó una nueva concordia que favoreció ostensiblemente al obispo (Corral Val, 1998: 306).

Las sentencias de la reina María se inscriben en esta larga serie de intervenciones regias que intentaron mediar para solucionar la disputa entre las partes. En las fuentes, tanto las del obispado como las de la Orden de Alcántara, se observa que el pleito se extiende en el tiempo en los registros notariales de ambas instituciones, por lo menos hasta fines de la Edad Media, con la intervención de los Reyes Católicos.4

La sentencia de 1301 que analizaremos en esta oportunidad coincide con el final de la minoría de Fernando IV, época signada por la continuidad de las turbulencias nobiliarias que habían caracterizado el período de Sancho IV. Alfonso de la Cerda compitió por el trono, sosteniendo la ilegalidad del matrimonio de Sancho IV con María de Molina (no se había disuelto un primer matrimonio no consumado de Sancho y, además, María de Molina era tía-prima del propio Sancho).5 En aquella oportunidad se reorganizaron las facciones: una, liderada por uno de los regentes del rey niño, el infante Enrique, hermano de Alfonso X, y otra, tutelada por el infante don Juan, hermano de Sancho IV. En 1295, la debilidad de la corona se tradujo en un proyecto de reparto de Castilla por parte de una gran coalición formada por los Infantes de la Cerda (que reivindicaban el trono), el infante Juan (hermano de Sancho IV) y los poderosos magnates Diego López de Haro y Juan Núñez de Lara, a los que se sumaron Jaime II de Aragón y los reyes de Portugal y de Granada. A las disputas de la familia real se añadieron las ambiciones de la nobleza, siempre predispuesta a la acumulación de tierras y rentas a expensas de la monarquía. El reino corría peligro de fragmentarse entre Alfonso de la Cerda y el infante Juan. El primero gobernaría Castilla, incluyendo Toledo y Andalucía, y el segundo, León, dominando Asturias y Galicia. En esta orquestación rebelde, Murcia sería otorgada a Jaime de Aragón, en recompensa por su apoyo a los conspiradores. El accionar decidido de la reina madre, sumado al apoyo concejil y de parte de la nobleza encabezada por el infante Enrique, hermano de Alfonso X, desbarató estos intentos (González Mínguez, 1998).

En julio de 1301, fecha en que se libra el primer dictamen que estudiaremos en este trabajo, la reina estaba abocada a que se declarara a Fernando IV mayor de edad, pero para ello urgía que el papado extendiera la dispensa que hacía legal su matrimonio con Sancho IV (Monsalvo Antón, 2000: 21). Tengamos en cuenta que Fernando IV no recibió las cartas de legitimación de Roma hasta noviembre de 1301 (Benavides, 1860: 84), lo que supuso el afianzamiento definitivo de su posición. Hubo que esperar otros tres años para el sofocamiento de los revoltosos, cuando Alfonso de la Cerda cesó en su lucha por el trono a cambio de propiedades que valían unos 400.000 maravedíes. Aunque la parte septentrional del reino de Murcia quedó definitivamente en manos del monarca aragonés, la corona castellana fue capaz de mantener su integridad territorial (Arias Guillén, 2012: 151). Los parientes y la nobleza se sometieron a la reina María por falta de apoyos exteriores, además del temor que suscitó la alianza de la corona con los concejos. Jofré de Loaysa sintetiza los apoyos de la reina en esta titánica tarea de pacificación:

 

 

Pero por fin Dios mismo se acordó del rey niño, pues como todos los concejos principalmente de las ciudades y de los lugares fortificados y los prelados y órdenes militares de su reino le permanecieron fieles y constantes en grado máximo, hasta el punto que por la fe y nombre del rey llegaron a ser casi mártires, y viendo los enemigos que las aldeas, y principalmente los lugares desguarnecidos y casi todo el territorio habían sido destruidos y que no encontrarían ya nada que rapiñar y que no se les pagarían los tan prometidos y esperados estipendios, los nobles y muchos soldados y en general casi todos los enemigos, por la sencillez y sagacidad de la reina que daba cuanto podía a cada uno en su grado y prometía cosas mayores a todos los que volvían, poco a poco se fueron reintegrando a la fidelidad y gracia del rey niño (de Loaysa, 1982: 185)

 

 

La primera sentencia arbitral que estudiaremos se libra en julio de 1301, fecha que coincide con la estadía de la reina en Zamora a propósito de la convocatoria de las Cortes (desde junio hasta agosto).6 Como en las cortes anteriores,7en las de Burgos y ahora en las de Zamora, el objetivo primordial de la reina era obtener los recursos suficientes para pagar las soldadas y para juntar los 1.000 marcos de plata que enviaría al papa Bonifacio para la legitimación del rey niño y de sus hermanos los infantes. Es de suponer que la reina estaría muy interesada en cerrar los frentes de disturbios internos que afloraban en todo el reino, más aún si se trataba de instituciones eclesiásticas. Nada sería más perjudicial que llevar noticias de conflictos a los oídos de la corte vaticana en momentos en que la legitimación pendía de un hilo. Por otro lado, la búsqueda del apoyo de la Iglesia, su afán por resolver los conflictos eclesiásticos y su interés por la defensa de su patrimonio fueron constantes a lo largo de la gestión de María de Molina (de los Hoyos, 1972). La historiadora Rochwert-Zuili (2015) afirma:

 

 

Si María de Molina pudo contar con la ayuda de la Iglesia, fue precisamente porque durante toda su vida se había empeñado en protegerla y preservar sus bienes. En efecto, la documentación bien atestigua la intercesión y el arbitraje de María de Molina en asuntos en que estaban en peligro el bienestar de la Iglesia y sus relaciones con los súbditos del reino.

 

 

La monarquía, la nobleza y los sectores urbanos encontraron en el arbitraje un procedimiento de resolución de disputas que les resultó más expeditivo en tiempos de graves conflictos interpersonales e intergrupales, sobre todo en los procesos violentos y confusos que siguieron al proceso de la reconquista y repoblamiento de tierras. El arbitraje es un procedimiento voluntario al que se someten las partes en la búsqueda de un dictamen obligatorio que zanje las diferencias; acuerdo que busca trascender a las épocas y a los compromisarios con calidad de sentencia judicial (Merchán Álvarez, 1981). Según M. Bouchat (1989:439-474), el arbitraje es un modo privado y pacífico de resolución de conflictos que conoce un gran desarrollo en Occidente a partir del siglo XII, cronología que se ha puesto en correlación con el renacimiento del Derecho Romano, pero también con el movimiento de paz que se desarrolla en Europa en esta época.

La historia jurídica española muestra fehacientemente que el arbitraje ha estado presente desde mucho antes, recogiendo los principios del antiguo arbitraje romano. En el Breviario de Alarico de 506, los árbitros elegidos por las partes únicamente podían emitir un laudo que carecía de fuerza ejecutoria, sin que esto fuera un obstáculo para que las partes pactaran una pena contra el litigante que se negara a acatar la decisión. Esta regulación específica consideraba al arbitraje como un proceso jurídico privado, siguiendo las normas arbitrales contenidas en las disposiciones teodosianas (Montoya Alberti, 2015: 27).

En el Liber Iudiciorum del año 654 y posteriormente en el Fuero Juzgo de Fernando III se recoge la opción de acudir al arbitraje:

 

 

En el Derecho visigodo se inició una tradición judicialista del arbitraje muy acentuada: para el Liber Iudiciorum los iudices ex consensu partium han recibido potestad para juzgar y por ello deberán tener el nombre, los derechos y las responsabilidades de los otros jueces y además su sentencia es ejecutiva como la de los jueces ordinarios. Esta tradición fue recogida sin modificaciones en el Fuero Juzgo. (Merchán Álvarez, 1985: 69)

 

 

En el Liber Iudicorum se establece entonces una equivalencia entre los árbitros y los jueces, lo que influyó para que el Fuero Juzgo recogiera el principio de árbitro como una especie de juez: se refleja este predominio de los caracteres judiciales sobre los obligacionales, usándose términos que son propios de los sujetos que desempeñan una función judicial, “alcaldes avenidores”, teniendo las sentencias arbitrales fuerza ejecutiva y de cosa juzgada (Montoya Alberti, 2015: 28).

Esta equiparación entre árbitro y juez, que influye en el Fuero Juzgo, también se observa en algunos fueros municipales. Merchán Álvarez realiza un magnífico recorrido por los distintos fueros, como los de Sepúlveda, Soria, Zamora, Salamanca, Ledesma y Plasencia, en los que se registra la figura arbitral, así como la ausencia de la terminología en otros fueros de la misma época, lo cual induce al autor a pensar que esto se debió, tal vez, a la escasa preocupación de algunas localidades por reglamentar el proceso (Merchán Álvarez, 1985: 67). En el Derecho local castellano-leonés medieval existió, junto a la jurisdicción ordinaria, una forma de justicia municipal que se puede denominar genéricamente alcaldía de avenencia, en la que las partes litigantes comprometen la solución de sus controversias a la decisión de unos terceros, alcaldes de avenencia, elegidos por ellas (Merchán Álvarez, 1985: 89). Muchos de los casos particulares analizados por el autor se producen en los mismos años en que la reina María libra su sentencia y se ajustan a lo estipulado en los fueros de cada localidad.

Los términos y conceptos tradicionales que se observan en los fueros (alcaldes de avenencia, judgadores de avenencia, jueces de avenencia, avenidores) se reconocen en el Espéculo, y algunos vocablos también se reproducen en las Partidas (avenidores, juezes avenidores, jueces de avenencia). En el Espéculo aparece, además, el tema de la recusación de los jueces de avenencia: expresamente, se excluía la recusación de los jueces, al estimar que, por haber sido elegidos por las partes, no tenían derecho a “recusarlos por sospecha” (González Coronas, 1982).8

Por su parte, en el Fuero Real se otorga a los alcaldes la facultad para constituir al arbitraje en un procedimiento general: se consolida su aspecto jurisdiccional, distinguiéndose entre avenidores que resuelven en derecho, y arbitradores,que actúan como amigables componedores. La jurisdicción se ejercería solo por alcaldes nombrados por el Rey y por los árbitros (Montoya Alberti, 2015: 29).

Las Partidas continúan la tendencia del arbitraje jurídico9 en la consideración del arbitraje como una especie de función judicial, incluyendo a los “juzgadores de albedrío” en la parte dedicada a enumerar las “muchas maneras” que hay de jueces (aunque se advierte, como en el Fuero Real, la diferencia entre árbitro y arbitrador, vocablos romano-canónicos) (Merchán Álvarez, 1985: 72).

La confrontación de las sentencias de María de Molina con las Partidas será posible en muchos aspectos conceptuales y procesales, en una pureza terminológica que es una manifestación clarísima de cómo en la cancillería se conocen y se aplican las categorías jurídicas de la Recepción. De allí que propongamos un cotejo permanente con las Partidas, sin desconocer que para la misma época se estaban librando arbitrajes en ámbitos municipales regidos por los fueros respectivos.10

El arbitraje convencional habría constituido una opción más rápida y económica si se lo comparaba con los procesos de adjudicación pública en los tribunales, aunque de hecho compartía algunos mecanismos con el juicio tradicional: las partes o sus representantes presentaban pruebas y argumentos a un tercero neutral que tomaba una decisión obligatoria. Hay que destacar que el arbitraje tenía su origen en la autonomía de la voluntad de las partes, quienes elegían esta senda para la solución de sus controversias. Libertad que se expresaba también en la materia específica que el avenidor iba a resolver, el lapso de tiempo estimado para dar sentencia, las penas por incumplimiento del laudo y la posibilidad de retirarse por cuestiones justificadas.

El arbitraje fue ampliamente utilizado como una alternativa eficaz: destacamos la posibilidad que concedía la monarquía de dirimir sus litigios fuera de la justicia oficial, valiéndose de este poderoso medio arbitral para solucionar los problemas. En el caso que abordaremos en este trabajo, la singularidad estriba en que la reina en persona es la que actúa como árbitro de la contienda, poniendo todo el aparato institucional al servicio de la concordia de las partes enfrentadas. Nuestra hipótesis es que esta tendencia respondía a la necesidad de evitar que la totalidad de los litigios fueran derivados a la justicia de los tribunales ordinarios, lo cual produciría inexorablemente la saturación del sistema judicial, el encarecimiento y la lentitud de los procesos. A sabiendas de la insuficiencia del sistema judicial central y de la tremenda cantidad de conflictos existentes, la monarquía, sabiamente, propendería a la solución a través de avenidores, que garantizaban la pacificación a más bajo costo.

La sentencia como documento notarial es de enorme valor, en tanto estudio del derecho aplicado a casos concretos de conciliación. En la sentencia librada en Zamora el 15 de julio de 1301 se observan los espacios/derechos en litigio y la enumeración de participantes del proceso. Ante la reina comparecen don Alfonso, obispo de Coria, y don Gonçalo Peres, maestre de la Orden de Alcántara y del convento. Seguidamente, se especifica la razón de la disputa y se consigna la posición de las partes. El obispo denuncia: “[…] tomas de frutos e de ganados e de otras cosas que el obispo disia que el maestre e el convento tomaban e le enbargaban e le fisieran muchos tuertos e muchas fuerças sin rason e sin derecho e contra su voluntad” (Martín Martín, 1989: 90).Los frailes, por su parte, acusan al obispo de haberles quitado la encomienda y la puebla de San Juan de Toro, con las aceñas y otros bienes:

 

 

[…] en rason de la comienda de San Iohan de Toro el Viejo e de la puebla desse lugar e de las asennas e de todas las otras cosas que pertenesçen a la dicha puebla e a la dicha comienda de los esquilmos dellas, de quel maestre disia que seyendo la orden tenedores e non seyendo llamados nin oydos sobrello, que don Alfonso, obispo sobredicho, les fisiera desapoderar de la dicha puebla e comienda e de las otras cosas sobredichas, e que gelo tenia tomado sin rason e sin derecho e contra su voluntad (Ibidem).

 

 

El documento manifiesta que existe una carta-compromiso anterior, por la cual las partes se habían avenido a designar árbitro en la persona de doña María: “por el poderío que me dado fue en el compromiso”. Queda expuesto que el origen de la intervención del árbitro obedece al concierto de voluntades de las partes que lo solicitan y se podría hablar del arbitraje como un pacto o como un contrato.11 Seguramente, en el compromiso constarían las renuncias de las partes a todo fuero o ley que les correspondiere y legítimas acciones contra presuntos vicios de nulidad (Merchán Álvarez, 1987: 131). El convenio más simple y económico es la convocatoria de un solo árbitro: el tiempo para la preparación, atención de las propuestas y decisión será más acotado (Gladstone, 1984: 9).

A la reina se le otorga amplia discrecionalidad para librar el laudo que le parezca conveniente: “Et cada cosa que yo mandase iudgando o componiendo o aviniendo o albedriando, quier por fuero quier por juysio quier por alvedrio o por composiçion o por abenençia o en qual manera quier, que yo lo toviese por bien o la mi merçed fuesse, que amas las partes estudiessen por ello […]” (Martín Martín, 1989: 90). Esta fórmula seguramente remite a lo expresado en el compromiso: los compromisarios han concedido un poder extraordinario y pleno a la reina para que resuelva. Así, el arbitraje es eminentemente pragmático y se orienta a la resolución rápida e idónea de la disputa, dando un fin a la querella de la manera que el árbitro lo considere más acorde al tenor del problema (Bouchat, 1989). Se ha otorgado al árbitro un poder con alto grado de discrecionalidad. Podrá realizar, o bien un arbitraje jurídico o de derecho, regido por disposiciones legales que ha de interpretar y aplicar dentro de los alcances precisos de su técnica o especialidad, o bien un arbitraje o de equidad o amigable composición, en cuyo caso el árbitro activa soluciones o propuestas de acercamiento entre intereses contrapuestos, propiciando fórmulas equitativas cuya obligatoriedad queda sujeta a las reglas del compromiso (Gozaíni, 1995: 127). La sentencia nos advierte que la reina está facultada para actuar como árbitro iuris, que dicta su laudo ajustado a las normas estrictas de un derecho determinado; o “componiendo” (como se verá más adelante en la documentación arbitral castellana, como árbitro arbitrador o amigable componedor), que dictamina según su leal saber y entender, de buena fe, dándole a la ley en este caso mayor margen de discrecionalidad en la búsqueda de solución de la controversia (Feldstein et al, 1998: 13).12 Con todo, coincidimos con Isabel Alfonso (2005: 49), que afirma que la dicotomía entre árbitros y arbitradores, que se observa en los compromisos, es meramente formal, ya que ninguno de los criterios utilizados en la resolución arbitral quedaría fuera del derecho. Como leemos en otras actas arbitrales, la calidad con la que se nombra al árbitro y los poderes que se le otorgan, son amplios y equiparables a los del “juez mayor de quien non oviese logar apelación nin agravio nin suplicación ninnulidatnin otro remedio alguno” (Del Ser Quijano, 1987: 78). Es decir, se reviste a los árbitros con autoridad total para librar la sentencia y las partes se obligan voluntariamente a respetar el laudo.

La sentencia de María de Molina es vinculante; las partes se obligan a su acatamiento, y si alguna de ellas no cumpliere, se establecen las penas a la parte infractora. La multa asciende a 60.000 maravedíes, la mitad la cobraría la reina y la otra mitad, la parte cumplidora. Las partes se obligan al pago de la pena, emplazando todos sus bienes como garantía (Martín Martín, 1989: 91).

El documento ejemplifica el mecanismo propio del arbitraje: las partes presentan sus demandas al árbitro a través de sus procuradores (Idem). Así, el arbitraje convencional comparte algunos mecanismos muy cercanos al juicio tradicional: las partes o sus representantes presentan pruebas y argumentos a un tercero neutral que toma una decisión obligatoria (Ury et al, 1996: 73). Una vez que la reina toma conocimiento de las posiciones de las partes, se deja constancia notarial de las cuestiones sobre las que va a arbitrar. Insistimos en que el arbitraje se lleva a cabo sobre la materia que disponían las partes, las cuales debían ser acordadas con anterioridad, es decir, si el arbitraje debía dictaminar sobre todos los asuntos en disputa o solo parte de ellos. Observamos que en estas consideraciones notariales se siguen las estipulaciones de las Partidas.13

El documento manifiesta la razón de ser del arbitraje, que es, específicamente, evitar males mayores.14En general se trata de un procedimiento más expeditivo, porque no es necesario seguir las formalidades de los juzgados; se puede imponer un límite de tiempo para librar sentencia y no necesariamente hay que recurrir a la presencia de abogados ni a pesquisas onerosas.15 Pero debemos aclarar que el árbitro tiene una jurisdicción limitada, ya que no posee la coertioy la executio propias de los jueces o magistrados: dependerá de la aceptación, por las partes, del laudo o del control posterior de una autoridad constituida que lo imponga. Su decisión es irrevocable por voluntad expresa de las partes, pero carece de la facultad ejecutiva (Feldsteinet al, 1998: 12).

Una vez que se cierra el proceso de exposición, se abre el espacio para la resolución de la sentencia.16 El veredicto debería tener aceptabilidad y, de ser posible, debe mejorar la relación o, al menos, no afectar o agravar el trato (Gladstone, 1984: 55). La reina afirma en la sentencia: “E yo, sopesando los males y los dannos que cada una de las partes recibieron sobre esta razón, y atemplando la fuerça y la pena del derecho, aviendo consejo con omnes bonos albedriando, mando (…)” (Martín Martín, 1989: 92).Observamos que la reina ha recibido asesoramiento, cuestión que está contemplada en las Partidas, con la posibilidad de convocar a otras personas que estén capacitadas para dar consejo a los arbitradores. Incluso el juez ordinario tiene la posibilidad de obligar a los avenidores a incorporar consejeros en caso de que las partes lo demanden.17

El arbitraje generalmente está enmarcado en un complejo acuerdo de determinados asuntos que están enfrentando a las partes. Consecuentemente, los dictámenes son extensos; tratan de dar una solución a numerosos aspectos, y otros, los dejan en suspenso para ser resueltos oportunamente en un espacio acotado de tiempo. El dictamen concluye que la Orden de Alcántara debe al obispo un total de 90.000 maravedíes, en riguroso acatamiento del privilegio real otorgado por Sancho IV (1285 y 1292), que ratificará su sucesor Fernando IV. A este monto se le descuentan 45.000 maravedíes por los fueros y frutos que el obispo había recaudado a través de la encomienda. El Maestre debe sufragar, entonces, un total de 45.000 maravedíes, pagaderos en tres cuotas consecutivas de 15.000 (diciembre, abril y septiembre). Concluido este trámite, la Orden se vería eximida de toda deuda con el obispo. Además, la sentencia exige que se realice un relevamiento e inventario de las rentas que el obispo debía haber recibido, en un plazo de dos meses, y dictamina que los freires desembarguen todos los diezmos y derechos embargados. La diócesis de Coria, por su parte, debía entregar a la Orden de Alcántara la encomienda y puebla mencionadas en el pleito, cediendo a la reina todos los comprobantes que legitimaban su tenencia (Martín Martín, 1989: 92-93).

La sentencia advierte que los territorios en cuestión habían transitado una situación de conflictividad, lo cual de alguna manera exige una resolución que tenga en cuenta este elemento de desestabilización y empobrecimiento. González Mínguez observa que hasta 1301 la monarquía se vio comprometida en un claro predominio de las acciones militares causadas por el problema sucesorio que hemos mencionado, a lo que habría que sumar el programa político desequilibrante de la nobleza y la conflictividad social de la época. Si bien el autor recalca que estas tres cuestiones esenciales y concomitantes (sucesión, aspiraciones nobiliarias y crisis social) condujeron, en definitiva, a una guerra civil de consecuencias variadas, también establece que existe la dificultad historiográfica para dimensionar las reales repercusiones de la conflictividad en este período tan crítico de la regencia de María de Molina (González Mínguez, 2008). Las crónicas se hacen eco de la devastación producida por la continuidad de las acciones militares al norte de las tierras extremeñas:

 

 

(…) comenzaron aquellos a devastar la dicha tierra en todos sus extremos pasándola a fuego y espada con todo género de crueldad, tomándola, asesinando a los hombres, quemando lugares, destruyéndolo rápidamente y disipándolo inhumanamente cuanto más pudieron hasta llegar al río Duero (…). Entonces —¡oh dolor!—, ningún mercader ni hombre honrado transitaba por Castilla, ni el pastor guardaba sus ganados, ni el buey araba la tierra, sino que las llanuras estaban desiertas, los caminos solitarios, cubiertos de hierba y frecuentados por liebres más bien que por ganado, y los hombres no gustaban de otra cosa que de muertes, robos y despojos. Y muchos que antes solían ganarse el sustento como artesanos o agricultores, convertidos ahora en guerreros, despojaban a cuantos podían, robaban, pasaban a fuego los poblados y ya no se respetaba lugar sagrado, sexo ni edad u orden (de Loaysa, 1982: 177).

 

 

Aparentemente, las dificultades económicas generales y las restricciones financieras de la monarquía quedan expuestas en diferentes frentes. Por ejemplo, en la gestión de María de Molina, respecto de los conflictos con la corona catalano-aragonesa por la pérdida del reino de Murcia, se observa una pausa en la ofensiva. Las fuertes reacciones iniciales castellanas encaminadas a los preparativos para la guerra luego parecen quedar solo en los anuncios de la reina, pues no se puede concretar una acometida a raíz de la falta de recursos (Ferrer y Mallol, 2005a: 93; 2005b: 97). En las noticias comunicadas a Jaime II por Bernardo de Sarria el 20 de junio de 1301 se especifica que la reina se niega a firmar la paz con Aragón y alega que no habría tregua si no se devolvía el reino de Murcia. El enviado aragonés asegura que, aunque se hacían preparativos para la guerra, la falta de dinero, la depreciación de la moneda y la pobreza generalizada condicionaban estos emprendimientos: “els separeylen de la guerra aytant com poden jasia ço quey a gran pobrea e gran minua de moneda empero els menaçen molt de paraula axi com sabets que es lur costum”. (Giménez Soler, 1932, XXXIV: 251)

Las fuentes denotan que realmente hubo una gran carestía y bastante malestar social, situación que se extendió por lo menos hasta 1302. Así, leemos en las Memorias de Fernando IV:

 

 

En este año fue grand fambre en toda la tierra, é moríanse los omes por las plasas é por las calles de fambre. É fué tan grand la mortandad en la gente, que bien cuydaron que murieron el quarto de toda la gente en la tierra, é tan grande era la fambre que comían los omes pan de grama, é nunca en tiempo del mundo vió hombre tan grand fambre ni tan grand mortandad (Benavides, 1860: 81).18

 

 

En este clima de ebullición política, con conflictos externos e internos sin solucionar y con una pobreza generalizada que creaba un caldo de cultivo para los descontentos, la reina debe ocuparse nuevamente de este arbitraje que, sin embargo, no logra poner fin a las querellas entre las partes enfrentadas. En el segundo dictamen, librado el 10 de noviembre de 1302 en Valladolid, la reina responde a la demanda del obispo, que denuncia al Maestre de la Orden de Alcántara porque no ha cumplido con la sentencia anterior. Este es un dato muy importante en la cadena de acontecimientos: tendríamos que evaluar por qué la primera sentencia no propicia una corriente de soluciones que logre restablecer el cotidiano desenvolvimiento de las relaciones políticas y económicas de los actores, atendiendo a que es la reina en persona la que ha intervenido. Por otro lado, la posibilidad de no acatar la sentencia ya estaba contemplada en el compromiso de la partes a través de la imposición de una pena por incumplimiento. Destacamos que, según las Partidas, en el juicio arbitral no cabía la apelación. Sin embargo, la parte que no estaba conforme con el laudo podía pactar la pena convencional y, con ello, estar obligada a derecho.19

Entonces, se pone en marcha la pena por incumplimiento del dictamen de 1301 y se establecen los valores pagaderos al obispo, nuevamente en tres cuotas consecutivas. Si no se cumple se le reajustará al doble del valor estipulado. También le deberán entregar la recaudación de los derechos que se ordenaba en la primera sentencia. Es muy interesante el resguardo de los intereses de los pecheros que, ajenos a las controversias entre las instituciones eclesiásticas, habían cumplido oportunamente con sus obligaciones. Estos quedan exentos de nueva recaudación, siempre que puedan probar los pagos a través de cartas o testimonios de hombres buenos (Martín Martín, 1989: 96-97).

 

Conclusiones

 

El arbitraje era un mecanismo de conciliación, paz y concordia, una alternativa de cooperación ante la constante conflictividad existente en los ámbitos bajomedievales y, al menos en el caso analizado, parece dar una respuesta concreta y equitativa a las inquietudes de las comunidades, tendientes a la resolución racional de sus controversias. Con las sentencias de María de Molina se cerrará un período de disputas entre el obispado de Coria y la Orden de Alcántara que llevaba más de cincuenta años y que no se reabriría prácticamente hasta el siglo XV.

La documentación de Coria en torno a los conflictos que preocuparon y ocuparon a la diócesis nos muestra instituciones eclesiásticas que tenían la posibilidad de involucrar a las más altas autoridades en la resolución de las disputas que atentaban contra su integridad territorial y administrativa. El arbitraje tiene su origen en la autonomía de la voluntad de las partes, quienes eligen esta senda para la solución de sus controversias. Pero no cualquiera tenía la libertad de elegir esta vía de resolución, libertad que se expresa en la materia específica que los avenidores resolverían, la posibilidad de la exposición de las posiciones, la selección de las penas por incumplimiento del laudo, las garantías muebles e inmuebles exigidas y la posibilidad de retirarse por cuestiones justificadas.

En estas sentencias, el árbitro posee un prestigio en el medio en que se desenvuelve, es capaz de guiar el procedimiento y garantizar un laudo que se perciba como equitativo (Garcia-Oliver, 2017: 65). Lo que da fuerza al arbitraje es el árbitro; él es el que otorga legitimidad al acuerdo, contrariamente a la negociación, que autoproduce su legitimidad por su propio proceso (Genet, 2005: 575). Podríamos conjeturar que los conocimientos legales de la reina estarían en un segundo plano si los comparamos con la confianza que promueve en las partes por su status, sus cualidades y atributos. Las características de la gestión pública de María de Molina han sido motivo de excelentes trabajos históricos que a su vez recogen las opiniones de los contemporáneos a propósito de las virtudes políticas de la reina. El tema de la prudencia de María de Molina, su capacidad negociadora, se podría decir que incansable, y la búsqueda permanente de la concordia y el asosegamiento, la popularidad de la que gozaba en el medio, le valieron el elogio de los historiadores de “mediadora afortunada en todos los conflictos”.20 En estas sentencias de María de Molina observamos básicamente un conjunto de disposiciones tendientes a enmendar cuestiones prácticas para alcanzar el consenso de las partes y la gobernabilidad en medio de la confusión. Los laudos de la reina seguramente procuraron determinar, al menos en parte, la futura relación entre el obispo y el maestre y consecuentemente, representaron una oportunidad para realizar una importante contribución a esa relación. A pesar de que los veredictos parecen no haber tenido la suficiente aceptabilidad, ya que debieron repetirse en un corto lapso, seguramente contribuyeron a conformar el rol de la reina como mediadora, una figura que fue creciendo en popularidad por el sensato accionar de la tutora y por la intencionada publicidad de sus logros.21

En cuanto al despliegue del poder regio, consideramos que las sentencias trasuntan la preocupación política de la monarquía por proteger los derechos de la Iglesia en los territorios de frontera y la de lograr una situación controlada y tendiente al mejoramiento de la convivencia. La dificultad política general seguramente obstaculizó esta intención real y la producción de sobrecartas o cartas de confirmación y privilegio demostrarían a su vez la crisis de la autoridad política, que debe reafirmar sus intenciones continuamente. Martín Martín (1989: 19) observa que la documentación sobre pleitos aumenta considerablemente cuando la situación política es más inestable. Según Clavero (1976: 162), la autoridad incontestable de la corona se formula doctrinalmente desde la obra jurídica de Alfonso X, pero el hecho de que, en situaciones de suma precariedad, no haya existido un alegato basado en este corpus legal puede significar la falta de implementación e integración de las Partidas, a pesar de su vigencia formal.

En relación con el arbitraje deberíamos evaluar hasta dónde el status, los atributos y cualidades de la reina se traducen en términos de capacidad efectiva de sus sentencias. Si bien la reina edifica con acciones concretas su consabida fama, observamos una distancia entre sus intenciones políticas y las limitaciones que le impone la realidad, que se insertan claramente en la dinámica de poderes concurrentes del período. La monarquía transitaba una crisis política constante, pero también estaba acorralada por la crisis económica. Carlos de Ayala Martínez (2007:664)nos advierte que la relación de los alcantarinos con la monarquía se intensifica en estos primeros años del siglo XIV, que coinciden con los comienzos tumultuosos del reinado de Fernando IV. La Orden de Alcántara, con el liderazgo del mismo Maestre Gonzalo Pérez que observamos como parte litigante en el arbitraje de 1301, poco tiempo después cooperará con la corona con un crédito de 200.000 maravedíes y 2000 doblas de oro. Por esta operación crediticia, la Orden recibirá en compensación la villa de Coria y sus aldeas. Gonzalo Pérez y su sucesor en el maestrazgo, Rodrigo Vázquez, gestionarán otra hipoteca real como compensación de un segundo préstamo a la corona por 3000 doblas y en este caso, los alcantarinos recibirán como contrapartida el Alcázar de Trujillo (de Ayala Martínez, 2007: 664). Como vemos, el asosegamiento no solo beneficiaba a las partes en conflicto permanente: la corona también se favoreció con esta corriente de paz y concordia. La monarquía estaba envuelta en la vorágine del conflicto amorfo y cambiante: no era una parte neutral, no se trataba de un tercero “excluido” al que solo se le pedía que juzgara o pusiera fin al conflicto (Entelman, 2002: 133). Nos podríamos preguntar, entonces, cuán imparcial habrá sido la reina como árbitro, cuando las partes en disputa competían por convertirse en apoyo sustancial del futuro rey. Y también encontraríamos allí la respuesta de por qué el Maestre no se sentía obligado con las decisiones de la reina, si en realidad se había convertido en uno de los soportes de la monarquía y la gestión del nuevo rey dependía en parte de los préstamos de la Orden para poder sobrellevar las penurias económicas.

Surge otro cuestionamiento en este caso particular: si no habrá existido una superposición entre el rol político-judicial de la reina y su accionar como árbitro. Nos preguntamos entonces cuánta independencia pudo existir entre la función política y judicial de María de Molina y su actuación como árbitro. ¿No estaríamos en presencia de una continuidad de la legislación visigoda, donde el límite entre juez y árbitro era bastante ambiguo? Recordemos que en las fuentes visigodas es menos preciso el lenguaje que se utiliza para definir el arbitraje y que los códigos iniciaron una tradición judicialista del arbitraje muy acentuada (Merchán Álvarez, 1985: 69). Al parecer, subsistió el mismo proceso desde la romanidad, pero con una judicialización de la función del árbitro, es decir que podría haber existido una superposición de actividades (Bermejo Barrera et al, 2014). Los estudiosos del arbitraje advierten que la aplicación del derecho justinianeo fue muy progresiva. Se deberá esperar hasta el final de la Edad Media para visualizar una desvinculación total entre juez y árbitro. Será en las Ordenanzas de Medina del Campo de 1489, que se comenzará a percibir esta incompatibilidad. Allí se expresa la prohibición, que recae sobre los oidores de la Audiencia, para desempeñarse como árbitros. Prohibición que se extenderá a los jueces inferiores en 1500, en la Pragmática de los mismos Reyes Católicos. Este impedimento se reitera para los jueces superiores en la Real Cédula de la Reina Isabel de 1503 (Merchán Álvarez, 1987: nota 20).

También podríamos considerar que la tendencia fue una consecuencia de la jurisdiccionalización del arbitraje. Como la monarquía auspició la labor de los árbitros y convalidó su obrar pacificador, en realidad se podría conjeturar que los árbitros gozaron de jurisdicción derivada de la monarquía, no de las partes que los convocaban en un acto privado. En cuanto a la metodología del arbitraje, observamos un estricto seguimiento del modelo romano: la forma en que se desarrolla el arbitraje puede ser acorde al derecho, es decir, el tercero debe actuar regido por las disposiciones legales que ha de aplicar en cada caso para resolver la disputa. O, si se trata de una disputa de intereses, el árbitro actúa como amigable componedor, propiciando fórmulas equitativas para acercar a los litigantes, siempre en el marco de las reglas conocidas por la comunidad. Cualquiera sea la metodología, siempre queda pendiente, si es necesaria, la intervención judicial ordinaria, ya que el laudo no supone la asignación de jurisdicción, porque no tiene por sí solo poder ejecutorio. Por supuesto, si el árbitro elegido era la reina, suponemos que dispondría de los canales ordinarios a su disposición para hacer efectiva la jurisdicción.

Si bien en el arbitraje analizado observamos un evidente sustento contractual porque todo el proceso depende del compromiso concertado por privados, también podríamos apuntar que esa libertad operaría solo en el momento inicial del arbitraje, en el compromiso; luego, sería totalmente irrelevante en el resto del proceso, que se ajusta estrictamente a las disposiciones legales. Por ejemplo, como ya hemos mencionado, si la sentencia no se cumple, entra en vigor la pena por incumplimiento, pero también está estipulado que, de no cumplirse, será necesaria la intervención de los tribunales ordinarios para la ejecución de los laudos arbitrales.

La preocupación por brindar un marco institucional y legal al arbitraje nos permite suponer que la monarquía apuntala esta vía como una solución alternativa plausible, capaz de dar respuestas eficaces y expeditivas. Habrá sido una solución complementaria a la justicia pública, de ninguna manera competitiva, ya que recibía la asistencia permanente de los canales jurídicos tradicionales, desde la convocatoria a los avenidores, la concertación de la materia del pleito, los límites temporales prescriptos y la obligatoriedad del dictamen. Además, hay que visualizar que la conflictividad excede la problemática cauriense. Tal vez, la perspectiva de la reina no fuera llegar a la solución total del problema, en una construcción de un acuerdo final, sino la coyuntural reducción del conflicto, en un acuerdo que podría no ser definitivo, pero que habilitaba a las partes para la edificación de un nuevo escenario de resultados mutuamente beneficiosos. Así, la labor pacificadora de la reina se inscribiría en un proyecto seguramente más ambicioso, que era mantener la unión territorial y poblacional del reino para su hijo, el inminente futuro rey.

 

 

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1 En la bibliografía se detallan los artículos publicados relativos a temas de mediación y arbitraje.

2 El estudio de Casillas Antúnez para la historia de la población y asentamiento humano en la zona de Coria, abarca desde el paleolítico inferior hasta el siglo XX en base a la toponimia. Especialmente es de interés la toponimia que hace referencia a la Orden de Alcántara, de gran protagonismo en la reconquista y repoblación del territorio de Coria.

3 “Recordemos que al obispo se le reconocía competencia en los asuntos estrictamente eclesiásticos, que no afectasen directamente a la orden, con sus freires, y con sus conventos e iglesias propias, declarados exentos de la jurisdicción diocesana por el Papa. Sin embargo, una cosa era la orden y otra muy distinta, el territorio sobre el que ella ejercía el señorío temporal. En este territorio se crearon parroquias, cuyos rectores quedaban bajo la jurisdicción del obispado en lo espiritual, pero dependían de la orden en lo temporal” (Corral Val, 1996).

4 Para una detallada enumeración de las fuentes editadas y la historiografía de Coria, ver el artículo de Asenjo Travesí (2013). Resulta problemática la fundamentación documental de las aspiraciones del obispado de Coria debido a las dudas en cuanto a la autenticidad de las fuentes, que debieron ser transcriptas por un incendio que arrasó el archivo. Según Martín Martín (1982) se debería hacer estudios más sistemáticos de los documentos, especialmente las bulas, que se dan por válidos sin la debida heurística.

5 Para un estudio sobre la bula falsificada anterior a la de 1301, ver MoretaVelayos (1996).

6 “[…] é vino y el infante D. Juan é todos los ricos omes é los de los concejos del reyno de Leon é de Galisia, é desque y fueron ayuntados mostroles la reyna todo lo que libraron en las cortes de Burgos. É ellos, veyendo otrosi en como la reyna obrava muy bien, acordaron de servir al rey con cinco servicios, los quatro para pagar las soldadas á los fijos dalgo é el otro para la legitimacion del rey é de sus hermanos. E despues libraron todos los concejos, en guisa que fueron ende todos muy pagados, é en la semana postrimera del mes de Agosto fueron partidas las cortes, é fueronse cada uno para sus tierras” (Benavides, 1860: t. I, 82). Para el itinerario de Fernando IV en este período, cf. González Mínguez (2015).

7 Cortes de Valladolid de 1300: por los temas tratados en las Cortes podemos imaginar las distintas problemáticas que comprometían al gobierno de Fernando IV o, mejor dicho, de sus tutores (O’Callaghan, 1986).

8 “En lo que se refiere a la posibilidad de recusar a los árbitros [en la Partida III, Ley XXXI, Tít. IV], ésta se podía dar cuando alguno de ellos resultare enemigo de alguna de las partes, había recibido regalos de la otra parte o un precio, después de haber sido nombrado. En este caso, las Partidas establecen los pasos a seguir: se le debía requerir ante hombres buenos para que dejase de conocer del asunto, si no lo hiciere, se le manifestaría al juez ordinario para que éste, después de investigarlo, le prohibiese seguir conociendo, y si aun así seguía en el asunto, su sentencia no será válida y podía ser desobedecida” (Cruz Barney, 2000: 63).

9 La legislación alfonsí se apartaría un tanto de la concepción contractualista del arbitraje. Según la tesis contractualista, el arbitraje se define por un pacto o un contrato: es una forma de heterocomposición por la cual “alguien, en unión de su contendiente, llama a un tercero y se compromete a aceptar y quedar ligado por el resultado que ese tercero proclame como dirimente entre ellos”. Ello no supone que el arbitraje sea un proceso ni que el árbitro sea un juez, porque el origen de la intervención del procedimiento encausado obedece al concierto de voluntades destinadas a producir efectos jurídicos (Gozaíni, 1995: 118).

10 Los fueros imponían restricciones a la utilización del proceso: según Merchán Álvarez(1985:90), lamayoría de los fueros municipales limitaban bastante los pleitos que se podían someter a arbitraje. En algunos casos seguían un sistema de determinación del objeto inspirado en criterios cuantitativos: solo se podían someter a arbitraje los pleitos de cuantías muy bajas que oscilan entre uno y veinte maravedíes. Pero no faltan cuerpos normativos en los que se dispongan sistemas de determinación del objeto inspirados en criterios cualitativos, según los cuales pueden someterse a la alcaldía de avenencia todos los pleitos “menos las cosas que pertenecen a Palacio” (Sepúlveda) o “ningún pleito de justicia” (Fuero Real). Específicamente se detallan en las Partidas las cuestiones que son factibles de librar por medio del arbitraje y aquellas que indefectiblemente deberán recurrir a los procedimientos ordinarios de la justicia (Partidas III, Título IV, Ley 24). Enfatizamos que el código alfonsí impulsa enérgicamente la utilización del arbitraje como método eficaz de resolución de controversias y esto se observa en la flexibilidad que expresan las especificaciones en cuanto a los pleitos et contiendas que se pueden poner en manos de avenidores y quiénes pueden recurrir a este proceso (Partidas III, Título IV, Ley 26).

11 En las Partidas observamos claramente este principio de libertad y disposición de las partes para elegir esta vía de resolución de conflictos: “Árbitros en latin, tanto quiere dezir en romance, como Juezes avenidores, que son escogidos, e puestos de las partes, para librar la contienda, que es entrellos” (Partidas III, Título IV, Ley 23). Específicamente, se detallan en las Partidas las cuestiones que es factible dirimir por medio del arbitraje y aquellas que indefectiblemente deberán recurrir a los procedimientos ordinarios de la justicia (Partidas III, Título IV, Ley 24). Enfatizamos que el código alfonsí impulsa enérgicamente la utilización del arbitraje como método eficaz de resolución de controversias y esto se observa en la flexibilidad que expresan las especificaciones en cuanto a los pleitos et contiendas que se pueden poner en manos de avenidores y a quiénes pueden recurrir a este proceso (Partidas III, Título IV, Ley 26).

12 Para las Partidas, bajo la denominación de árbitros, término latino que en sentido amplio se corresponde con el de juezes avenidores o juezes de avenencia, o simplemente avenidores, hay que incluir dos tipos: aquellos que deben proceder y decidir con arreglo a las leyes y en la misma forma que los jueces ordinarios, y que son árbitros en sentido estricto o árbitros de derecho, en primer lugar, y en segundo, aquellos que pueden proceder y decidir según su leal saber y entender, en la manera que ellos tuvieren por oportuna, sin necesidad de sujetarse a las disposiciones y formas legales, los cuales son llamadas en latín arbitradores y en romance alvidriadores y comunales amigos (Partidas III, Tít. IV, Ley 23) (Merchán Álvarez, 1985: 72-73).

13 “E de todas estas cosas, que las partes pusieren entre si, quando el pleyto meten en mano de auenidores, deue ende ser fecha carta por mano de Escriuano publico, o otra que sea sellada de sus sellos, porque non pueda y nacer despues ninguna dubda” (Partida III, Título IV, Ley 23).

14 Aquí la sentencia sigue a las Partidas: el código alfonsí impulsa la utilización del arbitraje como un medio idóneo para alcanzar la concordia. “Auenencia es cosa que los omes deuen mucho cobdiciar de auer entre si; e mayormente aquellos que han pleyto, o contienda sobre alguna razon, en que cuidan auer derecho. E por ende dezimos, que quando algunos meten sus pleytos en mano de auenidores, que aquellos que lo reciben mucho se deuen trabajar de los avenir, juzgandolos, de manera que finquen en paz” (Partidas III, Título IV, Ley 26).

15 Las Partidas estipulan que se deben respetar los tiempos convenidos por las partes al momento de solicitar el arbitraje. Si no se ha determinado un tiempo específico, los avenidores deben llegar a la sentencia lo más rápido posible y se abre la posibilidad a la intervención del juez ordinario en caso de demoras injustificadas. Además, se especifican las causas por las cuales se pueden permitir las demoras o penar los retrasos (Partidas III, Título IV, Leyes 29 y 30).

16 Aunque denominamos sentencias a las soluciones provenientes del arbitraje, debemos aclarar que no son sentencias típicamente dispuestas, sino laudos, dictámenes o resoluciones. La sentencia que proviene de un juez es un mandato imperativo, porque éste tiene autoridad e imperio para ejecutar lo juzgado (Gozaíni, 1995: 127).

17 Partidas III, Título IV, Ley 26.

18 La Crónica de Fernando IV (Rosell, 1875 t. II: 119) repite el mismo texto que Benavides en las Memorias de Fernando IV. Para las versiones decimonónicas de la crónica fernandina, cf. Rosende (2012).

19 En la Partida III, Tít. IV, Ley XXXV se establece el procedimiento si una de las partes no está de acuerdo con el laudo y desea pactar la pena. Asimismo, se estipula el procedimiento si no hay pena por incumplimiento de la sentencia: “En el caso en que no se había pactado pena alguna, una de las partes podía negarse a obedecer el laudo y no ser obligada a obedecerlo si así lo expresaba, pero si ninguna de las partes se inconformaba con la resolución y la acataban, ya sea de palabra, por escrito o tácitamente dentro del término de diez días, el juez ordinario del lugar la podía hacer cumplir a instancia de alguna de las partes” (Montoya Alberti, 2015: 30).

20 Sobre las cualidades de la reina para llegar al consenso en situaciones de conflicto, cf. Gaibrois Riaño de Ballesteros (1935) y (1936), González Mínguez (2012) y (2004); del Valle Curieses (2000).

21 Resulta muy interesante el estudio que realiza Saracino (2014) sobre la construcción del personaje de la reina María como buena consejera, ya desde el reinado de Sancho IV. La reina es más que una aliada para su marido: su participación significa una garantía de justicia para todos, incluso para los opositores al rey. También se comprueban las acciones persistentes de la reina en contra de sus detractores.