Sentencias arbitrales de María de Molina, entre la política y el derecho
María de Molina’s Arbitrations, between Politics and Law
Resumen
Tenemos
noticias de sentencias arbitrales pronunciadas por la reina María de Molina en
torno al conflicto que involucró al obispado de Coria con la Orden de Alcántara
en los albores del siglo XIV. La presente investigación analiza un dictamen de
1301 incluido por José Luis Martín (dir.) en la publicación de la Documentación
medieval de la Iglesia Catedral de Coria (Salamanca, 1989). El primer
objetivo es describir la sentencia como documento notarial. Subrayaremos que
las Partidas fijan las leyes invocadas en diferentes arbitrajes. Así,
proveen los procedimientos institucionales para los procesos privados. El
segundo objetivo es estudiar en detalle la sentencia que estipula los
pormenores del acuerdo, con la participación de los propios interesados,
representantes del sector nobiliario eclesiástico en colaboración con la
burocracia real, en este caso, con el firme liderazgo de la reina arbitradora.
Habiendo estudiado procesos arbitrales en los sectores nobiliarios y
concejiles, la hipótesis es que el arbitraje se consideraba un método de resolución de
disputas expeditivo y eficaz, también, para el sector eclesiástico. Este
proceso contaría con el auspicio permanente de la monarquía, con un afán
siempre renovado por resolver las controversias que conmocionaban a la sociedad
en su conjunto y restaban gobernabilidad en medio de la turbulencia política,
institucional y territorial.
Palabras clave: Arbitraje - María de Molina -
Obispado de Coria - Orden de Alcántara
Summary
We are
acquainted with Queen María de Molina’s arbitration
in the conflict between the Diocese of Coria and the Order of Alcántara at the beginning of the 14th century. This
research analyses an arbitration award of 1301 included in José Luis Martín’s
edition of the Documentación medieval de la
Iglesia Catedral de Coria
(Salamanca, 1989). Our first objective is to describe the award as a notarial
document. We will highlight that the Partidas
set forth the laws that were later invoked in arbitrations, thus providing
institutional procedures for private prosecutions. The second objective is to
analyse in detail the arbitration award itself. Conditions of an agreement were
specified together with the description of all parties involved, which included
the representation of ecclesiastical nobility in collaboration with monarchy
and, in this case, the Queen’s firm arbitration leadership. This paper’s
hypothesis is based on our previous studies regarding cases of arbitration
among nobility and councils. We argue that arbitration was considered to be an
easy-going, efficient method to solve conflicts, including among the clergy.
Monarchy would permanently endorse this procedure, due to an everlasting
ambition to solve those controversial cases which disturbed society in its
whole and that undermined governance in the midst of political, institutional
and territorial disputes.
Keywords:
Arbitration
- María de Molina - Diocese of Coria - Order of Alcántara
Recibido:
09/03/2018
Aceptado:
18/04/2018
En trabajos anteriores he investigado el rol de
la mujer medieval en los procesos de mediación para la resolución de disputas. También
he abordado el tema de los arbitrajes medievales en el ámbito castellano de la
Baja Edad Media.1
Pero la conjunción del protagonismo femenino en los procesos de resolución y el
arbitraje es un campo de estudio relativamente nuevo para el escenario
medieval. Inspirada en el excelente trabajo de Carmen García Herrero (2015)
para el seguimiento de María de Castilla, reina de Aragón, mediadora y árbitro
en diferentes circunstancias, propongo el análisis de sentencias libradas por
María, reina de Castilla y León y señora de Molina en los albores del siglo
XIV.
En la edición dirigida por José Luis Martín de la
Documentación medieval de la Iglesia Catedral de Coria (Salamanca,
1989), tenemos noticia de varias sentencias pronunciadas por la reina María y
dos de ellas giran en torno a los conflictos que involucraron al obispado de
Coria con la Orden de Alcántara. En el contexto de repoblación y configuración
jurisdiccional se habían producido durante el siglo XIII numerosos conflictos
entre el obispado y las órdenes militares. Los motivos principales de la
competencia eran la captación de tierras y rentas. La lucha por el diezmo
parece haber constituido la principal causa de los numerosos pleitos que se
suscitaron desde los primeros tiempos de la repoblación.
El asentamiento estable de los cristianos en
Transierra occidental (nuestra actual Extremadura), cuya ocupación resultaba
necesaria para consolidar su dominio definitivo sobre la meseta meridional,
comienza con la conquista de Coria por Alfonso VII (1143), lo que determina los
primeros establecimientos cristianos en el Valle del Alagón, fundándose en la
dicha ciudad de Coria una sede episcopal, con su consiguiente circunscripción
diocesana, que la constituía en centro preferente comarcal y cuyo concejo
recibió el adecuado fuero que era habitual en las nuevas poblaciones cristianas
(de Moxó, 1979: 251)
https://www.turismonorteextremadura.es/comarcas
En las fases de asentamiento (Casillas Antúnez,
2008),2 observamos iglesias y parroquias
instaladas en estas tierras de frontera a partir de 1142 (de la Montaña Conchiña,
1998); siguen los tempranos establecimientos de la Orden del Temple en 1168
(Clemente Ramos et al, 2006), de la Orden de Santiago en 1170 y de la
Orden de Alcántara en 1176 (de la Montaña Conchiña, 1995).
Luis Corral Val (1998) realiza un minucioso relevamiento
de las complicadas relaciones alcantarino-caurienses en el capítulo 10.2 de su
tesis “La Orden de Alcántara: organización institucional y vida religiosa en la
Edad Media”. Según el autor, las dos partes en conflicto tenían
conciencia de defender unos derechos que honestamente consideraban legítimos,
muchas veces fundamentados en privilegios pontificios o reales que en la
práctica cotidiana resultaron contradictorios. El primer acuerdo del que se
tiene noticias es de 1232/33, que pone en evidencia que existían conflictos
referidos a rentas y otros derechos. Esta primera concordia fue confirmada por
el Papa Gregorio IX. En 1238, el Papa renueva su pedido de que el acuerdo sea
respetado pero, a pesar de este llamado de atención, el pleito resurge en 1240.
Luego se sucederán otras concordias en 1244, 1251 y 1257. En todas las
concordias se establecieron delimitaciones sobre la labor pastoral y la
jurisdicción eclesiástica de ambas instituciones y, en general, se conservan
documentalmente las confirmaciones papales de tales acuerdos. En 1259, el papa
Alejandro IV sanciona los pactos entre las dos partes sobre jurisdicción, labor
pastoral, diezmos y otros derechos, confirmando la concordia de 1257. Además,
el Papa mandó que no se permitiera el acoso sobre las posesiones y bienes de
los alcantarinos en la ciudad y diócesis de Coria (Corral Val, 1998: 293-302).
Se observa así una sostenida protección pontificia sobre territorios de
Alcántara, sobre su propiedad y la de sus vasallos o de los donados a la Orden
por legítimo testamento o última voluntad, que continuamente eran invadidos o
retenidos injustamente (Corral Val, 1997: 617).
La voluntad por establecer las circunscripciones
también se observa en torno a los límites diocesanos. En el primer sínodo de 1255
se confirman los límites de la diócesis y los derechos sobre las aldeas pero, a
pesar de la temprana circunscripción, dos son los problemas que inexorablemente
se repiten entre los repobladores: la delimitación territorial y la recaudación
de derechos. Hay que destacar que la Orden de Alcántara no estaba
bajo la jurisdicción diocesana, sino que dependía directamente del Papa. Pero
considerando que buena parte del territorio de la Orden estaba dentro de la
circunscripción diocesana cauriense, el ejercicio de la jurisdicción ordinaria
se superponía como consecuencia del doble señorío que se ejercía sobre los
mismos súbditos y sobre idéntico territorio.3
Los llamamientos a la concordia por las disputas por la percepción de
las rentas en la jurisdicción se suceden a pesar de la mencionada
circunscripción diocesana de 1255. Como hemos visto, se registran en la
documentación una sucesión de acuerdos, rompimientos y nuevos acuerdos.
Al parecer, el documento clave para la comprensión
de las disputas de fines del siglo XIII es el privilegio que otorga Sancho IV
al obispo de Coria. El rey permitió que los ganados de la diócesis pudieran
pastar libremente por todos los territorios de la corona, eximiéndolos del pago
de portazgo y montazgo. En este privilegio se incluía a las tierras de las
órdenes, que no podían cobrar ni el diezmo, ni el quinto sobre los ganados.
Luego el obispo obtuvo el privilegio regio de cobrar él a los demás, privilegio
que será confirmado por Fernando IV. La consecuencia fue que los pastores, en
connivencia con los comendadores, trataban de burlar el pago del montazgo y del
diezmo, lo que produjo que el obispo emitiera una sentencia de excomunión
contra los comendadores y sus freires. En 1294 se firmó una nueva
concordia que favoreció ostensiblemente al obispo (Corral Val, 1998: 306).
Las sentencias de la reina María se inscriben en
esta larga serie de intervenciones regias que intentaron mediar para solucionar
la disputa entre las partes. En las fuentes, tanto las del obispado
como las de la Orden de Alcántara, se observa que el pleito se extiende en el
tiempo en los registros notariales de ambas instituciones, por lo menos hasta
fines de la Edad Media, con la intervención de los Reyes Católicos.4
La sentencia de 1301 que analizaremos en esta
oportunidad coincide con el final de la minoría de Fernando IV, época
signada por la continuidad de las turbulencias nobiliarias que habían
caracterizado el período de Sancho IV. Alfonso de la Cerda compitió por el
trono, sosteniendo la ilegalidad del matrimonio de Sancho IV con María de
Molina (no se había disuelto un primer matrimonio no consumado de Sancho y,
además, María de Molina era tía-prima del propio Sancho).5
En aquella oportunidad se reorganizaron las facciones: una, liderada por uno de
los regentes del rey niño, el infante Enrique, hermano de Alfonso X, y otra, tutelada
por el infante don Juan, hermano de Sancho IV. En 1295, la debilidad de la
corona se tradujo en un proyecto de reparto de Castilla por parte de una gran
coalición formada por los Infantes de la Cerda (que reivindicaban el trono), el
infante Juan (hermano de Sancho IV) y los poderosos magnates Diego López de
Haro y Juan Núñez de Lara, a los que se sumaron Jaime II de Aragón y los reyes
de Portugal y de Granada. A las disputas de la familia real se añadieron las
ambiciones de la nobleza, siempre predispuesta a la acumulación de tierras y
rentas a expensas de la monarquía. El reino corría peligro de fragmentarse
entre Alfonso de la Cerda y el infante Juan. El primero gobernaría Castilla,
incluyendo Toledo y Andalucía, y el segundo, León, dominando Asturias y
Galicia. En esta orquestación rebelde, Murcia sería otorgada a Jaime de Aragón,
en recompensa por su apoyo a los conspiradores. El accionar decidido de la
reina madre, sumado al apoyo concejil y de parte de la nobleza encabezada por
el infante Enrique, hermano de Alfonso X, desbarató estos intentos (González
Mínguez, 1998).
En julio de 1301, fecha en que se libra el primer
dictamen que estudiaremos en este trabajo, la reina estaba abocada a que se
declarara a Fernando IV mayor de edad, pero para ello urgía que el papado
extendiera la dispensa que hacía legal su matrimonio con Sancho IV (Monsalvo Antón, 2000: 21). Tengamos en cuenta que
Fernando IV no recibió las cartas de legitimación de Roma hasta noviembre de
1301 (Benavides, 1860: 84), lo que supuso el afianzamiento definitivo de su
posición. Hubo que esperar otros tres años para el sofocamiento de los
revoltosos, cuando Alfonso de la Cerda cesó en su lucha por el trono a cambio
de propiedades que valían unos 400.000 maravedíes. Aunque la parte septentrional
del reino de Murcia quedó definitivamente en manos del monarca aragonés, la
corona castellana fue capaz de mantener su integridad territorial (Arias
Guillén, 2012: 151). Los parientes y la nobleza se sometieron a la
reina María por falta de apoyos exteriores, además del temor que suscitó la
alianza de la corona con los concejos. Jofré de Loaysa sintetiza los apoyos de la reina en esta titánica
tarea de pacificación:
Pero por fin Dios mismo se acordó del rey niño, pues como
todos los concejos principalmente de las ciudades y de los lugares fortificados
y los prelados y órdenes militares de su reino le permanecieron fieles y
constantes en grado máximo, hasta el punto que por la fe y nombre del rey
llegaron a ser casi mártires, y viendo los enemigos que las aldeas, y
principalmente los lugares desguarnecidos y casi todo el territorio habían sido
destruidos y que no encontrarían ya nada que rapiñar y que no se les pagarían
los tan prometidos y esperados estipendios, los nobles y muchos soldados y en general
casi todos los enemigos, por la sencillez y sagacidad de la reina que daba
cuanto podía a cada uno en su grado y prometía cosas mayores a todos los que
volvían, poco a poco se fueron reintegrando a la fidelidad y gracia del rey
niño (de Loaysa, 1982: 185)
La primera sentencia arbitral que estudiaremos se libra
en julio de 1301, fecha que coincide con la estadía de la reina en Zamora a
propósito de la convocatoria de las Cortes (desde junio hasta agosto).6
Como en las cortes anteriores,7en
las de Burgos y ahora en las de Zamora, el objetivo primordial de la reina era
obtener los recursos suficientes para pagar las soldadas y para juntar los
1.000 marcos de plata que enviaría al papa Bonifacio para la legitimación del
rey niño y de sus hermanos los infantes. Es de suponer que la reina estaría muy
interesada en cerrar los frentes de disturbios internos que afloraban en todo
el reino, más aún si se trataba de instituciones eclesiásticas. Nada sería más
perjudicial que llevar noticias de conflictos a los oídos de la corte vaticana
en momentos en que la legitimación pendía de un hilo. Por otro lado, la
búsqueda del apoyo de la Iglesia, su afán por resolver los conflictos
eclesiásticos y su interés por la defensa de su patrimonio fueron constantes a
lo largo de la gestión de María de Molina (de los Hoyos, 1972). La historiadora
Rochwert-Zuili (2015) afirma:
Si María de Molina pudo contar con la ayuda de la
Iglesia, fue precisamente porque durante toda su vida se había empeñado en
protegerla y preservar sus bienes. En efecto, la documentación bien atestigua
la intercesión y el arbitraje de María de Molina en asuntos en que estaban en
peligro el bienestar de la Iglesia y sus relaciones con los súbditos del reino.
La monarquía, la nobleza y los sectores urbanos
encontraron en el arbitraje un procedimiento de resolución de disputas que les
resultó más expeditivo en tiempos de graves conflictos interpersonales e
intergrupales, sobre todo en los procesos violentos y confusos que siguieron al
proceso de la reconquista y repoblamiento de tierras. El arbitraje es un
procedimiento voluntario al que se someten las partes en la búsqueda de un
dictamen obligatorio que zanje las diferencias; acuerdo que busca trascender a
las épocas y a los compromisarios con calidad de sentencia judicial (Merchán
Álvarez, 1981). Según M. Bouchat (1989:439-474), el arbitraje es un modo
privado y pacífico de resolución de conflictos que conoce un gran desarrollo en
Occidente a partir del siglo XII, cronología que se ha puesto en correlación
con el renacimiento del Derecho Romano, pero también con el movimiento de paz
que se desarrolla en Europa en esta época.
La historia jurídica española muestra
fehacientemente que el arbitraje ha estado presente desde mucho antes,
recogiendo los principios del antiguo arbitraje romano. En el Breviario de
Alarico de 506, los árbitros elegidos por las partes únicamente podían
emitir un laudo que carecía de fuerza ejecutoria, sin que esto fuera un
obstáculo para que las partes pactaran una pena contra el litigante que se
negara a acatar la decisión. Esta regulación específica consideraba al
arbitraje como un proceso jurídico privado, siguiendo las normas arbitrales
contenidas en las disposiciones teodosianas (Montoya Alberti, 2015: 27).
En el Liber Iudiciorum del año 654 y
posteriormente en el Fuero Juzgo de Fernando III se recoge la opción de
acudir al arbitraje:
En el Derecho visigodo se inició una tradición
judicialista del arbitraje muy acentuada: para el Liber Iudiciorum los iudices
ex consensu partium han recibido potestad para juzgar y por ello deberán
tener el nombre, los derechos y las responsabilidades de los otros jueces y
además su sentencia es ejecutiva como la de los jueces ordinarios. Esta
tradición fue recogida sin modificaciones en el Fuero Juzgo. (Merchán
Álvarez, 1985: 69)
En el Liber Iudicorum se establece
entonces una equivalencia entre los árbitros y los jueces, lo que influyó para
que el Fuero Juzgo recogiera el principio de árbitro como una especie de
juez: se refleja este predominio de los caracteres judiciales sobre los
obligacionales, usándose términos que son propios de los sujetos que desempeñan
una función judicial, “alcaldes avenidores”, teniendo las sentencias arbitrales
fuerza ejecutiva y de cosa juzgada (Montoya Alberti, 2015: 28).
Esta equiparación entre árbitro y juez, que
influye en el Fuero Juzgo, también se observa en algunos fueros
municipales. Merchán Álvarez realiza un magnífico recorrido por los distintos
fueros, como los de Sepúlveda, Soria, Zamora, Salamanca, Ledesma y Plasencia,
en los que se registra la figura arbitral, así como la ausencia de la
terminología en otros fueros de la misma época, lo cual induce al autor a
pensar que esto se debió, tal vez, a la escasa preocupación de algunas
localidades por reglamentar el proceso (Merchán Álvarez, 1985: 67). En el
Derecho local castellano-leonés medieval existió, junto a la jurisdicción
ordinaria, una forma de justicia municipal que se puede denominar genéricamente
alcaldía de avenencia, en la que las partes litigantes comprometen la
solución de sus controversias a la decisión de unos terceros, alcaldes de
avenencia, elegidos por ellas (Merchán Álvarez, 1985: 89). Muchos de los
casos particulares analizados por el autor se producen en los mismos años en
que la reina María libra su sentencia y se ajustan a lo estipulado en los
fueros de cada localidad.
Los términos y conceptos tradicionales que se
observan en los fueros (alcaldes de avenencia, judgadores de avenencia,
jueces de avenencia, avenidores) se reconocen en el Espéculo, y
algunos vocablos también se reproducen en las Partidas (avenidores,
juezes avenidores, jueces de avenencia). En el Espéculo aparece, además,
el tema de la recusación de los jueces de avenencia: expresamente, se excluía
la recusación de los jueces, al estimar que, por haber sido elegidos por las
partes, no tenían derecho a “recusarlos por sospecha” (González Coronas, 1982).8
Por su parte, en el Fuero Real se otorga a
los alcaldes la facultad para constituir al arbitraje en un procedimiento
general: se consolida su aspecto jurisdiccional, distinguiéndose entre avenidores
que resuelven en derecho, y arbitradores,que actúan como amigables
componedores. La jurisdicción se ejercería solo por alcaldes nombrados por el
Rey y por los árbitros (Montoya Alberti, 2015: 29).
Las Partidas continúan la tendencia del
arbitraje jurídico9 en la consideración del arbitraje
como una especie de función judicial, incluyendo a los “juzgadores de albedrío”
en la parte dedicada a enumerar las “muchas maneras” que hay de jueces (aunque
se advierte, como en el Fuero Real, la diferencia entre árbitro y
arbitrador, vocablos romano-canónicos) (Merchán Álvarez, 1985: 72).
La confrontación de las sentencias de María de
Molina con las Partidas será posible en muchos aspectos conceptuales y
procesales, en una pureza terminológica que es una manifestación clarísima de
cómo en la cancillería se conocen y se aplican las categorías jurídicas de la
Recepción. De allí que propongamos un cotejo permanente con las Partidas,
sin desconocer que para la misma época se estaban librando arbitrajes en
ámbitos municipales regidos por los fueros respectivos.10
El arbitraje convencional habría constituido una
opción más rápida y económica si se lo comparaba con los procesos de
adjudicación pública en los tribunales, aunque de hecho compartía algunos
mecanismos con el juicio tradicional: las partes o sus representantes
presentaban pruebas y argumentos a un tercero neutral que tomaba una decisión
obligatoria. Hay que destacar que el arbitraje tenía su origen en la autonomía
de la voluntad de las partes, quienes elegían esta senda para la solución de
sus controversias. Libertad que se expresaba también en la materia específica
que el avenidor iba a resolver, el lapso de tiempo estimado para dar sentencia,
las penas por incumplimiento del laudo y la posibilidad de retirarse por
cuestiones justificadas.
El arbitraje fue ampliamente utilizado como una
alternativa eficaz: destacamos la posibilidad que concedía la monarquía de
dirimir sus litigios fuera de la justicia oficial, valiéndose de este poderoso
medio arbitral para solucionar los problemas. En el caso que abordaremos en
este trabajo, la singularidad estriba en que la reina en persona es la que
actúa como árbitro de la contienda, poniendo todo el aparato institucional al
servicio de la concordia de las partes enfrentadas. Nuestra hipótesis es que
esta tendencia respondía a la necesidad de evitar que la totalidad de los
litigios fueran derivados a la justicia de los tribunales ordinarios, lo cual
produciría inexorablemente la saturación del sistema judicial, el
encarecimiento y la lentitud de los procesos. A sabiendas de la insuficiencia
del sistema judicial central y de la tremenda cantidad de conflictos
existentes, la monarquía, sabiamente, propendería a la solución a través de
avenidores, que garantizaban la pacificación a más bajo costo.
La sentencia como documento notarial es de enorme
valor, en tanto estudio del derecho aplicado a casos concretos de conciliación.
En la sentencia librada en Zamora el 15 de julio de 1301 se observan los
espacios/derechos en litigio y la enumeración de participantes del proceso.
Ante la reina comparecen don Alfonso, obispo de Coria, y don Gonçalo Peres,
maestre de la Orden de Alcántara y del convento. Seguidamente, se especifica la
razón de la disputa y se consigna la posición de las partes. El obispo
denuncia: “[…] tomas de frutos e de ganados e de otras cosas que el obispo
disia que el maestre e el convento tomaban e le enbargaban e le fisieran muchos
tuertos e muchas fuerças sin rason e sin derecho e contra su voluntad” (Martín
Martín, 1989: 90).Los frailes, por su parte, acusan al obispo de haberles
quitado la encomienda y la puebla de San Juan de Toro, con las aceñas y otros
bienes:
[…] en rason de la comienda de San Iohan de Toro
el Viejo e de la puebla desse lugar e de las asennas e de todas las otras cosas
que pertenesçen a la dicha puebla e a la dicha comienda de los esquilmos
dellas, de quel maestre disia que seyendo la orden tenedores e non seyendo
llamados nin oydos sobrello, que don Alfonso, obispo sobredicho, les fisiera
desapoderar de la dicha puebla e comienda e de las otras cosas sobredichas, e
que gelo tenia tomado sin rason e sin derecho e contra su voluntad (Ibidem).
El documento manifiesta que existe una
carta-compromiso anterior, por la cual las partes se habían avenido a designar
árbitro en la persona de doña María: “por el poderío que me dado fue en el
compromiso”. Queda expuesto que el origen de la intervención del
árbitro obedece al concierto de voluntades de las partes que lo solicitan y se
podría hablar del arbitraje como un pacto o como un contrato.11
Seguramente, en el compromiso constarían las renuncias de las partes a todo
fuero o ley que les correspondiere y legítimas acciones contra presuntos vicios
de nulidad (Merchán Álvarez, 1987: 131). El convenio más simple y económico es
la convocatoria de un solo árbitro: el tiempo para la preparación, atención de
las propuestas y decisión será más acotado (Gladstone,
1984: 9).
A la reina se le otorga amplia discrecionalidad
para librar el laudo que le parezca conveniente: “Et cada cosa que yo mandase
iudgando o componiendo o aviniendo o albedriando, quier por fuero quier por
juysio quier por alvedrio o por composiçion o por abenençia o en qual manera
quier, que yo lo toviese por bien o la mi merçed fuesse, que amas las partes
estudiessen por ello […]” (Martín Martín, 1989: 90). Esta fórmula
seguramente remite a lo expresado en el compromiso: los compromisarios han
concedido un poder extraordinario y pleno a la reina para que resuelva. Así, el
arbitraje es eminentemente pragmático y se orienta a la resolución rápida e
idónea de la disputa, dando un fin a la querella de la manera que el árbitro lo
considere más acorde al tenor del problema (Bouchat, 1989). Se ha otorgado al
árbitro un poder con alto grado de discrecionalidad. Podrá realizar, o bien un
arbitraje jurídico o de derecho, regido por disposiciones legales que ha
de interpretar y aplicar dentro de los alcances precisos de su técnica o especialidad,
o bien un arbitraje o de equidad o amigable composición, en cuyo caso el
árbitro activa soluciones o propuestas de acercamiento entre intereses
contrapuestos, propiciando fórmulas equitativas cuya obligatoriedad queda
sujeta a las reglas del compromiso (Gozaíni, 1995: 127). La sentencia nos
advierte que la reina está facultada para actuar como árbitro iuris, que
dicta su laudo ajustado a las normas estrictas de un derecho determinado; o
“componiendo” (como se verá más adelante en la documentación arbitral
castellana, como árbitro arbitrador o amigable componedor), que
dictamina según su leal saber y entender, de buena fe, dándole a la ley en este
caso mayor margen de discrecionalidad en la búsqueda de solución de la
controversia (Feldstein et al, 1998: 13).12
Con todo, coincidimos con Isabel Alfonso (2005: 49), que
afirma que la dicotomía entre árbitros y arbitradores, que se observa
en los compromisos, es meramente formal, ya que ninguno de los criterios
utilizados en la resolución arbitral quedaría fuera del derecho. Como leemos en
otras actas arbitrales, la calidad con la que se nombra al árbitro y los
poderes que se le otorgan, son amplios y equiparables a los del “juez mayor de
quien non oviese logar apelación nin
agravio nin suplicación ninnulidatnin
otro remedio alguno” (Del Ser Quijano, 1987: 78). Es decir, se reviste a los
árbitros con autoridad total para librar la sentencia y las partes se obligan
voluntariamente a respetar el laudo.
La sentencia de María de Molina es vinculante;
las partes se obligan a su acatamiento, y si alguna de ellas no cumpliere, se
establecen las penas a la parte infractora. La multa asciende a 60.000 maravedíes,
la mitad la cobraría la reina y la otra mitad, la parte cumplidora. Las partes
se obligan al pago de la pena, emplazando todos sus bienes como garantía
(Martín Martín, 1989: 91).
El documento ejemplifica el mecanismo propio del
arbitraje: las partes presentan sus demandas al árbitro a través de sus
procuradores (Idem). Así, el arbitraje convencional comparte
algunos mecanismos muy cercanos al juicio tradicional: las partes o sus
representantes presentan pruebas y argumentos a un tercero neutral que toma una
decisión obligatoria (Ury et al, 1996: 73). Una
vez que la reina toma conocimiento de las posiciones de las partes, se deja
constancia notarial de las cuestiones sobre las que va a arbitrar. Insistimos
en que el arbitraje se lleva a cabo sobre la materia que
disponían las partes, las cuales debían ser acordadas con anterioridad, es
decir, si el arbitraje debía dictaminar sobre todos los asuntos en disputa o
solo parte de ellos. Observamos que en estas consideraciones notariales se
siguen las estipulaciones de las Partidas.13
El documento manifiesta la razón de ser del
arbitraje, que es, específicamente, evitar males mayores.14En general se trata de un procedimiento más expeditivo,
porque no es necesario seguir las formalidades de los juzgados; se puede
imponer un límite de tiempo para librar sentencia y no necesariamente hay que
recurrir a la presencia de abogados ni a pesquisas onerosas.15
Pero debemos aclarar que el árbitro tiene una jurisdicción limitada, ya que no
posee la coertioy la executio
propias de los jueces o magistrados: dependerá de la aceptación, por las
partes, del laudo o del control posterior de una autoridad constituida que lo
imponga. Su decisión es irrevocable por voluntad expresa de las partes, pero
carece de la facultad ejecutiva (Feldsteinet
al, 1998: 12).
Una vez que se cierra el proceso de exposición, se abre
el espacio para la resolución de la sentencia.16
El veredicto debería tener aceptabilidad y, de ser posible, debe mejorar la
relación o, al menos, no afectar o agravar el trato (Gladstone,
1984: 55). La reina afirma en la sentencia: “E yo, sopesando los males y los dannos que cada una de las partes recibieron sobre esta
razón, y atemplando la fuerça
y la pena del derecho, aviendo consejo con omnes
bonos albedriando, mando (…)” (Martín Martín, 1989: 92).Observamos que la reina ha recibido
asesoramiento, cuestión que está contemplada en las Partidas, con la
posibilidad de convocar a otras personas que estén capacitadas para dar consejo
a los arbitradores. Incluso el juez ordinario tiene la posibilidad de obligar a
los avenidores a incorporar consejeros en caso de que las partes lo demanden.17
El arbitraje generalmente está enmarcado en un complejo
acuerdo de determinados asuntos que están enfrentando a las partes. Consecuentemente,
los dictámenes son extensos; tratan de dar una solución a numerosos aspectos, y
otros, los dejan en suspenso para ser resueltos oportunamente en un espacio
acotado de tiempo. El dictamen concluye que la Orden de Alcántara debe al
obispo un total de 90.000 maravedíes, en riguroso acatamiento del privilegio
real otorgado por Sancho IV (1285 y 1292), que ratificará su sucesor Fernando
IV. A este monto se le descuentan 45.000 maravedíes por los fueros
y frutos que el obispo había recaudado a través de la encomienda. El Maestre debe sufragar, entonces, un
total de 45.000 maravedíes, pagaderos en tres cuotas consecutivas de 15.000
(diciembre, abril y septiembre). Concluido este trámite, la Orden se vería
eximida de toda deuda con el obispo. Además, la sentencia exige que se realice
un relevamiento e inventario de las rentas que el obispo debía haber recibido,
en un plazo de dos meses, y dictamina que los freires
desembarguen todos los diezmos y derechos embargados. La diócesis
de Coria, por su parte, debía entregar a la Orden de Alcántara la
encomienda y puebla mencionadas en el pleito, cediendo a la reina todos los
comprobantes que legitimaban su tenencia (Martín Martín,
1989: 92-93).
La sentencia advierte que los territorios en
cuestión habían transitado una situación de conflictividad, lo cual de alguna
manera exige una resolución que tenga en cuenta este elemento de
desestabilización y empobrecimiento. González Mínguez observa que hasta 1301 la
monarquía se vio comprometida en un claro predominio de las acciones militares
causadas por el problema sucesorio que hemos mencionado, a lo que habría que
sumar el programa político desequilibrante de la nobleza y la conflictividad
social de la época. Si bien el autor recalca que estas tres cuestiones esenciales
y concomitantes (sucesión, aspiraciones nobiliarias y crisis social)
condujeron, en definitiva, a una guerra civil de consecuencias variadas,
también establece que existe la dificultad historiográfica para dimensionar las
reales repercusiones de la conflictividad en este período tan crítico de la
regencia de María de Molina (González Mínguez, 2008). Las crónicas se hacen eco
de la devastación producida por la continuidad de las acciones militares al
norte de las tierras extremeñas:
(…) comenzaron aquellos a devastar la dicha
tierra en todos sus extremos pasándola a fuego y espada con todo género de
crueldad, tomándola, asesinando a los hombres, quemando lugares, destruyéndolo
rápidamente y disipándolo inhumanamente cuanto más pudieron hasta llegar al río
Duero (…). Entonces —¡oh dolor!—, ningún mercader ni hombre honrado transitaba
por Castilla, ni el pastor guardaba sus ganados, ni el buey araba la tierra,
sino que las llanuras estaban desiertas, los caminos solitarios, cubiertos de
hierba y frecuentados por liebres más bien que por ganado, y los hombres no
gustaban de otra cosa que de muertes, robos y despojos. Y muchos que antes
solían ganarse el sustento como artesanos o agricultores, convertidos ahora en
guerreros, despojaban a cuantos podían, robaban, pasaban a fuego los poblados y
ya no se respetaba lugar sagrado, sexo ni edad u orden (de Loaysa, 1982: 177).
Aparentemente, las dificultades económicas
generales y las restricciones financieras de la monarquía quedan expuestas en
diferentes frentes. Por ejemplo, en la gestión de María de Molina, respecto de
los conflictos con la corona catalano-aragonesa por la pérdida del reino de
Murcia, se observa una pausa en la ofensiva. Las fuertes reacciones iniciales
castellanas encaminadas a los preparativos para la guerra luego parecen quedar
solo en los anuncios de la reina, pues no se puede concretar una acometida a
raíz de la falta de recursos (Ferrer y Mallol, 2005a: 93; 2005b: 97). En las
noticias comunicadas a Jaime II por Bernardo de Sarria el 20 de junio de 1301
se especifica que la reina se niega a firmar la paz con Aragón y alega que no
habría tregua si no se devolvía el reino de Murcia. El enviado aragonés asegura
que, aunque se hacían preparativos para la guerra, la falta de dinero, la depreciación
de la moneda y la pobreza generalizada condicionaban estos emprendimientos:
“els separeylen de la guerra aytant com poden jasia ço quey a gran pobrea e
gran minua de moneda empero els menaçen molt de paraula axi com sabets que es
lur costum”. (Giménez Soler, 1932, XXXIV: 251)
Las fuentes denotan que realmente hubo una gran
carestía y bastante malestar social, situación que se extendió por lo menos
hasta 1302. Así, leemos en las Memorias de Fernando IV:
En este año fue grand fambre en toda la tierra, é
moríanse los omes por las plasas é por las calles de fambre. É fué tan grand la
mortandad en la gente, que bien cuydaron que murieron el quarto de toda la
gente en la tierra, é tan grande era la fambre que comían los omes pan de
grama, é nunca en tiempo del mundo vió hombre tan grand fambre ni tan grand
mortandad (Benavides, 1860: 81).18
En este clima de ebullición política, con
conflictos externos e internos sin solucionar y con una pobreza generalizada
que creaba un caldo de cultivo para los descontentos, la reina debe ocuparse
nuevamente de este arbitraje que, sin embargo, no logra poner fin a las
querellas entre las partes enfrentadas. En el segundo dictamen, librado el 10
de noviembre de 1302 en Valladolid, la reina responde a la demanda del obispo,
que denuncia al Maestre de la Orden de Alcántara porque no ha cumplido con la
sentencia anterior. Este es un dato muy importante en la cadena de
acontecimientos: tendríamos que evaluar por qué la primera sentencia no
propicia una corriente de soluciones que logre restablecer el cotidiano
desenvolvimiento de las relaciones políticas y económicas de los actores,
atendiendo a que es la reina en persona la que ha intervenido. Por otro lado,
la posibilidad de no acatar la sentencia ya estaba contemplada en el compromiso
de la partes a través de la imposición de una pena por incumplimiento.
Destacamos que, según las Partidas, en el juicio arbitral no cabía la
apelación. Sin embargo, la parte que no estaba conforme con el laudo podía
pactar la pena convencional y, con ello, estar obligada a derecho.19
Entonces, se pone en marcha la pena por
incumplimiento del dictamen de 1301 y se establecen los valores pagaderos al
obispo, nuevamente en tres cuotas consecutivas. Si no se cumple se le
reajustará al doble del valor estipulado. También le deberán entregar la
recaudación de los derechos que se ordenaba en la primera sentencia. Es muy
interesante el resguardo de los intereses de los pecheros que, ajenos a las
controversias entre las instituciones eclesiásticas, habían cumplido
oportunamente con sus obligaciones. Estos quedan exentos de nueva recaudación,
siempre que puedan probar los pagos a través de cartas o testimonios de hombres
buenos (Martín Martín, 1989: 96-97).
Conclusiones
El arbitraje era un mecanismo de conciliación,
paz y concordia, una alternativa de cooperación ante la constante
conflictividad existente en los ámbitos bajomedievales y, al menos en el caso
analizado, parece dar una respuesta concreta y equitativa a las inquietudes de
las comunidades, tendientes a la resolución racional de sus controversias. Con las
sentencias de María de Molina se cerrará un período de disputas entre el
obispado de Coria y la Orden de Alcántara que llevaba más de cincuenta años y
que no se reabriría prácticamente hasta el siglo XV.
La documentación de Coria en torno a los
conflictos que preocuparon y ocuparon a la diócesis nos muestra instituciones
eclesiásticas que tenían la posibilidad de involucrar a las más altas
autoridades en la resolución de las disputas que atentaban contra su integridad
territorial y administrativa. El arbitraje tiene su origen en la
autonomía de la voluntad de las partes, quienes eligen esta senda para la solución
de sus controversias. Pero no cualquiera tenía la libertad de elegir esta vía
de resolución, libertad que se expresa en la materia específica que los
avenidores resolverían, la posibilidad de la exposición de las posiciones, la
selección de las penas por incumplimiento del laudo, las garantías muebles e
inmuebles exigidas y la posibilidad de retirarse por cuestiones justificadas.
En estas sentencias, el árbitro posee un prestigio en el
medio en que se desenvuelve, es capaz de guiar el procedimiento y garantizar un
laudo que se perciba como equitativo (Garcia-Oliver,
2017: 65). Lo que da fuerza al arbitraje es el árbitro; él es el que otorga
legitimidad al acuerdo, contrariamente a la negociación, que autoproduce su legitimidad por su propio proceso (Genet, 2005: 575). Podríamos conjeturar que los
conocimientos legales de la reina estarían en un segundo plano si los
comparamos con la confianza que promueve en las partes por su status, sus
cualidades y atributos. Las características de la gestión pública
de María de Molina han sido motivo de excelentes trabajos históricos que a su
vez recogen las opiniones de los contemporáneos a propósito de las virtudes
políticas de la reina. El tema de la prudencia de María de Molina, su capacidad
negociadora, se podría decir que incansable, y la búsqueda permanente de la
concordia y el asosegamiento, la popularidad de la que gozaba en el
medio, le valieron el elogio de los historiadores de “mediadora afortunada en
todos los conflictos”.20 En estas sentencias de María de
Molina observamos básicamente un conjunto de disposiciones tendientes a
enmendar cuestiones prácticas para alcanzar el consenso de las partes y la
gobernabilidad en medio de la confusión. Los laudos de la reina seguramente
procuraron determinar, al menos en parte, la futura relación entre el obispo y
el maestre y consecuentemente, representaron una oportunidad para realizar una
importante contribución a esa relación. A pesar de que los veredictos parecen
no haber tenido la suficiente aceptabilidad, ya que debieron repetirse en un
corto lapso, seguramente contribuyeron a conformar el rol de la reina como
mediadora, una figura que fue creciendo en popularidad por el sensato accionar
de la tutora y por la intencionada publicidad de sus logros.21
En cuanto al despliegue del poder regio,
consideramos que las sentencias trasuntan la preocupación política de la
monarquía por proteger los derechos de la Iglesia en los territorios de
frontera y la de lograr una situación controlada y tendiente al mejoramiento de
la convivencia. La dificultad política general seguramente obstaculizó esta
intención real y la producción de sobrecartas o cartas de confirmación y
privilegio demostrarían a su vez la crisis de la autoridad política, que debe
reafirmar sus intenciones continuamente. Martín Martín (1989: 19) observa que
la documentación sobre pleitos aumenta considerablemente cuando la situación
política es más inestable. Según Clavero (1976: 162), la autoridad
incontestable de la corona se formula doctrinalmente desde la obra jurídica de
Alfonso X, pero el hecho de que, en situaciones de suma precariedad, no haya
existido un alegato basado en este corpus legal puede significar la falta de
implementación e integración de las Partidas, a pesar de su vigencia
formal.
En relación con el arbitraje deberíamos evaluar hasta
dónde el status, los atributos y cualidades de la reina se traducen en términos
de capacidad efectiva de sus sentencias. Si bien la reina edifica con acciones
concretas su consabida fama, observamos una distancia entre sus intenciones
políticas y las limitaciones que le impone la realidad, que se insertan
claramente en la dinámica de poderes concurrentes del período. La
monarquía transitaba una crisis política constante, pero también estaba
acorralada por la crisis económica. Carlos de Ayala Martínez (2007:664)nos
advierte que la relación de los alcantarinos con la monarquía se intensifica en
estos primeros años del siglo XIV, que coinciden con los comienzos tumultuosos
del reinado de Fernando IV. La Orden de Alcántara, con el liderazgo del mismo
Maestre Gonzalo Pérez que observamos como parte litigante en el arbitraje de
1301, poco tiempo después cooperará con la corona con un crédito de 200.000
maravedíes y 2000 doblas de oro. Por esta operación crediticia, la Orden
recibirá en compensación la villa de Coria y sus aldeas. Gonzalo Pérez y su
sucesor en el maestrazgo, Rodrigo Vázquez, gestionarán otra hipoteca real como
compensación de un segundo préstamo a la corona por 3000 doblas y en este caso,
los alcantarinos recibirán como contrapartida el Alcázar de Trujillo (de Ayala
Martínez, 2007: 664). Como vemos, el asosegamiento no solo beneficiaba a
las partes en conflicto permanente: la corona también se favoreció con esta
corriente de paz y concordia. La monarquía estaba envuelta en la vorágine del
conflicto amorfo y cambiante: no era una parte neutral, no se trataba de un
tercero “excluido” al que solo se le pedía que juzgara o pusiera fin al conflicto
(Entelman, 2002: 133). Nos podríamos preguntar, entonces, cuán imparcial habrá
sido la reina como árbitro, cuando las partes en disputa competían por
convertirse en apoyo sustancial del futuro rey. Y también encontraríamos allí
la respuesta de por qué el Maestre no se sentía obligado con las decisiones de
la reina, si en realidad se había convertido en uno de los soportes de la
monarquía y la gestión del nuevo rey dependía en parte de los préstamos de la
Orden para poder sobrellevar las penurias económicas.
Surge otro cuestionamiento en este caso
particular: si no habrá existido una superposición entre el rol
político-judicial de la reina y su accionar como árbitro. Nos
preguntamos entonces cuánta independencia pudo existir entre la función política
y judicial de María de Molina y su actuación como árbitro. ¿No estaríamos en
presencia de una continuidad de la legislación visigoda, donde el límite entre
juez y árbitro era bastante ambiguo? Recordemos que en las fuentes visigodas es
menos preciso el lenguaje que se utiliza para definir el arbitraje y que los
códigos iniciaron una tradición judicialista del
arbitraje muy acentuada (Merchán Álvarez, 1985: 69). Al parecer, subsistió el
mismo proceso desde la romanidad, pero con una
judicialización de la función del árbitro, es decir que podría haber existido
una superposición de actividades (Bermejo Barrera et al, 2014). Los
estudiosos del arbitraje advierten que la aplicación
del derecho justinianeo fue muy progresiva. Se deberá esperar hasta el final de
la Edad Media para visualizar una desvinculación total entre juez y árbitro.
Será en las Ordenanzas de Medina del Campo de 1489, que se
comenzará a percibir esta incompatibilidad. Allí se expresa la prohibición, que
recae sobre los oidores de la Audiencia, para desempeñarse como árbitros.
Prohibición que se extenderá a los jueces inferiores en 1500, en la Pragmática
de los mismos Reyes Católicos. Este impedimento se reitera para los jueces
superiores en la Real Cédula de la Reina Isabel de 1503 (Merchán Álvarez, 1987:
nota 20).
También podríamos considerar que la tendencia fue una
consecuencia de la jurisdiccionalización del
arbitraje. Como la monarquía auspició la labor de los árbitros y convalidó su
obrar pacificador, en realidad se podría conjeturar que los árbitros gozaron de
jurisdicción derivada de la monarquía, no de las partes que los convocaban en
un acto privado. En cuanto a la metodología
del arbitraje, observamos un estricto seguimiento del modelo romano: la forma
en que se desarrolla el arbitraje puede ser acorde al derecho, es decir, el
tercero debe actuar regido por las disposiciones legales que ha de aplicar en
cada caso para resolver la disputa. O, si se trata de una disputa de intereses,
el árbitro actúa como amigable componedor, propiciando fórmulas equitativas
para acercar a los litigantes, siempre en el marco de las reglas conocidas por
la comunidad. Cualquiera sea la metodología, siempre queda pendiente, si es
necesaria, la intervención judicial ordinaria, ya que el laudo no supone la
asignación de jurisdicción, porque no tiene por sí solo poder ejecutorio. Por
supuesto, si el árbitro elegido era la reina, suponemos que dispondría de los
canales ordinarios a su disposición para hacer efectiva la jurisdicción.
Si bien en el arbitraje analizado observamos un evidente
sustento contractual porque todo el proceso depende del compromiso concertado
por privados, también podríamos apuntar que esa libertad operaría solo en el
momento inicial del arbitraje, en el compromiso; luego, sería totalmente
irrelevante en el resto del proceso, que se ajusta estrictamente a las
disposiciones legales. Por ejemplo, como ya hemos mencionado, si la sentencia
no se cumple, entra en vigor la pena por incumplimiento, pero también está
estipulado que, de no cumplirse, será necesaria la intervención de los
tribunales ordinarios para la ejecución de los laudos arbitrales.
La preocupación por brindar un marco
institucional y legal al arbitraje nos permite suponer que la monarquía
apuntala esta vía como una solución alternativa plausible, capaz de dar
respuestas eficaces y expeditivas. Habrá sido una solución complementaria a la
justicia pública, de ninguna manera competitiva, ya que recibía la asistencia
permanente de los canales jurídicos tradicionales, desde la convocatoria a los
avenidores, la concertación de la materia del pleito, los límites temporales
prescriptos y la obligatoriedad del dictamen. Además, hay que visualizar que la
conflictividad excede la problemática cauriense. Tal vez, la perspectiva de la
reina no fuera llegar a la solución total del problema, en una construcción de
un acuerdo final, sino la coyuntural reducción del conflicto, en un acuerdo que
podría no ser definitivo, pero que habilitaba a las partes para la edificación
de un nuevo escenario de resultados mutuamente beneficiosos. Así, la labor
pacificadora de la reina se inscribiría en un proyecto seguramente más
ambicioso, que era mantener la unión territorial y poblacional del reino para
su hijo, el inminente futuro rey.
Bibliografía
Alfonso X (1851), Las Siete Partidas del Rey Alfonso X el Sabio,
París: Librería de Rosa Bouret y Cía. Glosadas por el Lic. Gregorio López.
Alfonso, I. (2005),
“Lenguaje y prácticas de negociar en la resolución de conflictos en la sociedad
castellano-leonesa medieval”, en Ferrer i Mallol, M.
T. et al, Negociar en la Edad Media, Actas del Coloquio celebrado en
Barcelona los días 14, 15 y 16 de octubre de 2004, Barcelona: CSIC, pp.
45-64.
Arias Guillén, F. (2012), “El linaje maldito de Alfonso X. Conflictos
en torno a la legitimidad regia en Castilla (c. 1275-1390)”, Vínculos de
Historia 1, pp. 147-163.
Asenjo Travesí, E. (2013), “Fuentes impresas e historiografía del
obispado y diócesis de Coria en la Edad Media”, De Medio Aevo 3:1, pp.
43-90.
Benavides, A. (Ed. y notas) (1860),Memorias de Don Fernando IV de
Castilla. Madrid: Imprenta de Don José Rodríguez, t. I.
Bermejo Barrera, J. C. y Romaní Martínez, M. (2014), “Signos, actos e
instituciones. Un arbitraje en la Galicia del siglo XIII”, Boletín de la
Real Academia de la Historia 211:1, pp. 157-166.
Bouchat,
M. (1989), “La justice privée par arbitrage dans le diocèse de Liège au XIIIe
siècle: les arbitres”, Le Moyen Âge. Revue d’histoire et
philologie 3-4:XCV, pp. 439-474. Citado por García Herrero,
C. (2005), “Árbitras,
arbitradoras y amigables componedoras en la Baja Edad Media aragonesa”, en Del
Nacer y el vivir. Fragmentos para una historia de la vida en la Baja Edad Media,Zaragoza:
Institución Fernando el Católico.
Carbó, L. (2009), “El arbitraje: la intervención de terceros y el dictamen
obligatorio (Castilla, siglos XIV y XV)”, Estudios de Historia de España
11, pp. 61-84.
Carbó, L. (2009), “El estilo femenino en la mediación medieval
(Castilla, siglos XIV-XV)”, Actas de las Segundas Jornadas de Filosofía
Política: convivencia democrática, 5 al 8 de mayo de 2009, Bahía Blanca/Mar
del Plata: Centro de Estudios Filosóficos y Sociales.
Carbó, L. (2010), “El arbitraje medieval (Castilla, siglos XIV y XV).
Temas y problemas de la investigación”, Actas III Jornadas de Investigación
en Humanidades, 1 al 3 de octubre de 2009, Bahía Blanca: UNS, pp. 25-29.
Carbó, L. (2010-2011), “El fracaso de la mediación y los procesos
alternativos (Castilla, siglo XV)”, Fundación, X, Actas de las Séptimas
Jornadas Internacionales de Historia de España, pp. 111-118.
Carbó, L. (2011), “Hacia la resolución de disputas: un estudio de
arbitraje en aldeas de Ávila (1451)”, Épocas, Revista de Historia 4, pp.
9-25.
Carbó, L. (2011-2012), “La intervención de terceros en los procesos
negociadores: el recurso de la mediación papal (siglos XIV y XV)”, Cuadernos
de Historia de España. Homenaje a la Dra. María Estela González de Fauve LXXXV-LXXXVI,
pp.153-170.
Carbó, L. (2012), “El estudio de la documentación arbitral: aproximaciones
metodológicas posibilidades temáticas (Castilla, siglos XIV y XV)”, en A. V.
Neyra, y G. Rodríguez, ¿Qué implica ser medievalista? Prácticas y
reflexiones en torno al oficio del historiador, Mar del Plata: Universidad
Nacional de Mar del Plata, Grupo de Investigación y Estudios Medievales y
Sociedad Argentina de Estudios Medievales, vol. II, pp. 79-100.
Carbó, L. (2012), “El fracaso de la mediación y los procesos
alternativos para la resolución de disputas (Castilla, siglos XIV y XV)”, en G.
Rodríguez (Dir.), Saber, pensar, escribir: iniciativas en marcha en historia
antigua y medieval, La Plata: UCALP, pp. 349-370.
Carbó, L. y Pérez, C. (2013), “Consideraciones metodológicas sobre el estudio
histórico de la mediación. Apuntes para un modelo teórico de análisis basado en
el caso castellano (siglos XIV y XV)”, Actas de las IV Jornadas de
Investigación en Humanidades, Homenaje a Laura Laiseca, 29, 30 y 31 de
agosto de 2011, Bahía Blanca: Universidad del Sur, pp. 107-113.
Carbó, L. y Pérez, C. (2013), “El origen de la intervención de terceros
facilitadores (Castilla, siglos XIV y XV)”, Palimpsestos: Escrituras y
Reescrituras de las Culturas Antigua y Medieval, Coronado Schwindt, G. et
al (eds), Bahía Blanca: EdiUNS, pp. 45-53.
Casillas Antúnez, F. J. (2008), “Historia y Toponimia de la Tierra de
Coria” Alcántara 68, pp. 21-44.
Clavero Salvador, B. (1976), “Notas sobre el derecho territorial
castellano, 1367-1445”, en Historia, Instituciones, Documentos 3, pp.
141-166.
Clemente Ramos, J. y de la Montaña Conchiña, J. L. (2006), “Las órdenes
militares en el marco de la expansión cristiana de los siglos XII-XIII en
Castilla y León. La Ordendel Temple en
Extremadura”, e-Spania, [En ligne], 1 juin 2006,
mis en ligne le 29 mars 2008, consulté le 01 décembre 2016. URL:
http://e-spania.revues.org/312
Corral Val, L. (1996), “Organización de la vida religiosa en la Orden
de Alcántara desde sus orígenes hasta la incorporación de la corona”, En la
España Medieval 19, pp.77-97.
Corral Val, L. (1997),
“La Orden de Alcántara y el Papado durante la Edad Media según la documentación
pontificia (primera parte)”, Hispania Sacra 49: 100, pp. 601-623.
Corral Val, L. (1998), La
Orden de Alcántara: organización institucional y vida religiosa en la edad
Media, Tesis de Doctorado, Departamento de Historia Medieval, Universidad
Complutense de Madrid, vol I.
Cruz Barney,
Ó. (2000), “El arbitraje en México: notas en torno a sus antecedentes
históricos”, Ars Iuris 24, pp. 53-117.
De Ayala Martínez, C.
(2007), Las órdenes militares hispánicas en la Edad Media (siglos XII-XV), Madrid:
Marcial Pons.
De la Montaña Conchiña, J. L. (1995), “Obispados y órdenes militares.
Problemas Jurisdiccionales en la Transierra extremeña del siglo XIII”,
Alcántara, Revista del Seminario de Estudios cacereños 34, pp. 29-48.
De la Montaña Conchiña, J. L. (1998), “Iglesia y repoblación. La red
parroquial de la transierra extremeña (1142-1350)”, Anuario
de Estudios Medievales 28, pp. 857-873.
De Loaysa, J. (1982), Crónica de los Reyes de Castilla. Fernando
III, Alfonso X, Sancho IV y Fernando IV (1248-1305), Murcia: Academia
Alfonso X el Sabio, traducción de A. García Martínez.
De los Hoyos, M. M.
(1972), “Doña María de Molina”, Boletín de la Institución Fernán González 179,
pp. 290-321.
De Moxó,
S. (1979), Repoblación y sociedad en la España Cristiana medieval, Madrid:
Rialp.
Del Ser Quijano, G. (Ed.) (1987), Documentación medieval del Archivo
Municipal de San Bartolomé de Pinares (Ávila), Ávila: Ediciones de la
Institución “Gran Duque de Alba”.
Del
Valle Curieses, R. (2000), María de Molina: el
soberano ejercicio de la concordia (1260-1321), Madrid: Alderabán.
Entelman, R. (2002), Teoría de conflictos. Hacia un nuevo paradigma, Barcelona:
Gedisa.
Feldstein de Cárdenas, S. y Leonardi de Herbón, H. (1998), El
arbitraje, Buenos Aires: Abeledo Perrot.
Ferrer y Mallol, M. T. (2005a), Entre la paz y la guerra. La corona
catalano-aragonesa y Castilla en la Baja Edad Media, Barcelona: C. S. I. C.
Ferrer y Mallol, M. T. (2005b), “Negociacions per a una conquista i
rituales per a un canvi de soberanía: la conquista del regne de Múrcia per
Jaume II”, en Ferrer i Mallolet al, Negociar en la Edad Media, Barcelona:
C.S.I.C, pp. 87-122.
Gaibrois Riaño de Ballesteros, M. (1935), “Un episodio en la vida de
María de Molina”, Discurso leído en la Academia de la Historia, Madrid, 2 de
febrero de 1935. http://bibliotecadigital.jcyl.es/i18n/catalogo_imagenes/grupo.cmd?path=10067888
Gaibrois Riaño de Ballesteros, M. (1936), María de Molina, tres
veces reina, Madrid: Espasa Calpe.
García Herrero, C. (2005), “Árbitras, arbitradoras y amigables componedoras en
la Baja Edad Media aragonesa”, en Del Nacer y el vivir. Fragmentos para una
historia de la vida en la Baja Edad Media. Zaragoza: Institución Fernando
el Católico.
García Herrero, C. (2015), “María de Castilla, reina de Aragón
(1416-1458). La mediaciónincansable”, e-Spania [En ligne], 20 février 2015, mis en ligne le 13
février 2015, consulté le 02 décembre 2016. URL:
http://e-spania.revues.org/24120.
Garcia-Oliver, F. (2017), “Mediación de paz: el recurso a los arbitradores
en el reino de Valencia (siglos XIV-XV)”, Hispania LXXVII: 255,
enero-abril, pp. 43-68.
Genet, J-P, (2005), “Conclusion. Négocier: vers la constitution de
normes”, en M. T. Ferrer i Mallol et al, Negociar en la Edad Media,
Actas del Coloquio celebrado
en Barcelona los días 14, 15 y 16 de octubre de 2004, Barcelona: CSIC,
pp. 571-589.
Giménez
Soler, A. (1932), Don Juan Manuel. Biografía y estudio crítico,
Zaragoza: Academia Española.
Gladstone, A. (1984), Voluntary arbitration
of interest disputes, Ginebra: International Labour Office.
González Coronas, S. M. (1982), “La recusación judicial en el derecho
histórico español”, Anuario de Historia del Derecho español LII, pp.
511-615.
González Mínguez, C. (1998), “La minoría de Fernando IV de Castilla
(1295-1301)”, Revista da Faculdade de Letras 2, pp. 1071-1084.
González Mínguez, C. (2004), “Femando IV de Castilla (1295-1312):
Perfil de un reinado”, Espacio, Tiempo y Forma, Serie III, Ha. Medieval
17, pp. 223-244.
González Mínguez, C. (2008), “Crisis sucesoria y conflictividad social
durante el reinado de Fernando IV (1295-1312)”, en J. M. Nieto Soria y Ma. V.
López-Cordón Cortejo (Eds.), Gobernar en tiempos de crisis. Las quiebras
dinásticas en el ámbito hispano (1250-1808), Madrid: Sílex, pp. 339-368.
González Mínguez, C.
(2012), “El perfil político de la reina María de Molina”, Espacio, Tiempo y
Forma, Serie III, Ha. Medieval 25, pp. 239-254.
González Mínguez, C.
(2015), “Itinerario palentino de Fernando IV de Castilla (1295-1312)”, Publicaciones
de la Institución Tello Téllez de Meneses 86, pp. 87-101.
Gozaíni, O. (1995), Formas alternativas para la resolución de conflictos, Buenos
Aires: Depalma. http://webs.ucm.es/BUCM/tesis/19972000/H/0/H0039901.pdf
Martín Martín, J. L. (1982), “Algunos problemas de la crítica
histórica en la restauración del obispado de Coria”, Norba.
Revista de Arte, Geografía e Historia 3, pp.181-190.
Martín Martín, J. L. (Dir.) (1989), Documentación medieval de
la Iglesia Catedral de Coria, Salamanca: Publicaciones Universidad de
Salamanca. Documento 50.
Merchán Álvarez, A.
(1981), El arbitraje. Estudio histórico-jurídico, Sevilla: Publicaciones
de la Universidad de Sevilla.
Merchán Álvarez, A. (1985), “La alcaldía de avenencia coma forma de
justicia municipal en el Derecho de León y Castilla”, En la España medieval
6, pp. 65-91.
Merchán Álvarez, A.
(1987), “El arbitraje sobre términos de villas
señoriales”, Medievalismo 14, pp. 123-139.
Monsalvo Antón, J. M. (2000), La Baja Edad Media en los siglos XIV y XV.
Política y cultura, Madrid: Síntesis.
Montoya Alberti, J. U.
(2015), “El arbitraje en la Constitución de Cádiz y su proyección en los países
de Hispanoamérica”, Revista Jurídica Docentia et
Investigatio17:2, pp. 25-48.
MoretaVelayos, S. (1996), “Notas sobre el franciscanismo y
dominicanismo de Sancho IV y María de Molina”, en J. I. de la Iglesia Duarte,
J. García Turza, J. Á. García de Cortázar y Ruiz de
Aguirre (Coord.), VI Semana de Estudios Medievales: Nájera, 31 de julio al 4 de
agosto de 1995, pp. 171-184.
O´Callaghan, J. F. (1986), “Las cortes de Fernando IV: cuadernos
inéditos de Valladolid 1300 y Burgos 1308”, Historia. Instituciones.
Documentos 13, pp. 315-328.
Rochwert-Zuili, P. (2015), “La actuación pacificadora de María de
Molina”, e-Spania [En ligne], 20 février 2015, mis en ligne le 13
février 2015, consulté le 03 décembre 2016. URL: http://e-spania.revues.org/24170.
Rosell, C. (ed.) (1875), Crónicas de los Reyes de Castilla
desde don Alfonso el Sabio hasta los Católicos don Fernando y doña Isabel, Madrid:
Rivadeneyra, t.II.
Rosende, M. (2012), “La Crónica de Fernando IV: de las ediciones
decimonónicas a una edición con criterio filológico”, en P. Botta, Rumbos del
hispanismo en el umbral del Cincuentenario de la AIH, Vol. VII Historia, Roma: BagattoLibri, pp. 42-55.
Saracino, P. E. (2014), “La construcción literaria de personajes
históricos en la Crónica de Sancho IV”, Estudios de Historia de
España 16, pp. 135-172.
Ury, W., Brett, J. y Goldberg, S. (1996), Cómo resolver las
disputas: diseño de sistemas para resolver los costos del conflicto, Buenos
Aires: Rubinzal-Culzoni, Fundación Libra.
1 En la bibliografía se detallan los
artículos publicados relativos a temas de mediación y arbitraje.
2 El estudio de Casillas Antúnez para la
historia de la población y asentamiento humano en la zona de Coria, abarca
desde el paleolítico inferior hasta el siglo XX en base a la toponimia.
Especialmente es de interés la toponimia que hace referencia a la Orden de
Alcántara, de gran protagonismo en la reconquista y repoblación del territorio
de Coria.
3 “Recordemos que al obispo se le reconocía competencia en los asuntos
estrictamente eclesiásticos, que no afectasen directamente a la orden, con sus freires, y con sus conventos e iglesias propias,
declarados exentos de la jurisdicción diocesana por el Papa. Sin embargo, una
cosa era la orden y otra muy distinta, el territorio sobre el que ella ejercía
el señorío temporal. En este territorio se crearon parroquias, cuyos rectores
quedaban bajo la jurisdicción del obispado en lo espiritual, pero dependían de
la orden en lo temporal” (Corral Val, 1996).
4 Para una detallada enumeración de las
fuentes editadas y la historiografía de Coria, ver el artículo de Asenjo
Travesí (2013). Resulta
problemática la fundamentación documental de las aspiraciones del obispado de
Coria debido a las dudas en cuanto a la autenticidad de las fuentes, que
debieron ser transcriptas por un incendio que arrasó el archivo. Según Martín Martín (1982) se debería hacer estudios más sistemáticos de
los documentos, especialmente las bulas, que se dan por válidos sin la debida
heurística.
5 Para un estudio sobre la bula
falsificada anterior a la de 1301, ver MoretaVelayos (1996).
6 “[…] é vino y el infante D. Juan é todos
los ricos omes é los de los concejos del reyno de Leon é de Galisia, é desque y fueron
ayuntados mostroles la reyna
todo lo que libraron en las cortes de Burgos. É ellos, veyendo
otrosi en como la reyna obrava muy bien, acordaron de servir al rey con cinco
servicios, los quatro para pagar las soldadas á los
fijos dalgo é el otro para la legitimacion
del rey é de sus hermanos. E despues libraron todos
los concejos, en guisa que fueron ende todos muy pagados, é en la semana
postrimera del mes de Agosto fueron partidas las cortes, é fueronse
cada uno para sus tierras” (Benavides, 1860:
t. I, 82). Para el itinerario de Fernando
IV en este período, cf. González Mínguez (2015).
7 Cortes de Valladolid de 1300: por los
temas tratados en las Cortes podemos imaginar las distintas problemáticas que
comprometían al gobierno de Fernando IV o, mejor dicho, de sus tutores
(O’Callaghan, 1986).
8 “En lo que se refiere a la posibilidad de
recusar a los árbitros [en la Partida III, Ley XXXI, Tít. IV], ésta se
podía dar cuando alguno de ellos resultare enemigo de alguna de las partes,
había recibido regalos de la otra parte o un precio, después de haber sido
nombrado. En este caso, las Partidas establecen los pasos a seguir: se le debía
requerir ante hombres buenos para que dejase de conocer del asunto, si no lo
hiciere, se le manifestaría al juez ordinario para que éste, después de
investigarlo, le prohibiese seguir conociendo, y si aun así seguía en el
asunto, su sentencia no será válida y podía ser desobedecida” (Cruz Barney, 2000: 63).
9 La legislación alfonsí se apartaría un
tanto de la concepción contractualista del arbitraje.
Según la tesis contractualista, el arbitraje se
define por un pacto o un contrato: es una forma de heterocomposición
por la cual “alguien, en unión de su contendiente, llama a un tercero y se
compromete a aceptar y quedar ligado por el resultado que ese tercero proclame
como dirimente entre ellos”. Ello no supone que el arbitraje sea un proceso ni
que el árbitro sea un juez, porque el origen de la intervención del
procedimiento encausado obedece al concierto de voluntades destinadas a
producir efectos jurídicos (Gozaíni, 1995: 118).
10 Los fueros imponían restricciones a la
utilización del proceso: según Merchán Álvarez(1985:90), lamayoría de los fueros municipales
limitaban bastante los pleitos que se podían someter a arbitraje. En algunos
casos seguían un sistema de determinación del objeto inspirado en criterios
cuantitativos: solo se podían someter a arbitraje los pleitos de cuantías muy
bajas que oscilan entre uno y veinte maravedíes. Pero no faltan cuerpos
normativos en los que se dispongan sistemas de determinación del objeto
inspirados en criterios cualitativos, según los cuales pueden someterse a la
alcaldía de avenencia todos los pleitos “menos las cosas que pertenecen a
Palacio” (Sepúlveda) o “ningún pleito de justicia” (Fuero Real). Específicamente se detallan en las Partidas
las cuestiones que son factibles de librar por medio del arbitraje y aquellas que
indefectiblemente deberán recurrir a los procedimientos ordinarios de la
justicia (Partidas III, Título IV, Ley 24). Enfatizamos que el código alfonsí impulsa
enérgicamente la utilización del arbitraje como método eficaz de resolución de
controversias y esto se observa en la flexibilidad que expresan las
especificaciones en cuanto a los pleitos et contiendas que se pueden
poner en manos de avenidores y quiénes pueden recurrir a este proceso (Partidas III, Título IV, Ley 26).
11 En las Partidas
observamos claramente este principio de libertad y disposición de las partes
para elegir esta vía de resolución de conflictos: “Árbitros en latin, tanto quiere dezir en
romance, como Juezes avenidores, que son escogidos, e
puestos de las partes, para librar la contienda, que es entrellos”
(Partidas III, Título IV, Ley 23). Específicamente, se detallan en las Partidas
las cuestiones que es factible dirimir por medio del arbitraje y aquellas que indefectiblemente
deberán recurrir a los procedimientos ordinarios de la justicia (Partidas
III, Título IV, Ley 24). Enfatizamos que el código alfonsí impulsa
enérgicamente la utilización del arbitraje como método eficaz de resolución de
controversias y esto se observa en la flexibilidad que expresan las
especificaciones en cuanto a los pleitos et contiendas que se pueden
poner en manos de avenidores y a quiénes pueden recurrir a este proceso
(Partidas III, Título IV, Ley 26).
12 Para las Partidas, bajo la
denominación de árbitros, término latino que en sentido amplio se
corresponde con el de juezes avenidores o juezes de avenencia, o
simplemente avenidores, hay que incluir dos tipos: aquellos que deben
proceder y decidir con arreglo a las leyes y en la misma forma que los jueces
ordinarios, y que son árbitros en sentido estricto o árbitros de derecho, en
primer lugar, y en segundo, aquellos que pueden proceder y decidir según su
leal saber y entender, en la manera que ellos tuvieren por oportuna, sin
necesidad de sujetarse a las disposiciones y formas legales, los cuales son
llamadas en latín arbitradores y en romance alvidriadores y comunales
amigos (Partidas III, Tít. IV, Ley 23) (Merchán Álvarez, 1985:
72-73).
13 “E de todas estas cosas, que las partes
pusieren entre si, quando el pleyto meten en mano de auenidores, deue ende ser
fecha carta por mano de Escriuano publico, o otra que sea sellada de sus
sellos, porque non pueda y nacer despues ninguna dubda” (Partida III, Título IV, Ley 23).
14 Aquí la sentencia sigue a las Partidas:
el código alfonsí impulsa la utilización del arbitraje como un medio idóneo
para alcanzar la concordia. “Auenencia es cosa que los omes deuen mucho cobdiciar de auer entre si;
e mayormente aquellos que han pleyto, o contienda sobre alguna razon, en que
cuidan auer derecho. E por ende dezimos, que quando algunos meten sus pleytos
en mano de auenidores, que aquellos que lo reciben mucho se deuen trabajar de
los avenir, juzgandolos, de manera que finquen en paz” (Partidas III, Título IV, Ley 26).
15 Las Partidas estipulan que se deben
respetar los tiempos convenidos por las partes al momento de solicitar el
arbitraje. Si no se ha determinado un tiempo específico, los avenidores deben
llegar a la sentencia lo más rápido posible y se abre la posibilidad a la
intervención del juez ordinario en caso de demoras injustificadas. Además, se
especifican las causas por las cuales se pueden permitir las demoras o penar
los retrasos (Partidas III, Título IV, Leyes 29 y 30).
16 Aunque denominamos sentencias a las
soluciones provenientes del arbitraje, debemos aclarar que no son sentencias
típicamente dispuestas, sino laudos, dictámenes o resoluciones. La sentencia
que proviene de un juez es un mandato imperativo, porque éste tiene autoridad e
imperio para ejecutar lo juzgado (Gozaíni, 1995: 127).
17 Partidas III, Título IV, Ley 26.
18 La Crónica de Fernando IV (Rosell, 1875 t. II: 119) repite el mismo texto que
Benavides en las Memorias de Fernando IV. Para las versiones decimonónicas
de la crónica fernandina, cf. Rosende (2012).
19 En la Partida III, Tít. IV, Ley
XXXV se establece el procedimiento si una de las partes no está de acuerdo con
el laudo y desea pactar la pena. Asimismo, se estipula el procedimiento si no
hay pena por incumplimiento de la sentencia: “En el caso en que no se había
pactado pena alguna, una de las partes podía negarse a obedecer el laudo y no
ser obligada a obedecerlo si así lo expresaba, pero si ninguna de las partes se
inconformaba con la resolución y la acataban, ya sea de palabra, por escrito o
tácitamente dentro del término de diez días, el juez ordinario del lugar la
podía hacer cumplir a instancia de alguna de las partes” (Montoya Alberti,
2015: 30).
20 Sobre las cualidades de la reina para
llegar al consenso en situaciones de conflicto, cf. Gaibrois Riaño de Ballesteros (1935) y
(1936), González
Mínguez (2012) y (2004); del Valle Curieses (2000).
21 Resulta muy interesante el estudio que
realiza Saracino (2014) sobre la construcción del personaje de
la reina María como buena consejera, ya desde el reinado de Sancho IV. La reina
es más que una aliada para su marido: su participación significa una garantía
de justicia para todos, incluso para los opositores al rey. También se
comprueban las acciones persistentes de la reina en contra de sus detractores.