In occultis conventiculis, sicut heretici”: La cuestión de la predicación laica y las referencias a lo oculto en Inocencio III

 

In occultis conventiculis, sicut heretici”: The Question of Lay Preaching and the References to Hidden in Pope Innocence III

 

 

 

Alejandro Morin

Universidad de Buenos Aires - Universidad Nacional de Córdoba – CONICET, Argentina

alemorin1967@gmail.com

 

 

Resumen

Se analizan las referencias al campo semántico de lo oculto en la epístola de Inocencio III al clero y pueblo de Metz (1199) de la que se extraerá la decretal Cum ex injuncto (X 5.7.12). Esta decretal fue asociada otrora con la desconfianza papal respecto de las traducciones vernáculas de la Biblia. Centrada en la predicación laica, fue escrita en un momento particular de la lucha de la Iglesia contra las herejías, el inicio del pontificado de Inocencio III. Las referencias a lo oculto/invisible en este texto son numerosas y ricas en connotaciones, tanto negativas como positivas. La ligazón entre el par visibilidad/ocultamiento y las condiciones legítimas de enunciación de la Palabra es evidente y señala modelos alternativos de ejercicio del poder en la respublica christiana.

 

Palabras clave: Predicación - Oculto - Gobierno papal - Derecho canónico

 

 

Summary

This paper analyzes the references to the semantic field of hidden in Innocent III’s epistle to the clergy and people of Metz (1199), which was the source of the decretal Cum ex injuncto (X 5.7.12). This decretal was once associated with papal mistrust toward the vernacular translations of the Bible. Focused on lay preaching, it is written at a particular moment in the Church’s struggle against heresies, the beginnings of Innocent III’s pontificate. There are plenty of references to the hidden/invisible, rich in connotations both negative and positive. The opposition visibility/concealment is evidently linked with the legitimate conditions of enunciation of the Word. Such link points to alternative standards for the exercise of power in the respublica christiana.

 

Keywords: Preaching - Hidden - Papal Government - Canon Law

 

Recibido: 23/01/2018

Aceptado: 07/04/2018

 

 

En su análisis del discurso antiherético de los siglos XII y XIII, Lucy Sackville (2011: 164-165) plantea que el material recopilado en el título 7 del quinto libro del Liber Extra revela un punto de inflexión en la caracterización de los herejes. Se trata de la relevancia que cobra, en la definición de los herejes, la acusación de falsa apariencia y de actuación en lo oculto. En este trabajo nos vamos a centrar en uno de esos documentos, la decretal Cum ex injuncto recopilada como X 5.7.12 o más bien en el texto íntegro de la epístola de Inocencio III, de la cual el compilador extrajo la decretal. La carta de Inocencio fue recolectada inicialmente por Rainiero de Pomposa con otras mil doscientas en una compilación que se preservó en un fragmento y un único manuscrito completo, descubierto y editado en el s. XVII por Etienne Baluze, y luego, por Migne en la Patrologia.1

La decretal de Inocencio III resulta particularmente útil para pensar esta nueva preeminencia de lo oculto en el tratamiento canónico de la herejía. Por un lado, un rastreo del léxico de la epístola de base, lógicamente breve, permite ver una importante recurrencia de menciones a lo oculto y nociones anexas asociadas por contexto. Por otro lado, el texto suma a la cantidad de menciones una gran variedad léxica, ampliando de forma notable el campo semántico de marras. Esta riqueza supone el trabajo con distintos niveles de análisis: el texto papal presenta tratamientos diferenciados de lo oculto al abordar cuestiones con las que la Iglesia debe lidiar y en ese sentido puede ser pensado como una puesta en orden, al disponer la correlación correcta entre tales referentes. Por último, la decretal articula explícitamente el tratamiento de lo oculto con las condiciones de enunciación discursiva que hacen al fundamento del poder en la respublica christiana.

Cum ex injuncto forma parte de un conjunto de tres epístolas de Inocencio III a propósito de un episodio sucedido en la ciudad de Metz en 1199, es decir, a un año de iniciado su pontificado. Las dos primeras, del mes de julio y probablemente del mismo día, responden a una misiva del obispo de la ciudad, Bertram (1180-1212), donde se notifica a la Sede Apostólica de la existencia de un movimiento de piedad entre los laicos de su grey sospechado de herejía. En una de ellas, el papa le escribe solo al obispo, mientras que la otra, la que dio pie a la decretal X 5.7.12, está dirigida al clero y al pueblo de Metz. Carecemos de la misiva original de Bertram, pero la narratio introductoria a la respuesta papal nos permite reconstruir su contenido, en el cual ya hallamos referencias a lo oculto:

 

En verdad, nuestro venerable hermano el obispo de Metz nos ha manifestado en su carta que tanto en la diócesis como en la ciudad de Metz la multitud de laicos y mujeres, en cierto modo desmesuradamente llevada por el deseo de las Escrituras, ha hecho traducir para sí a la lengua gálica los Evangelios, las epístolas paulinas, el salterio, los comentarios sobre Job y muchos otros libros, aplicándose a este tipo de traducción tan voluntariamente (pero ojalá también prudentemente) que en reuniones secretas los laicos y las mujeres se atreven a proferir tales asuntos entre sí y a predicar el uno al otro: también desprecian la compañía de los que no se mezclan con personas similares a ellos y consideran ajenos a ellos a los que no alinean sus oídos y ánimos con ellos; cuando algunos de los sacerdotes párrocos quisieron reprenderlos respecto de estos asuntos, se mantuvieron firmes delante de ellos, tratando de introducir razones de las Escrituras por las que estas cosas en modo alguno debían prohibirse. Algunos de ellos también desdeñan la simplicidad de sus sacerdotes; y cuando por estos les es mostrada la Palabra de salvación, murmuran por lo bajo en lo oculto acerca de que ellos la conocen mejor en sus pequeños libros y que pueden explicarla con más prudencia.2

 

Por el tipo de acusaciones que formula Bertram, se ha identificado a estos laicos de Metz con el movimiento valdense. Se cuenta con pocos datos, aunque la historiografía ha planteado un reclutamiento variado proveniente de distintos sectores de la sociedad; en el caso que nos toca, con evidente acceso a alfabetización y —se supone— cierto apoyo de estratos superiores (Lambert, 1986: 92). El episodio de Metz sería un hito en el desplazamiento del movimiento valdense, desde la moderación inicial de Valdo y sus primeros seguidores, hacia una radicalización que lo pondrá del lado de la herejía. Según una proporción directa, a mayor extensión del movimiento, mayor tendencia a la ruptura de unos grupos que, por lo menos hasta los años 1182/83, todavía se hallan en las aguas de la ortodoxia.3

La notificación de Bertram podría indicarnos que el obispo intenta hacer buena letra ante un papa nuevo que, apenas subido al trono de Pedro, insta a los obispos, a través de su correspondencia, a extremar la vigilancia de sus diócesis así como el celo en conducir a sus respectivos rebaños.4 Sin embargo, todo da a entender que el obispo busca más bien el aval de Inocencio para la represión local del movimiento. La respuesta papal resulta, en cambio, más cautelosa y pospondrá la represión.5 Al inicio de su pontificado, Inocencio parece tener hacia los valdenses una política similar a la que ensaya con los humiliati, aunque nunca de manera programática: buscar su reintegración total al seno de la Iglesia (que sí se da, sabemos, de manera parcial con los grupos dirigidos por Durando de Huesca y Bernard Prim).6

En efecto, en la primera carta (Cum ex injuncto), Inocencio establece cuáles son los comportamientos considerados aceptables y cuáles los inadmisibles, pero la multiplicidad de matices revela los escrúpulos de Inocencio para condenar como herejes valdenses a los grupos de Metz hasta contar con información más precisa y global.7 Ese es el sentido de la segunda carta, enviada solo al obispo, donde ordena una averiguación a fondo que permita identificar mejor a estos grupos y dictaminar en consecuencia. La respuesta de Bertram (reiteramos, no disponible para nosotros) parece haber sido insatisfactoria, por lo que Inocencio decide, entonces (lo sabemos por la tercera carta redactada en diciembre de 1199), enviar a Metz una comisión de tres abades cistercienses de sitios relativamente cercanos (Císter, La Crête, Morimond) para que indaguen in situ y le reporten un informe fiable. La apelación a monjes cistercienses en cuestiones de herejía es parte de la política de Inocencio en sus primeros años de pontificado, debida, en gran parte, a la conciencia papal de la poca preparación del clero secular. Esta situación dará lugar a la mutación de la catequesis del s. XIII de la que habla André Vauchez (1981: 7-16).8 La historiografía ha identificado esta comisión de abades con una referencia única, la crónica del cisterciense Alberico de Trois-Fontaines (c. 1250), quien narra que, tras la predicación de ciertos abades enviados a Metz, se quemaron traducciones de textos sagrados a lengua vulgar y se extirpó la secta valdense de la ciudad.9

En el cuerpo de la respuesta de Inocencio a la misiva del obispo detectamos, como dijimos, un importante número de menciones a lo oculto. Estas, lógicamente, responden a la acusación formulada por Bertram acerca de secreti conventiones de los sospechosos. Pero las referencias no se limitan a esta cuestión, sino que se agrupan en tres núcleos de sentido que corresponden a tres secciones sucesivas del texto papal —cada una, con un eje propio—.

En primer lugar, las ocurrencias giran en torno de la oposición entre lo oculto/secreto y lo público/manifiesto. Veamos el texto:

 

Hay, pues, necesidad de una mayor distinción, cuando los vicios entran furtiva y ocultamente bajo el título de virtudes y el ángel de Satanás se transforma fingidamente en un ángel de luz […] Pero aunque el deseo de entender las divinas Escrituras y, según ellas, de exhortar el estudio, no ha de ser reprendido, sino antes bien recomendado, sin embargo, en contra de esto, parece con razón que se argumente el que celebran sus reuniones ocultas, que usurpan para sí el oficio de predicar, que se mofan de la simpleza de los sacerdotes y que desprecian la compañía de aquellos que no están junto a ellos. Porque Dios, la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, odia tanto las obras de las tinieblas, que instruyó a sus apóstoles, a quienes iba a enviar al mundo entero a predicar el Evangelio a toda criatura, diciéndoles abiertamente: “Lo que os digo en tinieblas, decidlo a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde las azoteas”; anunciando manifiestamente que la predicación evangélica no ha de exponerse en reuniones ocultas, como hacen los herejes, sino públicamente en iglesias, a la manera católica. Porque según el testimonio de la verdad, “aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas, mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios”. Por eso, cuando el sumo sacerdote le preguntó a Jesús acerca de sus discípulos y de su doctrina, respondió: “Yo públicamente he hablado al mundo; siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada he hablado en lo oculto”.10

 

En esta primera sección, la condensación de referencias a lo oculto, a la contraposición entre luz y tinieblas y a las falsas apariencias refuerza el planteo de Lucy Sackville (2011: 109-110) acerca de la construcción, entre fines del s. XII y principios del s. XIII, de una imagen indiferenciada de herejía en torno de la falsedad y la clandestinidad.

Hallamos aquí, sin embargo, como uno de los matices que introduce la pluma de Inocencio en el caso específico de Metz, su aprobación del estilo de vida piadoso y de la búsqueda de conocimiento. Esta, antes que constituir un crimen, es objeto de encomio. Pero el hecho de realizar sus reuniones de manera oculta, fuera de la supervisión episcopal, cubre casi automáticamente con un manto de sospecha de herejía el accionar de todos los laicos de Metz.11 La condena de los oculta conventicula deriva prontamente en el tratamiento del tema clave de la decretal, la predicación privada y no autorizada. Se apela, entonces, al texto bíblico para dar cuenta de lo inapropiado de proclamar la Palabra en un ámbito oculto.

El término dominante en este caso es occultus, aunque, como vimos, en la narratio también se emplea secretus para calificar a las reuniones que se busca proscribir. Se trata de dos vocablos muchas veces intercambiables, aunque en determinados contextos técnicos implican dos regímenes distintos. Como señala Jacques Chiffoleau (2006: 360-363), secretum proviene de secernere y supone la acción de separar, aislar, poner aparte, una acción que desde fines del s. XIII está ligada a contextos políticos de construcción de aparatos de poder. Occultum (que procede de occulere/celare) refiere, en cambio, a lo que se esconde a la vista, lo invisible vinculado con realidades incognoscibles. “Oculto” señala la debilidad de la vista y se contrapone a lo manifiesto y tangible. En la decretal, la vinculación con los pasajes bíblicos sobre el par luz/tinieblas resulta así significativa y, podríamos decir, también se daría en ausencia de una supervisión episcopal (que en su etimología también incluye la relación con el mirar: ἐπίσκοπος, de σκοπός, observador, vigilante). Secretus se usa solo una vez y en la narratio, pero la relación con el poner aparte de secernere cuadraría con el supuesto exclusivismo de estos laicos de Metz, que desprecian la compañía de quienes no están con ellos y se separan, a la manera de la secta.12

El segundo núcleo del cuerpo de la respuesta de Inocencio implica un cambio de vocabulario y de perspectiva. Aquí la nota dominante no la da lo oculto, sino el misterio y los arcanos:

 

Además, si alguien objeta que, según el mandamiento del Señor, “no se ha de dar lo santo a los perros ni echar las perlas delante de los cerdos”, ya que el mismo Cristo también dijo no a todos sino solo a los apóstoles: “A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los otros por parábolas”, debe entender que los perros y cerdos no son los que gratamente reciben lo santo y aceptan las perlas, sino aquellos que despedazan lo santo y desprecian las perlas, tal como los que no veneran como católicos las palabras evangélicas y los sacramentos eclesiásticos, sino que antes bien abominan de ellos como herejes, que siempre están criticando y blasfemando, que el apóstol Pablo enseña que deben ser evitados “después de una y otra amonestación”. Arcanos, en verdad, los sacramentos de la fe no deben ser expuestos en todas partes a todos, ya que no pueden ser comprendidos por todos en todas partes, sino solo a aquellos que pueden concebirlos con su fiel intelecto. Por eso el Apóstol dice a los más sencillos: “como a niños en Cristo os di a beber leche y no carne”. Porque el alimento sólido es para el mayor, como él mismo decía a otros: “hablamos sabiduría entre los que han alcanzado madurez”, “pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado”. Tal es la profundidad de la Escritura divina, que no solo los simples e iletrados, sino tampoco los prudentes y sabios bastan enteramente para indagar su conocimiento. Debido a esto, dice la Escritura: “muchos han fracasado en la búsqueda”. De donde fue una vez correctamente establecido en la ley divina que fuera apedreada la bestia que tocare el monte, para que ningún hombre simple e ignorante presuma alcanzar la sublimidad de la sagrada Escritura o predicarla a los demás. Porque está escrito: “No busques lo que es demasiado alto/profundo para ti”. Por eso el Apóstol dice: “no sepáis más de lo que conviene saber; sino saber sobriamente”.

Porque así como muchos son los miembros del cuerpo pero no todos los miembros tienen la misma acción, así hay muchos órdenes en la Iglesia, mas no tienen todos el mismo deber; porque según el Apóstol: el Señor constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, maestros, etc. Puesto que, por lo tanto, el orden de los maestros es casi específico en la Iglesia, nadie debe usurpar indiferentemente para sí mismo el deber de predicar. Porque según el Apóstol, “¿Y cómo predicarán si no fueren enviados?”13

 

Si en la sección anterior parece que todo lo oculto tiene connotaciones negativas por estar ligado a lo clandestino, aquí Inocencio introduce referencias a lo oculto que, al remitir al ámbito de lo sagrado, implican una carga positiva y señala entidades que son legítimamente ocultas y que en tal condición deben permanecer. Esta arcanidad, que supone la conexión con una divinidad inescrutable, aun para personal profesional bien formado (ni hablar, para laicos inexpertos), es pluridimensional: compete a la doctrina, a la liturgia, a las Escrituras.

En un contexto dado por el peso cada vez más fuerte que tiene el sacramento eucarístico (y recordemos que será el IV Concilio de Letrán convocado por Inocencio III el que establezca como dogma la presencia real en la hostia tras largas discusiones),14 Inocencio, cuando solo era Lotario de Segni, había escrito un tratado que llevaba por título precisamente De sacro altaris mysterio. En él planteaba que se debía imponer una disciplina de silencio (secretum silentium) en torno de la celebración del misterio eucarístico: el Canon debe ser alejado de toda exposición que, si es sabido y repetido por todos, erosiona su dignidad.15 Por otra parte, en una epístola de 1202 dirigida al arzobispo de París, definirá el misterio de fe de la eucaristía a partir, en un punto, de la falsa apariencia: “Se dice mysterium fidei, ya que allí se cree algo distinto que lo que se percibe y algo se percibe distinto que lo que se cree”.16 No es casual entonces que, tratando sobre lo oculto y lo invisible, Inocencio incorpore esta valencia sacramental y, de hecho, como plantea Andrew Jones (2015), para Inocencio III la predicación no era simplemente una cuestión de instrucción o exhortación sino que tenía una dimensión litúrgica y sacramental.

El valor escriturario de la arcanidad también es explícito en esta sección, donde se señala la profundidad de un texto cuyo autor es la propia divinidad. Inocencio reconoce que los laicos de Metz no estaban totalmente desinformados y manifestaban un encomiable interés por la Biblia. Pero la profundidad de esta excede las capacidades incluso de hombres entrenados. En este contexto, las citas bíblicas remiten a la cuestión del conocimiento vedado o inconveniente de aquello que es altum.17 Toda esta sección gira, pues, sobre las credenciales necesarias para encarar un conocimiento que siempre guarda un núcleo insondable y cuyo acceso es necesariamente mediato y se habilita solo de manera discriminada.

Ese núcleo encerrado en el sentido de la liturgia o el texto sagrado se expresa a través del vocabulario escogido por el papa en esta sección de su epístola. En efecto, tanto mysterium (que proviene del verbo griego μύω, cerrarse) como archana (que procede de arca, cofre o caja) se vincula con aquello que se preserva a través del acto de cerrar.18 Se trata de tensiones internas clásicas del cristianismo, una religión que postula la existencia de un misterio a ser negado para los neófitos, pero, como dice Michel Senellart (1995: 251), no para imponer una ley de silencio, al estilo del culto mistérico pagano, sino para controlar y disciplinar la posterior proclamación de una Palabra.

En la siguiente sección, el texto papal gira en torno del par visible/invisible en un argumento que está claramente motorizado por la difusión de un evangelismo fuera del control efectivo de unas autoridades eclesiásticas progresivamente impugnadas en lo que hace a su necesaria mediación con el plano divino:

 

Si alguien responde con ingenio que tales hombres son enviados invisiblemente por Dios, aunque no sean visiblemente enviados por el hombre, puesto que una misión invisible es mucho más digna que una visible, y una divina es mucho mejor que una humana (de donde no se dice que Juan el Bautista fuera enviado por el hombre, sino por Dios, como testifica el evangelista: “Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan”), puede y debe ser respondido con toda razón que cuando esa misión interna está oculta, no basta que alguien afirme tan sencillamente que es enviado por Dios, ya que cualquier hereje puede aseverar esto, sino que es necesario que demuestre esa misión invisible por obra de milagro o por testimonio especial de las Escrituras. De donde, cuando el Señor quiso enviar a Moisés a Egipto junto a los hijos de Israel, le dio una señal, para que él cambiara una vara en culebra y volviera a convertir la culebra en vara, para que fuera creído que fue enviado por Él. Juan el Bautista también ofreció de su misión un testimonio especial de las Escrituras, respondiendo a los sacerdotes y levitas que habían sido enviados a interrogarlo acerca de quién era y por qué había tomado para sí el deber de bautizar: “Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías”. Por lo tanto, no debe ser creído el que se dice enviado por Dios, cuando no ha sido enviado por el hombre, a menos que personalmente ofrezca un testimonio especial de las Escrituras o efectúe un milagro evidente. Porque el evangelista también testifica acerca de aquellos que se dice que son enviados por Dios, que estos, una vez en marcha, predicaban en todas partes con la cooperación de Dios y la confirmación de sucesivos signos de su palabra.19

 

Cuando leemos este texto, que trata en última instancia sobre la inasibilidad del mandato divino y su carácter interior, invisible, vemos que, al fin de cuentas, el argumento gira en torno de cómo visibilizar aquello invisible. En efecto, frente al reclamo carismático de contar con un mandato divino, la Iglesia postula la necesidad de una prueba que certifique tal conexión con la divinidad. Esta siempre es posible —eso nadie lo discute—, pero, cuando no se ha dado a través de la mediación eclesiástica, requiere la presencia de “signos” que vuelvan “evidente” lo que está oculto.

Hasta aquí, las tres secciones principales del cuerpo de la respuesta de Inocencio y que reúnen la mayor cantidad de ocurrencias de nuestro rastreo léxico.

Por otra parte, desde un punto de vista historiográfico, la epístola y la decretal han sido leídas en distintas claves. En un primer momento, se la leyó como prohibición de la traducción a lenguas vernáculas del texto bíblico. Ya no se sostiene más esta tesis y un argumento gráfico al respecto es que, como hemos visto en el despliegue del texto, las traducciones son nombradas en la narratio y luego no son retomadas, lo cual es signo de la escasa relevancia que la cuestión tiene para Inocencio.20 Por ello, no discurriremos ahora sobre este punto que la historiografía ha tratado en cantidad.

Por otro lado —y aquí la producción historiográfica es mayoritaria—, se trató Cum ex injuncto en relación con la prohibición de la predicación laica.21 Se ha vinculado el texto papal con los requisitos que la jerarquía eclesiástica impone a la predicación en lo que respecta a la formación profesional, al género y al grado de publicidad. Con respecto al requisito de formación profesional, la decretal de Inocencio abunda en referencias al entrenamiento necesario para el oficio de la predicación que corresponde a uno de los distintos miembros que forman el cuerpo de la Iglesia y no a otros, cada uno con su respectiva función. Como plantea John Moore (2003: 146), debemos tener presente que para los hombres de Iglesia, principalmente aquellos que pasaron por las escuelas de teología, la predicación suponía una habilitación profesional y quienes predicaban sin licentia debían causar el mismo rechazo que hoy día generaría quien practicase cirugías sin un título habilitante en medicina. Con respecto al requisito de género, la epístola no se detiene en este punto pero se encarga en dos oportunidades de mencionar la presencia de mujeres entre los problemáticos laicos de Metz (laicorum et mulierum multitudo y laici et mulieres). Como plantea Michel Lauwers (1997), la condena de la predicación laica (que ningún pasaje bíblico proscribe explícitamente) suele hacerse tras el “rodeo” de la correspondiente a la predicación de las mujeres (contra las cuales sí se puede alegar un arsenal de citas escriturarias).22 Por último, ya hemos resaltado la importancia que el texto de Inocencio otorga a la cuestión de la clandestinidad y del necesario carácter público, manifiesto, de la predicación siguiendo las indicaciones crísticas. Como dice Sackville (2011: 165), el peligro de los herejes en algún punto se mide por el grado de cuán secreto sea su comportamiento. Inversamente, la clandestinidad indica presencia de herejía o en todo caso un alto riesgo de que esta acontezca. Estos requisitos fundamentan la necesidad de una autorización que, casi por defecto, excluye a los laicos.23

Ahora bien, en lo que concierne a la predicación, la epístola que aquí nos convoca también ha sido analizada en relación con las distintas estrategias ensayadas por Inocencio III respecto de las disidencias y las herejías. En particular, con su política dual de reintegrar a los grupos dispuestos a reafirmar o volver a la obediencia y de eliminar a los reacios a retornar al redil.24 El episodio de Metz se lee, entonces, en función de los ensayos llevados adelante con los humiliati y los Pobres reconciliados; su fracaso, como plantea Philippe Buc (1993: 7) sirve también para poner de relieve el éxito de la integración franciscana. Desde este punto de vista, prosiguiendo líneas abiertas ya por Alejandro III y consciente de que la rigidez de la estructura y de la política eclesiásticas empujarían a la herejía a distintos movimientos eventualmente reintegrables, Inocencio ensayó fórmulas de negociación en las que la predicación no estuvo ausente.25 En este punto, una solución de compromiso que permitía incluir a los laicos en la reivindicada proclamación de la Palabra pero a la vez garantizar el monopolio clerical de la predicación fue la juridización de la diferencia entre exhortación y predicación que llevase adelante Huguccio, temática estudiada principalmente por Philippe Buc (1993) y Michel Lauwers (1997). La epístola de Inocencio nos habla de la legitimidad del studium adhortare que presentan los ciudadanos de Metz. La habilitación a todos los cristianos para exhortar representa, en rigor, un mecanismo de control y de exclusividad de la palabra sin un correlato realmente significativo en la práctica concreta del manejo discursivo.26 Por último, esta perspectiva permite también calibrar el éxito de estas políticas de Inocencio y sus avatares en función de las resistencias que estas generaron entre la jerarquía eclesiástica.27 En lo que toca a nuestro corpus, Lauwers (1997: 229) ha señalado cómo, en el recorte del texto de la epístola para su recopilación como decretal en el Liber Extra, se ha perdido un importante caudal de los matices esgrimidos por Inocencio y de hecho se le adjunta un título/resumen que no solo jibariza la retórica del autor sino que en un punto la desvirtúa: Laici non predicent, nec occulta conuenticula faciant, nec sacerdotes reprehendant.

Ahora bien, la lectura que hemos encarado nos permite pensar también otra perspectiva desde la cual analizar este texto en clave de intervención sobre el gobierno eclesiástico. Como recuerda Pietro Costa (2007: 147), la Iglesia, por un lado, es una comunidad de fieles animada por una tensión salvífica y escatológica. Por el otro, es una organización con una estructura jerárquica constreñida a peregrinar en este mundo y, por lo tanto, no renuncia a organizarse como una respublica capaz de gobernar a sus miembros para conducirlos a la salvación. En este marco, una pregunta recorre la historia de tal experiencia: ¿el fundamento de la autoridad se resuelve en la proyección hacia el otro mundo o se asienta en la administración jerárquica y ordenada de su institucionalización? Se trata de un problema clásico: el de la contraposición entre el carisma (que apela a una misión divina interior y oculta o a un mérito fundado sobre la virtud personal) y el reclamo de obediencia a una autoridad en tanto integrante de un sistema de lugares institucionales. Este problema encontró soluciones distintas en escenarios diversos.28

Desde este punto de vista podemos señalar que este texto Inocencio III demarca unas líneas en las que se legitima la instrumentación de mecanismos institucionales para una serie de tratamientos de lo oculto. En primer lugar, se busca someter lo oculto/interior a una supervisión reglada por la normativa. En el gobierno eclesiástico, la autoridad siempre se legitima en la vinculación con el mundo trascendente. Por lo tanto, no se pueden evitar las reivindicaciones de una conexión directa con el plano divino que prescinda de la mediación clerical. En lo que hace a la predicación, se postula el requisito ya mencionado de la encomienda, y cuando se trata de un llamado interior vivido como mandato divino, el texto, de cariz institucional, reclama la visibilización de aquello oculto a través de testimonios escriturarios o de milagros significativos que funcionen como evidencias.

En segundo lugar, el tratamiento de lo oculto sagrado supone controlar los alcances de su exposición y discernir qué sujetos están autorizados a actuar en los ámbitos demarcados. La predicación, como plantea Kienzle (1999), siempre involucra un problema de autoridad y de autorización. En este marco se plantea la diferencia entre predicación y exhortación, que permite unos juegos, paradójicos pero eficaces, de inclusión y exclusión simultáneas.29 El requisito de la autorización es, podríamos decir, institución pura, pues se deriva del mero ejercicio de las funciones en una estructura, independientemente del sujeto que ocasionalmente ocupe dicha función. En este sentido, los habitantes de Metz (si lo que dice de ellos el obispo es correcto) revelarían un profundo desmanejo de lo oculto y lo manifiesto. Llevan adelante reuniones privadas, ocultas o clandestinas (cualquier calificación es viable ya que, por supuesto, se corresponde mal con una realidad exterior al discurso que la instituye) y ello las cubre de sospecha. Al mismo tiempo, aquello que deberían realizar en lo oculto —la corrección fraterna30— lo hacen de forma manifiesta y con torvas intenciones. Veamos lo que dice el texto de Inocencio:

 

Nadie debe defender la audacia de su presunción con aquel ejemplo porque se dice que la burra reprendió al profeta, o lo que el Señor dijo: “¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?” y “si he hablado mal, testifica en qué está el mal”, ya que una cosa es corregir a un hermano que ocultamente peca contra sí mismo (que ciertamente todos están obligados a llevar a cabo según la regla evangélica, en cuyo caso se puede entender en verdad que Balaam fue corregido por la burra), y otra es reprender manifiestamente al propio padre, incluso el que comete faltas, y sobre todo llamarlo tonto en lugar de simple, lo que ciertamente no se le permite a nadie de acuerdo a la verdad evangélica. Porque el que habla tontamente a su hermano, será castigado en el infierno.31

 

En tercero y último lugar, se impone descubrir lo oculto/clandestino. Esto es particularmente evidente en el cuestionario que Inocencio formula a Bertram en la segunda carta, dirigida solo a su persona, donde lo insta a indagar quién fue el autor de la traducción, cuál fue su intención, cómo es la fe de los que usan tal versión, cuál es la causa de su enseñanza y si veneran la Sede Apostólica y la Iglesia Católica. La constitución de una comisión de abades para la investigación in situ y la confección de un informe, tal como lo establece la tercera carta, corona esta voluntad de sacar a la luz lo oculto de este caso.32

En síntesis, frente a una posición “carismática” (esto es, de predicación abierta a todos los que reivindiquen una misión interior oculta), el texto del papa reafirma el papel del lugar institucional y reclama el respeto a las autoridades en tanto tales, más allá del buen o mal desempeño, tal como se debe respeto a la autoridad paterna.

 

Sin embargo, aunque para los sacerdotes el conocimiento de la doctrina es absolutamente necesario, porque según la palabra del Profeta los labios del sacerdote custodian el conocimiento y de su boca exponen la ley, no debe ser expuesto por sacerdotes simples, incluso por doctores, ya que en estos asuntos el ministerio sacerdotal debe ser honrado. Por lo cual el Señor ordenó en la ley: “No injuriarás a los dioses”, que aquí se entiende como sacerdotes, que por la excelencia de su orden y la dignidad de su cargo son nombrados como dioses. De acuerdo con esto, en otro lugar habló del esclavo que permanece voluntariamente con su señor, para que el señor lo ofrezca a los dioses. Puesto que, según la palabra del Apóstol, el esclavo para su propio señor está en pie, o cae, ciertamente un sacerdote debe ser castigado en el espíritu de benevolencia por el obispo, a cuya corrección está sometido, pero en cambio no debe ser reprendido, actuando por orgullo, por el pueblo, de quien es el encargado respecto de la corrección, ya que según el mandamiento del Señor la madre y el padre no deben ser maldecidos sino antes bien honrados, lo cual debe entenderse mucho más respecto del padre espiritual que del carnal.33

 

En todo caso, de hallarse ante pastores inadecuados, los laicos deben abstenerse de criticarlos, por cuanto la Iglesia ya contempla mecanismos jerárquicos para la remoción de malos clérigos a través de la autoridad legítima del obispo:

 

Por otra parte, una cosa es que un prelado, confiado de su inocencia, se someta voluntariamente a la acusación de sus subordinados (en este sentido debe entenderse la mencionada palabra del Señor) y otra cosa es que un subordinado, con ánimo, no tanto de corregir como de denigrar, se levante audazmente contra el prelado, cuando más bien continúa la necesidad de obedecerle. Porque, si tal vez la necesidad exigiera que un sacerdote inútil o indigno deba ser removido del cuidado de su grey, esto debe ser hecho de manera apropiada por el obispo, a cuyo deber se sabe que pertenece tanto la institución como la destitución de los sacerdotes.34

 

Nos hallamos ante una lógica institucional que en el s. XIII funciona en situación de manera distinta a como lo hacía en el s. XI, en pleno terremoto de la Reforma Gregoriana. En tiempos de Inocencio, ya no hay cabida para acciones autónomas de impugnación de pastores por parte de los fieles y el juego clerical se cierra sobre sí mismo.35

Si la cuestión de la predicación plantea dos modelos enfrentados sobre las formas legítimas de ejercicio del poder en la respublica christiana, vemos que allí llevan un papel clave los tratamientos de la relación entre visibilidad/ocultamiento y condiciones de enunciación legítima.36

Una señal de que lo que está en juego es una cuestión de autoridad y poder es, sin duda, la amenaza que cierra la epístola papal, que retoma el lenguaje de la falsa apariencia:

 

Por lo tanto, hijos míos, porque os estimamos con afecto paterno, para que bajo el pretexto de la verdad no os perdáis en la trampa del error y bajo el disfraz de las virtudes no caigáis en el lazo de los vicios, rogamos atentamente a todos vosotros, advertimos y exhortamos en el Señor, uniéndonos a vosotros en la remisión de los pecados, a fin de que retraigáis vuestra lengua y vuestro ánimo de aquellas cosas que hemos señalado como reprensibles, observando la fe católica y el gobierno eclesiástico, para que no suceda que seáis envueltos con palabras falaces o incluso que envolváis: porque si no recibís humilde y devotamente nuestra corrección y paternal amonestación, verteremos después del aceite también el vino, aplicando la severidad eclesiástica, de manera que aquellos que no quisieran obedecer por su propia voluntad, aprendan a consentir incluso a regañadientes.37

 

Inocencio ensaya matices, recurre a soluciones de compromiso, se muestra cauteloso y requiere información para dictaminar.38 Pero, al final del día, lo que claramente no se oculta en su discurso es la opción por la severidad cuando el poder clerical está amenazado.39

 

 

 

Bibliografía

 

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1 Sobre la compilación de Rainiero de Pomposa y su forma de organizar el material, cercana a la visión del derecho de Inocencio, cf. Hartmann & Pennington (2008: 301-303).

2 “Sane significavit nobis venerabilis frater noster. Metensis episcopus per litteras suas, quod tam in diocesi quam urbe Metensi laicorum et mulierum multitudo non modica tracta quodammodo desiderio Scripturarum Evangelia, epistolas Pauli, Psalterium, Moralia Iob et plures alios libros sibi fecit in Gallico sermone transferri, translationi hujusmodi adeo libenter – utinam autem et prudenter – intendens, ut secretis conventionibus talia inter se laici et mulieres eructare presumant et sibi invicem predicare; qui etiam eorum aspernantur consortium qui se similibus non immiscent, et a se reputant alienos qui aures et animos talibus non apponunt. Quos cum aliqui parrochialium sacerdotum super hiis corriperevoluissent, ipsi eis in faciem restiterunt; conantes rationes inducere de Scripturis, quod ab hiis non deberent aliquatenus prohiberi. Quidam etiam ex eis simplicitatem sacerdotum suorum fastidiunt; et cum ipsis per eos verbum salutis proponitur, se melius habere in libellis suis et prudentius se posse id eloqui submurmurant in occulto”. Seguimos para las citas la edición de O. Hageneder, W. Maleczek y A. Strnad (eds.), Die Register Innocenz’ III, t. 2, Roma-Viena: Österreichischen Akademie der Wissenschaften, 1979, pp. 271-275.

3 Cf. Gonnet (1976: 318); Lambert (1986: 89-97); Rubellin (1998: 193-196). Para las discusiones historiográficas en torno del movimiento valdense, cf. Biller (2006).

4 Cf. Moore (2003: 149).

5 Cf. Boyle (1985).

6 Cf. Grundmann (1974).

7 Cf. Selge (1967: 270); Bolton (1972).

8 Sobre el papel de los cistercienses en la primera fase del pontificado de Inocencio III, cf. Lauwers (1997: 216) y LaVere (2016: 121-125). A inicios del s. XIII fueron relevadas por las órdenes mendicantes, lo cual marcaba que el momento de volver a los claustros ya había llegado para los cistercienses. Cf. al respecto Bolton (1972: 82).

9 Pero sin certeza de si actuaron de tal forma por indicación papal, según Boyle (1985: 104).

10 “Tunc autem opus est discretione maiori, cum vicia sub specie virtutum oculte subintrant et angelus Sathane se in angelum lucis simulate transformat […]Licet autem desiderium intelligendi divinas scripturas et secundum eas studium adhortandi reprehendendum non sit, sed potius commendandum: in eo tamen apparent merito arguendi, quod tales oculta conventicula celebrant, officium sibi predicationis usurpant, sacerdotum simplicitatem eludunt et eorum consortium aspernantur, qui talibus non inherent. Deus enim lux vera, que omnem hominem venientem in hunc mundum illuminat, in tantum odit opera tenebrarum, ut apostolos suos in mundum universum predicaturos Euangelium omni creature missurus eis aperte preceperit dicens: «Quod dico vobis in tenebris, dicite in lumine; et quod in aure auditis, predicate super tecta»; per hoc manifeste denuncians, quod evangelica predicatio non in occultis conventiculis, sicut heretici faciunt, sed in ecclesiis iuxta morem catholicum est publice proponenda. Nam iuxta testimonium Ueritatis omnis, qui male agit, odit lucem, et ad lucem non venit, ne eius opera arguantur. Qui autem facit veritatem, venit ad lucem, ut manifestentur opera eius, quia in Deo sunt facta. Propter quod, cum pontifex interrogasset Ihesum de discipulis suis et de doctrina eius, respondit: «Ego palam locutus sum mundo, ego semper docui in synagoga et in templo, quo omnes Iudei conveniunt, et in occulto locutus sum nichil»” .

11Cf. Kienzle (1999 : 23-24).

12 Cf. Ernout-Meillet (1967: 198; 205); Chantraine (1999: 1014).

13 “Porro, si quis obiciat, quod iuxta preceptum Dominicum non est sanctum dandum canibus nec margarite mittende sunt ante porcos, cum et Christus ipse non omnibus quidem sed solis apostolis dixerit: «Vobis datum est nosse misterium regni Dei, caeteris autem in parabolis»; intelligat canes et porcos non eos esse, qui sanctum gratanter accipiunt et margaritas acceptant, sed illos qui sanctum dilacerant et margaritas contempnunt; quales sunt, qui evangelica verba et ecclesiastica sacramenta non ut catholici venerantur, sed abhominantur potius ut heretici oblatrantes semper et blasfemantes, quos Paulus apostolus post primam et secundam commonitionem docet esse vitandos. Archana vero fidei sacramenta non sunt passim omnibus exponenda, cum non passim ab omnibus possint intelligi, sed eis tantum qui ea fideli possunt concipere intellectu. Propter quod simplicioribus inquit apostolus: «Quasi parvulis in Christo lac potum dedi vobis, non escam». Maiorum est enim solidus cibus, sicut aliis ipse dicebat: «Sapientiam loquimur inter perfectos, inter vos autem nichil iudicavi me scire nisi Iesum Christum, et hunc crucifixum». Tanta est enim divine scripture profunditas, ut non solum simplices et illiterati, sed etiam prudentes et docti non plene sufficiant ad ipsius intelligentiam indagandam; propter quod dicit Scriptura: «Quia multi defecerunt scrutantes scrutinium». Unde recte fuit olim in lege divina statutum, ut bestia, que montem tetigerit, lapidetur; ne videlicet simplex aliquis et indoctus presumat ad sublimitatem scripture sacre pertingere vel eam aliis predicare. Scriptum est enim: «Altiora te ne quesieris». Propter quod dicit apostolus: «Non plus sapere quam oporteat sapere, sed sapere ad sobrietatem».

Sicut enim multa sunt membra corporis, omnia vero membra non eundem actum habent, ita multi sunt ordines in ecclesia; sed non omnes idem habent officium, quia secundum apostolum: «Alios quidem dominus dedit apostolos, alios prophetas, alios autem doctores, et cetera». Cum igitur doctorum ordo sit quasi precipuus in ecclesia, non debet sibi quisquam indifferenter predicationis officium usupare. Nam, secundum apostolum: «quomodo predicabunt, nisi mittantur?»”.

14 Cf. De Lubac (1949).

15 “Caeterum ne sacrosancta verba vilescerent, dum omnes pene per usum ipsa scientes, in plateis et vicis, aliisque locis incongruis decantarent, decrevit Ecclesia, ut haec obsecratio quae secreta censetur, a sacerdote secrete dicatur, unde fertur, quod cum ante consuetudinem quae postmodum inolevit, quidam pastores ea decantarent in agro, divinitus sunt percussi”, PL 217, lib. III, cap. 1.

16 “Dicitur tamen mysterium fidei, quoniam et aliud ibi creditur, quam cernatur, et aliud cernitur, quam credatur”, epístola Cum Martha circa, en H. Denzinger (ed.), Enchiridion symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Friburgo: Herder, 1911, p. 182.

17 A partir de la cita del Sirácides - Eclesiástico III, 22 (Altiora te ne quesieris). Se debe tener en cuenta la doble dimensión del término altus en cuanto a designar tanto lo alto como lo profundo. Sobre la cuestión del conocimiento vedado (pero a partir la Epístola a los Romanos de Pablo), cf. Ginzburg (1989); Vega (2014: 161-164).

18 Cf. Chantraine (1999: 728); Ernout-Meillet (1967: 76).

19 “Quodsi forte quis argute respondeat, quia tales invisibiliter mittuntur a Deo, etsi non visibiliter mittantur ab homine: cum invisibilis missio multo sit dignior quam visibilis et divina longe melior quam humana – unde Iohannes Baptista non legitur missus ab homine, sed a Deo, sicut evangelista testatur: «Quia fuit homo missus a Deo, cui nomen erat Iohannes» –, potest et debet utique ratione previa responderi, quod cum interior illa missio sit occulta, non sufficit cuiquam nude tantum asserere, quod ipse sit missus a Deo, cum hoc quilibet hereticus asseveret, sed oportet ut astruat illam invisibilem missionem per operationem miraculi vel per Scripture testimonium speciale. Unde cum Dominus vellet mittere Moysen in Egyptum ad filios Israel, ut crederetur ei, quod mitteretur ab ipso, dedit ei signum, ut converteret virgam in colubrum et colubrum iterum reformaret in virgam. Iohannes quoque Baptista sue missionis speciale testimonium protulit de Scriptura, respondens sacerdotibus et levitis, qui missi fuerant ad interrogandum, quis esset et quare baptizandi sibi officium assumpsisset: «Ego vox clamantis in deserto, dirigite viam Domini, sicut dixit Ysaias propheta». Non est ergo credendum ei, qui se dicit missum a Deo, cum non sit missus ab homine, nisi de se speciale proferat testimonium de Scripturis vel evidens miraculum operetur. Nam et de hiis, qui missi leguntur a Deo, evangelista testatur, quod ipsi profecti predicabant ubique Domino cooperante et sermonem confirmante sequentibus signis”.

20 Cf. Vauchez (1984: 591-592); Boyle (1985: 106); Kienzle (1998: 265) y (1999: 22).

21 Nos hallamos en el momento bisagra en el que la Iglesia, ante la pérdida de monopolio de palabra escrita, multiplica los mecanismos para controlar los dispositivos de paso de la palabra escrita a la hablada. Cf. Baschet (2009: 193-194).

22 Cf. Kienzle (1998: 266-268) y Benedetti (2004).

23 Cf. Bolton (1972: 84).

24 Cf. Bolton (1972: 81). Cf. también Lambert (1986: 94); Kienzle (1999: 17-19; 29); Jones (2015). Sobre la elaboración de un discurso propio sobre la herejía en Inocencio III y el cambio que supone en este proceso el año 1199, cf. Hanne (2015).

25 Cf. Moore (2003: 150-151).

26 Cf. Buc (1993: 19; 24; 34); Lauwers (1997: 211-218; 225-226).

27 Cf. Bolton (1972: 79; 91); Lauwers (1997: 228).

28 Cf. Bolton (1972: 87); Buc (1993: 19).

29 Cf. Jones (2015)

30 Cf. Buc (1993: 28 y ss.)

31 “Nec quisquam sue presumptionis audaciam illo defendat exemplo, quod asina legitur reprehendisse prophetam, vel quod Dominus ait: «Quis ex vobis arguet me de peccato? Etsi male locutus sum, testimonium perhibe de malo», cum aliud sit fratrem in se peccantem oculte corripere – quod utique quisque tenetur efficere secundum regulam evangelicam: in quo casu sane potest intelligi, quod Balaam fuit correptus ab asina –, et aliud est patrem suum etiam delinquentem reprehendere manifeste ac precipue fatuum pro simplici appellare: quod utique nulli licet secundum evangelicam veritatem. Nam qui etiam fratri suo dixerit «fatue», reus erit gehenne”.

32 Cf. Grundmann (1974: 78); Boyle (1985: 102 y ss.); Kienzle (1999: 22); Moore (2003: 151).

33 “Licet autem scientia valde sit neccessaria sacerdotibus ad doctrinam, quia iuxta verbum propheticum labia sacerdotis custodiunt scientiam et legem exquirunt ex ore eius; non est tamen simplicibus sacerdotibus etiam a scolasticis detrahendum, cum in eis sacerdotale ministerium debeat honorari; propter quod Dominus in lege precepit: «Diis non detrahes»: sacerdotes intelligens, qui propter excellentiam ordinis et officii dignitatem deorum nomine nuncupantur. Iuxta quod alibi dicit de servo volente apud dominum remanere, ut dominus offerat eum diis. Cum enim iuxta verbum apostoli servus suo domino stet aut cadat, profecto sacerdos ab episcopo, cuius est correctioni subiectus, debet in mansuetudinis spiritu castigari, non autem a populo, cuius est correctioni prepositus, in spiritu superbie reprehendi; cum iuxta preceptum Dominicum pater et mater non debeant maledici, sed potius honorari: quod de spirituali patre multo fortius debet intelligi quam carnali”.

34 “Rursus aliud est quod prelatus se sponte de sua confisus innocentia subditorum accusationi supponit, in quo casu premissum Domini verbum debet intelligi, et aliud est, quo subditus non tam animo corripiendi quam detrahendi exurgit temerarius in prelatum, cum eum potius maneat necessitas obsequendi. Quodsi forte necessitas postularit, ut sacerdos, tamquam inutilis aut indignus a cura gregis debeat removeri, agendum est ordinate apud episcopum, ad cuius officium tam institutio quam destitutio sacerdotum noscitur pertinere”.

35 Cf. Lauwers (1997: 189-194; 200); Jones (2015).

36 Cf. Kienzle (1999: 11).

37 “Nos ergo, filii, quia paterno vos affectu diligimus, ne sub pretextu veritatis in foveam decidatis erroris, et sub specie virtutum in laqueum viciorum, universitatem vestram rogamus attentius, monemus et exhortamur in Domino, in remissionem vobis peccatorum iniungentes, quatinus ab hiis, que superius reprehensibilia denotavimus, et linguam et animum revocetis, fidem catholicam et regulam ecclesiasticam observantes, ne vos verbis fallacibus circumveniri vel etiam circumvenire contingat, quia, nisi correctionem nostram et admonitionem paternam receperitis humiliter et devote, nos post oleum infundemus et vinum: severitatem ecclesiasticam apponentes, ut, qui noluerint obedire spontanei, discant acquiescere vel inviti”.

38 Cf. Grundmann (1974: 78-79); Kienzle (1998: 269 y ss.).

39 Cf. Lauwers (1997: 227-228); Kienzle (1999: 31; 43-44); LaVere (2016: 123).