Una lectura sobre el lenguaje institucional en las
asambleas parlamentarias catalanas del siglo XIV
An Approach on the Institutional Language in
Fourteenth Century Catalan Parliamentary Assemblies
Resumen
En el
presente trabajo se propone un abordaje exploratorio
del vocabulario publicista adoptado en las asambleas estamentales catalanas. En
este sentido, se han identificado algunas
interpretaciones posibles con las cuales leer las fuentes parlamentarias bajo
la clave de instituciones legales y del modelo establecido por ellas en el
siglo XIV. El pactismo político debe ser entendido a partir de la delimitación
propuesta por la terminología legal que subyace de manera permanente en las
discusiones de las cortes; donde el soberano es
sometido a la coherencia de valores que predican la defensa de la tierra y del
bien común. Todas estas indicaciones son reflejo de un
contexto político y económico que ha provocado cambios drásticos en la acepción
de gobierno y de la propia autoridad pretendida por el rey a lo largo de la
centuria.
Palabras
clave: Cataluña -
Soberanía - Lenguaje jurídico - Cortes
Summary
The
present work shows an exploratory approach of the publicist vocabulary adopted
in the Catalan stamental assemblies. In this way, some interpretative
possibilities have been identified for a review of the parliamentary sources
under the key of the legal institutions and the model established with them in
the Fourteenth Century. The understanding of political pactism is built out of
the delimitation of legal terminology that remains in permanent discussion in
the courts, with which the sovereign is submitted to the coherence of values
that preached the defence of the land and the common good. All these
indications are consequences of a political and economic context,
that led to drastic changes in the sense of government and of the
authority sought by the king in the course of that century.
Keywords: Catalonia -
Sovereignty - Legal language - Courts
Recibido:
27/04/2018
Aceptado:
06/08/2018
Introducción1
Los estudios sobre administración y fiscalidad en
la Cataluña medieval cuentan ya con una larga y prolífica tradición. Esta
circunstancia logró el desarrollo de un área de
investigación que nos ha permitido obtener una imagen clara del ejercicio de la
autoridad monárquica en el siglo XIV. En rigor, me permitiré prescindir de los
planteos casuísticos para dar curso a una propuesta de investigación
especulativa sobre las circunstancias en las que se desenvolvieron los agentes
políticos de ese largo periodo. Mi punto de partida
implica el papel desarrollado por el “pactismo político” en la segunda mitad de
la centuria, cuando se promovieron los cambios institucionales que acabarían
por someter a la monarquía a un modelo de regulación jurídica dictado por las
asambleas estamentales.
Así se propone leer los expedientes curiales bajo
la luz de una articulación semántica bien definida, en la cual los términos
empleados para concebir y desarrollar un modo de acuerdo estamental muestran
una base retórica semejante a la empleada por el discurso monárquico. En
Cataluña durante el siglo XIII, la fusión de
terminologías provenientes del derecho romano fijó una posición pública de la
autoridad regia; posteriormente, su lectura profundizó los significados que
hicieron reconocer al rey como el titular de la jurisdicción general. Pero no
solo el soberano erigió un discurso bajo moldes
romanistas, sino que el grupo de los prohomines urbanos y los demás
brazos del reino también empezaron a sacar del juridicismo un ideal de gobierno
basado en el orden constitucional de las corts. De hecho, mientras unos
monarcas como Pedro III y Jaime II fortalecían la
concepción de la autoridad regia, los reunidos en cortes hacían cada vez más
clara la invocación al ejercicio jurídico general bajo los ideales de
representatividad formulados en común.
La convergencia de sectores representativos de
los grupos más privilegiados compuso el núcleo político que ejercía junto al
rey la gestión interna de los asuntos públicos de Cataluña; asimismo, podían
intervenir en las acciones externas del Principado, que se encontraba integrado
a los reinos y dominios de la Corona de Aragón. Esa convergencia implicó un aceleramiento en la emisión legislativa de las cortes,
las cuales concurrían con pragmáticas y demás tipos legales de autoría
exclusiva del monarca. Dicha circunstancia fortalecía el tenor constitucional
de la intervención estamental gracias a la exégesis obligada de la tradición
“legislativa” de las Costums y los Usatges de Barcelona. A
finales del mismo siglo XIII, particularmente durante
el reinado de Pedro III, esa tradición representó una nueva base para las
aspiraciones de los dirigentes del país (Cingolani, 2015: 168-172). Dichas
aspiraciones permitían justificar toda una serie de pronunciamientos políticos
y abstracciones jurídicas a través de un solo
repositorio constitucional. Es decir que se pasaba a la composición de un lenguaje institucional desarrollado intra e inter
cortes, y por ello se delimitó un léxico propio del parlamentarismo
catalán.
Ese cambio de articulación se puede precisar en
los debates de las asambleas, donde los movimientos de presión señalaron hasta
qué punto se produjo un verdadero “secuestro” de las competencias regias en los
últimos años del gobierno de Pedro IV. Esto fue posible gracias a la
composición de la curia como una corporación
frente a la persona mayestática del soberano. En rigor, los estamentos
advertirían al rey de la validez de una “voluntad conjunta” que no puede ser
interpretada individualmente sino por lo que dicta curia volens.
Asimismo, pueden declarar que la Cort ordona y entén al sumar un solo arbitrio de la tierra delante del monarca. En las
Cortes de Barcelona de 1377, los estamentos dictaban estrechos límites para la
actuación de los oficiales regios, con lo cual iban constriñendo la idea misma
de jurisdicción general reclamada por el rey: “Qui tractatent videant et
recognoscant ac plenariam informationem habeant de praedictis videlicet si
officiales dicti domini Regis jurisdictionem pro ipso exercentes possent aut
debent tractatibus dicte curie interesse necne”(CARAVPC, 1901: 13). Esa
es una clara redefinición de la potestad pública, que
pasa de la verticalidad regia a la horizontalidad de los que gobiernan en
nombre de la tierra. Por este medio, ellos han podido
corregir y convertir la capacidad potestativa del monarca bajo una percepción
de utilidad común que ha sido introducida como una nueva clave
semántica, denegando así la doctrina que sostenía que el soberano tuviese un
interés propio capaz de igualarse a la voluntadde los miembros unidos en el
cuerpo político.
Aunque si reconociese que “solus princeps legem
facere potest”, juristas como Jaume Callís (1556: 37) invocarían las lejanas
constituciones de 1283 para afirmar que las leyes de efecto general dependen
“hodie in Catalonia de consensu et approbatione curie”, y ni siquiera la
emisión de pragmáticas daba competencias al rey de superar las constituciones
dictadas por cortes (Extra. Curiarum, VII, n. 53). El jurisconsulto del
siglo XVII, Acaci Ripoll (1644: 21 y 24) declaraba que si “tria Brachia corpus
generale Curiarum faciunt [...] si non sint unita, constitutiones nullius erunt
momento, concurrunt enim facientes unum copus existente Rege tamquam capite
illius”(XXIV, n. 13 y 39), lo que le había permitido concluir que “enim
constitutiones in Curiis generalibus sunt factae, un vim contractus celebratae”
(1644: 28, XXXV, n. 152), creándose así una idea que contaminó todo el
entendimiento posterior de las cortes medievales. Es con esa misma idea que los
estamentos van a controlar la administración pública, redefiniendo un nuevo modus operandi en la fiscalización de los
agentes de la Corona con el designio de intervenir en la autonomía de los
delegados e inquirirles junto al monarca. De esta manera, los mismos estamentos
creaban cada vez más subterfugios para acercarse a los medios punitivos e
impartir la reparación de justicia que, en el plano teórico, habían sido una de
las regalías intocables de los soberanos catalanes.
En las últimas asambleas presididas por Pedro IV,
los mismos estamentos habían avanzado a un nuevo nivel
de presión hacia el soberano. En 1383, ellos exigían la
punición de los consejeros del infante Juan y otros del consejo del soberano
acusándoles de crímenes contra la Corona y contra el interés de la tierra.
Los brazos jugaban con las amenazas habituales para
lograr lo que pretendían del rey, requiriendo la satisfacción de agravios como
condición sine qua non al otorgamiento de unas urgentes ayudas
financieras destinadas a las campañas bélicas. Con la aguda falta de recursos
propios en los últimos años de reinado, Pedro IV se vio forzado a aceptar los medios interpuestos por los brazos y a
dictaminar sentencias en contra de sus oficiales, siguiendo un procedimiento a
través del cual debía aceptar profundos cambios en su potestad de juzgar. Así,
tras muchos debates y contestaciones, el rey se arrodilló frente a lo que entén la dita Cort (ACA, C, procesos de
cortes, núm. 9, fl. 64v), con lo cual acababa por aceptar unas fórmulas que
limitaban su discrecionalidad, mientras los estamentos lo obligaban a reconocer
una versión de potestad jurídica entendida bajo nuevas aplicaciones semánticas.
Aunque todo eso haya sido bien detallado por un sinnúmero de investigaciones respecto de las cortes
catalanas, lo que se plantea aquí es un estudio de esa dinámica en clave
analítico-discursiva. Por este medio intento mostrar
cómo los referentes semánticos de un léxico jurídico fueron intencionadamente
manejados afín de redefinir la potestad pública del rey, y cómo esa noción ha
sido guiada en los debates parlamentarios hacia una distinta composición
institucional.
La institución y el discurso jurídico: antes y
más allá de lo medieval
Como ya se hizo en otras ocasiones, se procura
partir de la idea de identidad institucional para delinear un
camino hacia la discursividad jurídica del contexto político en cuestión
(Tostes, 2015: 211-212). Se ha entendido a ese modelo
como un “artificio interpretativo” que tiene el propósito de identificar una
contingencia creativa/sintética de representación histórica.
Tal punto de vista sobre las instituciones se
muestra capaz de eximir a la historia del derecho de los prejuicios sufridos
por una interpretación “historiográfica fuerte” que ha manejado las jerarquías
temáticas de investigación de acuerdo con juicios que no siempre se han
revelado claramente neutrales. Tales criterios encuentran eco
en toda una escuela comprometida con el oficio del historiador, el cual es
definido por la utilización de ideas que se justifican por el tenor de sus propias
convicciones metodológicas. En la actualidad, una parte importante de
los historiadores del pensamiento político percibe el derecho como un conjunto de ordenamientos sin historicidad.2
Ignoran así lo que se debería conocer a través de la discursivización3de la ley y de sus campos de efectividad, mientras que
siguen abandonando lo jurídico y lo relegan a un estrecho ámbito teórico que
hasta ahora solo ha tenido espacio para manejar la investigación de sentidos de
poder y autoridad. Sin embargo, la relación de efectividad entre los discursos
jurídicos no va a ofrecer un conocimiento factual de
la realidad histórica per se (Iglesia Ferreirós, 2002-2003). La
relevancia de esos discursos sirve a la producción de instituciones en el
“momentum of converging interests and an unspecified mixture of coercion and
convention”(Douglas, 1986: 111). Asimismo, esa transformación solo se vuelve
posible por medio de los límites disponibles en un
patrón previo de referencias institucionales que confiere eficacia discursiva a
la acción política manejada por un lenguaje circunscrito a una época.
En este panorama, se
afirmaría que el lenguaje jurídico no puede tomar una forma delimitada como
norma legal, puesto que su contenido va más allá de la sencillez del
dispositivo regulador y de lo que los legistas medievales plantearon como una
pura “sistematicidad” del derecho. También vale observar que la normativización
in abstracto puede producir significados incompatibles al hecho concreto
que el enunciado legal ha pretendido representar. Esta situación puede
ejemplificarse con la distancia de contenidos y prácticas procesuales entre el
modo de establecer reglas en el derecho municipal catalán y lo que se creaba
dentro de los tribunales regio-curiales (Ferran, 2005: 275-285). Asimismo,
entre las fórmulas adoptadas en los sitios rurales y las capitales vicariales
basadas en el derecho romano, se observa un uso
semejante en las fórmulas sintagmáticas para la práctica judicial, ya que en
las curias de los veguers y batlles se seguían manejando a los brocarda,
enraizados largamente en la experiencia jurídica consuetudinaria.4
Siguiendo esta idea, bien se puede lograr la intuición de que el discurso legal
adquiere un sentido explicativo para los fenómenos humanos que antecede a lo
representado en el hecho político, porque solo en el telón de fondo del
dialecto jurídico se aprehenden los modelos durables de estructuras colectivas,
hábitos mentales y un núcleo cultural propio de la sociedad medieval.
Las implicaciones metodológicas de lo que
acabamos de explicar nos permiten valorar los enunciados jurídicos como (i)
gramáticas sintéticas/representativas que van a (ii) promover la verificación
de una “eficacia simbólica” en el derecho como formador de regulación social. Es decir, cuando hay una eficacia frágil de las proposiciones
legales, estas no dejan de afectar a los sectores sociales que las adoptaban en
su cuadro normativo (Hespanha, 2018: 332-336). Por ende, esas
proposiciones acaban originando estructuras discursivas más estables y por ello
capaces de crear un repertorio institucional. En tal
sentido, no importa la solución dada por el orden jurídico a un caso concreto,
sino que se debe entender el modo concebido por el derecho para insertar nuevos
significados dentro de una amplia gama de valores preestablecidos y aceptados,
tal como lo hicieron los primeros romanistas al adoptar diferentes casuísticas
a partir de bases textuales comunes (Leveleux, 2015: 263-275).
En rigor, llegamos a la artificialidad de la
síntesis institucional instaurada por el derecho, notando el relieve del
material jurídico del texto presente en la superficie del discurso. Es
lo que va entendido por esa normatividad y con la que
se ha fijado un punto de comprensión fundamental:
[...] nous devons comprendre la nature des analogies
entre la Loi de la culture et le texte fixé en toute analyse, approfondir cette
relation par un moyen généralement négligé, à savoir le texte juridique offert
comme matériau absolument élémentaire; irremplaçable aussi, car précisément il
récite et restitue en propos totalement énigmatiques l’entier du sublime et du
normatif auquel se réfère n’importe quel sujet [...]; en même temps, par
l’assurance et la fertilité de ses règles, ce texte laisse entendre que, lui
aussi, provient des retranchements du désir (Legendre, 1974: 35).
Ese privilegio mantenido por
el discurso jurídico tiene así razones bien definidas.
Es un discurso que se muestra como base de múltiples significaciones, trayendo
en su conjunto las barreras, liberaciones y censuras de la norma legal; y
necesariamente por ello, la articulación contenida en el texto jurídico
representa un repertorio de jerarquía política, además de haber creado un lugar
de tensión entre las instancias de control y dispersión en el orden que está
siempre a punto de escapar, huyendo de sí mismo en la decisión soberana del
derecho. El control sobre lo que es el “deber ser” emerge entonces del
discurso jurídico en su forma institucional – en la dimensión que Legendre ha
ubicado entre los retranchements du désir,5
ligándola a la noción de un ser institucional histórico.
La voz de la tierra y el control de la potestad
monárquica
Siguiendo los debates
parlamentarios se puede constatar que los argumentos adoptados por la realeza
fueron objeto constante de impugnaciones en los momentos de necesidad
financiera. En concreto, después de 1356, los brazos pasaron
a neutralizar la concepción de que el monarca a través de su voluntad personal
es representante único del interés común, mientras los mismos estamentos aplicaban
contra él la tesis de que la utilitas publica concernía al acuerdo
definido por la colectividad. Esta idea estaba en consonancia con la visión de
una valentior pars marsiliana y también con la noción pactista de
comunidad basada en la col·ligació legal, tal
como la ha desarrollado el fraile Eiximenis.6
La comprensión de ese
desarrollo político ha tomado en cuenta el registro histórico de la Corona como
fenómeno concreto, a través del cual Cataluña ha tenido un papel clave para la
política expansionista del conjunto de los territorios regidos bajo la
dinastía. Por ello, también ha sido posible hablar de un
repertorio que integró a los discursos jurídicos e hizo emerger la idea de
unidad/pertenencia de los grupos locales a todo el Principado. En el interior
de este conjunto se fueron instituyendo nuevas
clivajes entre sectores que disputaban la capacidad de representar una sola
voluntad política y abarcar así a unos efectos generalizadores sobre tota la
terra. Sin embargo, eso ha dependido el influjo del llamado
constitucionalismo catalán, que ha tenido inicio con los sectores reacios a la
política centralizadora de la monarquía (Montagut, 1989: 669-679). Ese fue el
contexto creado por las rebeliones unionistas en el reinado de Jaime I y
agravado durante los años de Pedro el Grande en la
guerra con los angevinos por el trono siciliano. Al reclamar la continuidad del
extinto ramo Hohenstauffen, el rey Pedro sintió las consecuencias del paso
adelante que le hizo sufrir el embargo de excomunión por Martín IV y la amenaza
de invasión al Principado. En una situación de extrema urgencia, el rey
encontró en los burgueses catalanes la adhesión necesaria para llevar adelante
sus propósitos mediante una serie de constituciones definidas en las Cortes de
Barcelona de 1283, las cuales garantizaron un mínimo apaciguamiento con los
nobles catalanes, desde entonces retirados del alcance de la jurisdicción real
(González, 1975). De ahora en adelante, se concedía una autonomía teórica a las
cortes para controlar temas de interés universal de los catalanes, con lo cual
se vieron establecidos los precedentes para aplicar la primacía de las leyes
constitucionales, las cuales fueron sistemáticamente invocadas en las cortes de
1289, 1300 y 1307.
De todos modos, la monarquía
mantenía su propia percepción, donde la identidad entre autoridad y cuerpo
político estaba asegurada. Para combatir nuevos asaltos a su
soberanía, el rey arremetió contra los estamentos afirmando que traicionaban la
costumbre de las cortes y atacaban las competencias
del centro real en la facultad de representar la voluntad general e impartir
sentencias a sus súbditos, lo que significaba la restricción de su efectiva
prerrogativa judicial. Pedro IV se defendió invocando la teoría del doble
dominio, la cual preservaba el rango del poder regio y lo colocaba en calidad
de autoridad superior. Esta fue una práctica habitual de sus antecesores, como
lo había hecho Pedro el Grande al subyugar a los barones unionistas de Aragón (1282-1283),
diciéndoles que, de acuerdo al derecho y las costumbres, los reyes se situaban
en una condición superior e inviolable ante toda la comunidad (Bofarull, 1870:
312). Y más tarde, cuando Jaime II enfrentaba a los mismos unionistas,
aplicando un discurso nuevo contra la visión vasallático-feudal sostenida por
los nobles “como no sia dubdo los subditos seer menores del seynnor, e assi
ellos no puedan jutgar su mayor ni ordenar alguna cosa sobre el, ante los
sozmesos an a seer jutgados por el sennor e an a obeir e seguir sus
mandamientos” (ACA, C, reg. 350, fls. 10r-v – cit. González, 1993: 388-389).
Pero nada de esto quiere decir que la expresión de la identidad de la tierra se
haya concentrado únicamente en la autoridad de la Casa de Aragón ni de su aparato
dinástico, pues, por el contrario, esa situación acabó por arrastrar al
príncipe al debate estamental donde resistía todo un conjunto de enunciados
capaces de corregir la semántica empleada por la cancillería real.
La escena se completó con el ingreso del “partido
burgués”, que estaba compuesto por las oligarquías urbanas que se veían
recompensadas con un nuevo status jurídico. Justamente, con el otorgamiento de privilegios a los municipios,
también se endurecían las identidades regionales que buscaron apoyo en la
autoridad regia para garantizar la efectividad de las jurisdicciones locales.
Pero los sectores urbanos no lo hacían en beneficio de la monarquía, buscaban un marco legal homogéneo capaz de intervenir en la
fragmentariedad jurisdiccional mantenida por barones y eclesiásticos (Sabaté,
2009: 1-27). Tras décadas de una política de soporte y control con los
delegados regios, los sectores de la burguesía y de la baja nobleza ascendieron
a las altas esferas de la administración real, gracias a un
nuevo sistema de capitalidades que les permitió participar de las decisiones
institucionales que eran tomadas en el ámbito de las asambleas estamentales.
Esa capacidad de decidir quedaba clara en la definición de los acuerdos de las Cortes de
Montblanc de 1333, que habían guiado a Alfonso IV a la concentración de
esfuerzos para conquistar Cerdeña (Sánchez, 1997: 49-56). Más tarde, bajo Pedro
IV, la monarquía resistió la interferencia de los estamentos, hasta que
finalmente convocara a las cortes con el fin de demandar nuevas ayudas para
mantener activo el flanco bélico de la Corona, dando inicio a un largo periodo
de negociaciones que impusieron capitulaciones innombrables a las pretensiones
de los últimos soberanos de la dinastía barcelonesa. Asimismo,
las debilidades materiales interpuestas al discurso soberano habían precarizado
la afirmación regia. Entrada la década de 1360, era evidente que la
descentralización jurisdiccional había alejado al monarca y a sus oficiales de
los dominios baroniales y la disminución del patrimonio directo y del creciente
endeudamiento del tesoro regio acabaron de exponer la debilidad de Pedro IV
frente a las presiones de sus súbditos (Sabaté, 2000: 29-31).
En las asambleas dadas en Barcelona en 1365, el
rey pedía un prolongamiento del pago de los donativos
ofrecidos en las últimas cortes celebradas en aquél mismo año en Tortosa. El
pedido sonaba absurdo considerando el momento complejo que atravesaban los
súbditos catalanes durante el último decenio. Sin
embargo, frente a la posibilidad de un nuevo ataque
del enemigo castellano, el monarca hizo convocar a los brazos “pro resistendo
dicti regis y ac reintegracione honoris nostri ac comodi nostre rei publice a
nostris naturalis”(ACA, C, reg. 1505, fl. 20r). En ausencia del rey, el
canciller Jaume de Faro intentaba convencer a los presentes de que sin la ayuda
suplementaria de los donativos, toda la seguridad de la Corona podía caer en
peligro, y que por ende el soberano y todo el aparato público acabarían
arruinados:
Cum venerit casus inexcogitatus videlicet quod
dictus Rex Castelle armavit magnum stoleum galearum et
navium et non minus crevit numerum equitum et peditum in terra in tantum quod
nisi potenter suis obviaretur conatibus verisimiliter creditur quod res publica
Principatus Cathalonie et dominus Rex noster qui est caput ipsius rei publice,
irreparabile quod absit susciperent detrimentum. Unde necessarium imminet quod
per debite provisionis remedium per dictam Curiam noviter indictam Deo propicio
adhibendum dictis casibus et eventibus occurratur et
suppleantur dubia et deffectus que et qui in dicto dono seu proferta facta in
dicta Curia Dertuse (CARAVPC, 1899: 340).
Eso deja abierta una ambigüedad interesante en
las invocaciones hechas por el canciller, quien insistió en la argumentación
que confería al rey un rango superior en la decisión
sobre la unanimidad del cuerpo político. Esa línea de ideas
fue la adoptada años atrás por el mismo monarca para hacer validar sus medidas
estratégicas frente a las otras potencias en el juego bélico. Pero tras
años de desgaste provocado por semejantes solicitaciones, esa visión de la
capacidad regia para emplear ex solo una decisión de tal
importancia fue pronto reducida y convertida bajo los condicionamientos de las
cortes.
Como ya se ha señalado, en el 1356 estalló el
enfrentamiento con Castilla y con él llegó a la Península una serie de
conflictos que durante años consumirían parte de las energías defensivas de la
Corona (Gerbet, 1997: 233; Ferrer, 1987). En Cataluña, la declaración formal de
la guerra fue encarada por las Cortes de Barcelona de 1358 como una acción
contraria a las advertencias hechas por el estamento nobiliario, ya que pronto
se sobrecargaría a los territorios con más de un frente enemigo, además de
imponer exageradas punciones fiscales a las generalidades de todo el reino
(Martín, 1971: 74-85). A la postre, advinieron muchos cambios institucionales como consecuencia de los años de recaudaciones masivas. La
primera y más importante fue el establecimiento de la Diputació del General,
un órgano colegiado por los representantes de cada uno de los brazos y del
monarca, encargado de la gestión de las generalitats de donde se
sacarían los donativos para atender a las guerras de Pedro IV (Ferrer, 2004:
877-880).
Además de haber perdido
el control de los emolumentos financieros, el rey sufrió otra grave derrota con
el desarrollo de las cortes. El desgaste provocado por la ineficiencia de la
administración regia motivó el contraataque de los brazos
contra los delegados y oficiales públicos. En los procesos de agravios
instaurados en las cortes, particularmente después de 1350, empezó una ofensiva
contra el desempeño de los cargos judiciales y los abusos de los colectores
regios, los algutzirs, quienes muchas veces ponían obstáculos a la
acción de los mandatarios de las cortes. Por lo tanto, los brazos
pasaron tanto a limitar el desempeño de los delegados del rey, como a
fiscalizar los abusos y prevaricaciones de la función pública.
En enero de 1378, mientras reunía las cortes en la capital catalana, Pedro IV emitió cartas con
minuciosas instrucciones a sus oficiales para que no interviniesen en las
diligencias de los diputados electos para recaudar las dichas generalitats
(ACA, C, reg. 1509, fls. 143r-v). En noviembre del año siguiente, el rey
concedió un privilegio especial a la ciudad de Barcelona, a instancias de los
consejeros municipales, para limitar los mandatos de los nuevos oficiales a un
término de tres años y controlar su acceso a los cargos mediante un
procedimiento de inquisición (AHCB, IA-591), instaurado por el llamado
instrumento de la “purga de taula” o por iudices tabulae, siue ad
syndicandum (Lalinde, 1965: 501-508). Ese privilegio ya venía de una
ordenanza dictada en las cortes de 1351, pero a pesar de la reiteración legal,
la insubordinación mezclada con las prácticas fraudulentas de los oficiales
regios hacía imposible a los brazos aceptar el discurso que ensalzaba la buena
fe y moralidad pública del soberano. En las cortes de
1379, una vez más, los estamentos presentaron sus greuges al rey7,
manifestando el desprecio de los algutzirs a los inquisidores de taula
y la inobservancia de las constituciones catalanas (CARAVPC, 1901:
198, const. XX).
Efectivamente, el enredo de la
demanda financiera persistía en las asambleas ulteriores.
En 1365 la guerra seguía en pie y forzaba al rey a transferir el peso de la
fiscalidad extraordinaria a los brazos de las villas de realengo catalana y mallorquina,
excusándose en el propósito de frenar los ataques de Pedro el Cruel en las
franjas fronterizas de Valencia y Aragón. La frecuencia cada vez mayor de estas
convocatorias acababa por profundizar las discusiones tocantes a la
representación y la obligatoriedad de las prestaciones de los súbditos. Los más
preocupados con ello eran los sectores de los poderes urbanos y del brazo
eclesiástico, seguramente los dos más afectados por la insistente punción
fiscal exigida por el monarca. En contrapartida, fueron los mismos a actualizar
el antiguo debate sobre el llamamiento a la “guerra pública”, por la cual
debían servir y proteger al Princeps et terram suam,8
y alejarla de las mencionadas “guerras privadas” que tocaban solamente a la
persona del rey.
La aplicación de la identidad con la tierra
retomaba una idea abstracta del dominio proveniente del léxico feudal (Rodón,
1957: 231-236) que, tras el siglo XIII, ha sido sometida a las concepciones
jurisdiccionales de los primeros romanistas (Ferran, 2016: 238-256) y después
fue reinterpretada por las cortes como síntesis entre la preeminencia dominical
del soberano y la tutela de la utilidad pública. Por ello, se ha operado un cambio semántico que permitió convertir a la tierra en un
concepto de capacidad de jurisdicción universal, que incluía y limitaba el
propio poder soberano9.
En el caso concreto de las asambleas
estamentales, la demanda de auxilio por la tierra se volvió parte constituyente
de la necessitas publica que sellaba el vínculo jurídico con el marco universal que reverberaba del usatge 68, el Princeps
namque. Igualmente, cuando se atendía al deber creado por la guerra, los
estamentos no dudarían en restringir el tipo de ayuda dada, concediéndola
siempre como si fuera un mero “donativo gracioso” – es decir, exento de los
deberes de regalías. Aunque se reconociese ex iusta causa la defensa de
la cosa pública y la necesidad de suplir las deficiencias del tesoro regio,
ninguna de ellas generaba una nueva norma de
obligación jurídica:
attenent
que lo dit senyor Rey e son patrimoni no po[d]ria complir ne bastar als dits
affers de la dita guerra, tocants la dita defensió del dit principat, delibera
e acorda, sots emperò les formes, maneres e condicionse retencions e altres
coses davall scrites e no en altra manera, de donar a defensió de si matexa e
de la cosa sua publica, graciosament e no per algun deute que·n fos tenguda ne
obligada(ACA, C, reg. 1506, fl. 39v).
De todos los modos, se invocaba la terra como
marco de un espacio concreto que integraba la multitud jurídica del Principado,
sobre la cual todos los miembros del cuerpo político se ponían de acuerdo.
Inicialmente, la tierra ha sido conjurada para designar la totalidad de los
territorios – dichos regna et terras suas –
bajo dominio del rey de Aragón. Desde finales del siglo XIII, el reclamo de
esta colectividad pasó a encabezar las convocatorias a las cortes
de los estamentos, llamados a subsidiar la ajuda de la deffensió de la terra.
De igual modo, el monarca iba a presionar a sus súbditos para
apresurar las medidas defensivas en las fronteras dada la urgencia de frenar la
invasión enemiga que ponía la tierra in periculo perdicionis. En
rigor, la significación del concepto podría incluso ultrapasar los límites
estrictos del Principado sin invalidar la obligación que constreñía a los
catalanes para atender a lo demandado en cortes. Así
lo ha argumentado la reina Leonor al presidir las cortes de Lérida, explicando
que la recuperación de Valencia y Aragón “era e es deffensió del principat de
Cathalunya” – una vez que “aquells ij Regnes perduts se poguera seguir fort
leugerament gran perdició e destrucció del dit principat de Cathalunya e per
conseguent per deffensar principalment lo dit principat e tots los habitants en
aquell”. O siguiendo aún más lejos en esta proyección, lo mismo se veía cuando
el rey quisiera implicar los intereses de los vasallos de Cataluña en los
asuntos mediterráneos de Cerdeña y Sicilia, alargando la idea original de bien
común.10
El incremento en la capacidad correctiva de los
estamentos sobre la autoridad regia pasó así por el largo proceso de disputas
en torno a las aplicaciones concretas de institutos jurídicos que ya venían de
mucho tiempo atrás, delimitando un claro cambio en el
corte cronológico extendido desde el inicio hasta el final del siglo XIV
(Tostes, 2015: 226-227). Tras el fin de la dinastía barcelonesa, la llegada de
los Trastámaras al trono reconoció la continuidad – aunque temporaria – de
la dinámica creada por las asambleas estamentales, la cual ha orbitado siempre
alrededor de la disputa destinada a la defensa del bien común y a la
pertinencia de los representantes de la tierra.
Determinar el vocabulario institucional
Vistas estas cosas, tenemos la organización de
nuestro plan histórico: lo que concierne a las cortes
y a los colectivos representativos en la formación de un debate político a
través de los poderes estamentales. A partir de este
punto, el conjunto institucional del Principado asumió su forma concreta,
mientras las asambleas de cortes se constituyeron como el espacio de los
principales eventos políticos en el contexto catalán del siglo XIV.
Sin embargo, es cierto que cuando una comunidad
política se constituye bajo un lenguaje concreto, las
ideologías que se presentan en ella mantienen una complejidad vinculada a un
repertorio común de discursividad. Fue de igual modo que los reunidos en cortes pudieran elaborar sus opiniones al apoyarse en un
mismo repertorio de claves institucionales. Muchas veces, tales opiniones eran
avaladas por legistas con sus distintas visiones sobre lo que sería la plena
potestad y cómo se la debería ejercer sobre la jurisdicción general del
Principado. Esto fue lo que sucedió durante las polémicas sobre la aplicación
del derecho consuetudinario y su reserva frente al ius publicum invocado
por el rey, mientras monarcas como Pedro IV y Juan I no dejaron de actuar como señores
privados siempre que eso les pareciese más cómodo – un expediente posible
gracias a la ambigüedad de los conceptos de potestad jurídica ostentada por el
príncipe (Ferro, 1999: 27-31). Igualmente, esto es lo que nos ha llevado a
mirar los distintos rasgos que un concepto tan
sencillo como el de “representación” ha asumido en el espacio bajomedieval
catalán.
Tenemos otro ejemplo de cómo fueron elaboradas
esas distinciones en los teóricos catalanes de la segunda mitad del siglo XIV,
de los cuales se pueden tomar dos que, aunque hayan compartido una sola matriz
franciscana, acabaron por respaldar posiciones muy opuestas sobre la
titularidad soberana. El primero fue el infante Pedro, tío y consejero del
Ceremonioso (Valls, 1926; Beauchamp, 2005), quien tomó el hábito de los
minoritas franciscanos en el año 1358. En De regimine Principum escrito
por el infante emerge la intención de aclarar el límite de la ideología
monárquica, situándola en el lugar del pacto estamental a través del principio
contenido en la formula quodomnes tangit. Con un
lenguaje peculiar, ese tratado ha mezclado doctrina feudal y apologética
monárquica, ya que al mismo tiempo reconoce la superioridad real y la constriñe
al consilium de los grandes barones del reino. Esa mezcla de referencias
fue muchas veces adoptada por Pedro IV al justificar su intervencionismo sobre
los dominios nobles y tenía gran coherencia con los discursos hechos
personalmente por él en las proposicions inaugurales de las cortes, las
cuales iban bien elaboradas y enseguida colegidas en los registros de la
cancillería real (véase Cawsey, 2008: 97-126).
En un segundo ejemplo,
una exégesis que se opone a la del infante Pedro. Esta viene teorizada por uno
de los más influyentes moralistas catalanes del último cuarto del siglo XIV, el
minorita Francesc Eiximenis, quien asumió junto a los ideólogos urbanos una
idea de la condición regia (Eiximenis, 1927). Aproximándose al cuerpo de
erudición de los textos bíblicos y a la postulación escolástica que defendía
los fundamentos de la sociedad civil, Eiximenis compuso su visión orgánica del
mundo en línea con lo defendido por los franciscanos rigoristas. Por ese medio, el fraile formuló su valorización del acuerdo
comunitario, encarándolo por encima de la soberanía del príncipe. Es decir, el
catalán seguía la influencia de otros moralistas asiduos en los ambientes
cortesano-palatinos italianos (Romagnoli, 1991: 36-41) y también a las
corrientes que respaldaban el status pactista de la monarquía11
en el interés de la res publica (Todeschini, 2006).
Ahora bien, las ideas de los frailes Francesc
Eiximenis y Pedro de Aragón tenían una base común de argumentaciones – y, por
así decirlo, recogiendo los diversos tópicos y argumentos de un léxico
originario –, sobre el cual los preceptos no discrepaban. Mientras sus
distintas conclusiones personales reproducían ideologías propias, ellas quedaban ligadas a un solo repertorio y a una
comunidad política concreta. El punto más relevante aquí es que ambos parecían
concordar sobre el hecho de que definir y controlar el vocabulario
institucional acababa por fijar la “verdad jurídica”, o sea, por más abstracto
que fuese el debate en torno a la potestad monárquica, era por su medio que se
establecía la autoridad del artificio contenido en la ley.
Ahí emerge la necesidad de detectar con precisión
los lugares que los embates estamentales podían afectar y solo enseguida
desarrollar una justificación para los enunciados jurídicos producidos en las
asambleas de cortes. Por eso se vio avanzar la
formación de bases coherentes que terminan sosteniendo un
sentido de institucionalidad. De tal modo, entre los
antagonismos de las reuniones parlamentarias se han propuesto las bases
enunciativas que permitieron la gestión de la cosa pública, proveyendo las
bases financieras que moverían la guerra.
La tensión de los sectores estamentales había de
garantizar la perpetua discusión sobre la titularidad del rey en un dominio gobernado bajo la rúbrica de un Principatus,
lo que no equivalía al fundamento teórico de un Regnum. A pesar de ello,
la opinión de los juristas más prominentes de los siglos XIV-XV no tenían dudas
en afirmar que “Comes Barchinonae iam dictus in comitatu Barcinonae haberet
omne potestat regiam”,y puesto que “rex Aragonum sit
princeps in suo comitatu”(Antiqviores Barchinonensivm leges, Prol.,
Calic. fl. 5v). Pero aun si sería excesivo decir que tal debate haya generado
inconvenientes legales al monarca12
y a sus asesores13 (Tostes, 2018), lo cierto es que
la ausencia de un claro fundamento institucional sirvió a frecuentes rebeliones
de los barones catalanes, a veces como simple obstáculo a la creación de nuevos
tributos bajo el control estricto de la Casa Real (Sánchez, 2015b: 119-131).
También corresponde saber cuál fue el límite dado
por los brazos a las demandas reales y cómo los
partidos interactuaban al formular los capítulos de los donativos concedidos al
rey. Al crear el valor de un discurso oficial, la
autoridad regia permitió que se instituyese un valor de identidad a la
comunidad política. Sin embargo, la misma idea de identidad ha quedado unida al
discurso exhibido por los estamentos que respondían ante la falta de centralización
del espacio jurisdiccional en el realengo. Esa combinación de
contrastes dio nombre al llamado pactisme de la historiografía catalana.
Aunque los historiadores decimonónicos hayan
convertido la impotencia del soberano en señal de respeto a los fueros y a las
libertades locales de los súbditos (Sabaté, 2009: 25-27), el pactisme
polític sigue siendo tema clave en el tratamiento dado por la
historiografía contemporánea (véase Vicens, 2010 [1960]: 117-119;
Cingolani, 2015). Como elaboración primaria, el mismo pactismo se ha asentado
en la fragmentación de mecanismos de control legal constituidos en cada uno de
los dominios dependientes de un eje simbólico – y, más
que jurídico, también – de poder político. Ese complejo puede ser
comparado con los diferentes procesos de centralización desarrollados en otros
reinos de la Península Ibérica (Bisson, 1978: 460-478), a partir de los cuales
se puede preguntar cómo los regímenes de fueros locales se han establecido
entre la “adhesión” de los núcleos de vinculación jurídica. O sea, la fidelidad
de ordenamientos preexistentes solo ha alcanzado un
centro estable de autoridad por medio de bases comunicativas que garantizaron
la representación de sus respectivos ordenamientos.
Lo que se ha visto con los brazos
en las cortes refleja ese modelo de participación, permitiendo que los
capítulos aprobados en las asambleas forjasen una abstracción de unidad que
valía como solución episódica a las divergencias mantenidas entre los
representantes de los tres estamentos. En rigor, el propósito común era frenar
la tendencia monárquica a imponer la culminación jurídica de la curia regia o
forzar que otros sectores repartiesen por igual la carga de los donativos
ofrecidos al rey, como sucedió a menudo entre la nobleza y las ciudades reales
a partir de las cortes de 1345 (Lalinde, 1991; Gay Escoda, 1991: 86; Bisson,
1982: 181-204).
Todo eso lo vemos en la práctica con los
sucesivos cambios de escenario político en las décadas de 1340-60 por razón de
los conflictos trabados en áreas estratégicas del Mediterráneo y de la
Península. Fue durante ese mismo período que Pedro IV
vio malogradas sus ambiciones de expandir la preeminencia de la Casa de Aragón,
tras haber empezado conflictos que sobrepasaron sus capacidades de éxito. La
disputa con Génova por el efectivo control del reino sardo y la declaración de
guerra a la Castilla de Pedro el Cruel (Ayala, 1779, cap. VIII) exponían a la Corona a la beligerancia, la cual ponía a
prueba la capacidad del rey para gestionar los medios financieros y judiciales.
Gracias al espacio abierto por estas debilidades institucionales, los grupos
que se oponían a la centralización promovida por el monarca pudieron reanudar
los tradicionales modelos de participación, incluso al punto de crear estructuras
de interferencia en la administración pública. De ahí emerge el ejemplo del
marco establecido en la Diputació del General, una institución emanada
de las cortes para gestionar directamente los donativos otorgados al monarca y
que, tras la llegada de los Trastámaras al trono aragonés en el siglo XV,
logrará una participación definitiva en el cuadro institucional catalán.
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Valencia y Principado de Cataluña); CYADC (Constitucions y Altres
Drets de Catalunya); Extra. Curiarum (Equitisque Aurati Curiarum
Extragravatorium Rerum Summis Illustrum).
En tiempo, quiero agradecer al doctor Daniel
Panateri por la lectura atenta y los comentarios hechos a una primera versión
de este trabajo. También, dirijo mis palabras de aprecio al doctor António M.
Hespanha por las repetidas lecciones y unas conversaciones privadas mantenidas
durante los últimos años de mi formación académica, muchas de las cuales he
intentado retener en las líneas siguientes.
2 Hace mucho que se ha declarado la inexactitud de los fenómenos jurídicos
en la larga duración, puesto que, según lo entendió Jacques Le Goff
(1986: 23-63), solo con ella sería posible aprehender una percepción total de
lo político en la historia social. Una visión que rechazamos en este
presente trabajo. Respecto de la visión global de una historia social y la
posición de la historiografía jurídica, ver Clavero (1974: 246), quien ha
explicado que “todo el dominio de la historia, incluso el más tradicional, es
reivindicado por la historia social’ en cuanto ‘estudio de la sociedad y de los
grupos que la constituyen”.
3 Se refiere aquí al término empleado por Greimas y Courtés, lo cual enmarca
una clara división entre los registros lingüísticos que producen sintaxis discursiva
de los que se refieren a/producen una concreta textualización como
lenguaje (2006: 125-126).
4 En palabras de António M. Hespanha, el orden jurídico medieval y todo el
Antiguo Régimense mantienen en la línea de una aplicación teórica del derecho
letrado que ha caminado en dirección opuesta a la de los iura radicata
y, por ende, a la formalización de una tecnicidad del derecho formulario: “Se,
entre os letrados, a teoria social e a política estava contida na teoria da
jurisdição e da justiça, para os leigos, a mais visível expressão da ordem
social e do poder era a administração da justiça dos tribunais [...]. As situações sociais – patrimoniais, mas também pessoais ou mesmo
simbólicas, tal como a hierarquia, o título, a precedência – eram reguladas
juridicamente (como iura quaestia ou iura radicata,
direitos adquiridos ou enraizados) e podiam ser objecto de reclamação judicial.
Por isso, o formalismo documental e a litigiosidade constituem um fenômeno
muito visível, a ponto de já ter sido descrito como um traço cultural
distintivo desta sociedade que já foi descrita como a ‘civilização do papel
selado’” (Hespanha, 2005: 46) – dice el autor, añadiendo su remisión a la idea
de la civiltà della carta bollata de Federico Chabod (1961).
5 En esta
línea, hay una cuestión semejante ya tratada en la obra de Legendre con
respecto a lo que ha llamado tradición dogmática occidental. Trátase de
una acepción psicoanalítica de la institución en la que la tradición dogmática
es el centro de los comandos y de los discursos de pertenencia a los grupos que
se encuentran domesticados por los códigos de censura institucional. Por ello,
Legendre ha intentado precisar el lugar de invención semántica en el que
la institución emerge y actúa como control de las normas sociales; aunque sea
el mismo autor quien pondera las grandes limitaciones de este emprendimiento
investigativo (Legendre, 1974: 35-36). Sin embargo, esto no le ha impedido
establecer una asociación entre el texto jurídico y la demarcación
simbólica de la censura social. La tesis de Legendre está en concebir cómo la
capacidad de sujeción del discurso canónico ha derivado de la “lectura”
extraída de la lex y del enunciado inscripto en la tradición de los
dogmas de la eclesiología medieval. A ese propósito, el autor ha traído la
memoria de la fórmula isidoriana nam lex a legendo vocata, quia scripta est
(Isidoro de Sevilla, Etymmologias, V, 3, 2), con la cual afirma un
modelo de interpretación dirigido al control del texto hacia la formulación
institucional de la autoridad, o mejor dicho, mirando a la Ley como
medio entre el discurso que encierra un “orden de la censura”. También, véase
Castoriadis (2004: 166-168).
6 Todas estas cuestiones fueron difusamente abordadas por el minorita
catalán en su más importante tratado enciclopédico, el llamado El Crestià.
Sobre los pasajes que abordaron el tema de la col·ligació legal y su
fundamento para la cosa pública, véanse los capítulos 833-834 (Eiximenis, 1987:
363-367); ya sobre el tema de las cortes, se puede consultar a los capítulos
669-773 (Eiximenis, 1986: 485-496). Hay también una voluminosa bibliografía
especializada, la cual se puede encontrar en Evangelisti (2009: 65-90), Sabaté
(2015a: 79-166) y Juncosa (2011: 451-480).
7 Posteriormente, el nieto del Ceremonioso, el rey Ferrán I, iba a confirmar
la misma constituición en las Cortes de 1413: “Tolents lo abus dels Algurzirs
nostres e del Governador General, e dels seus Portants Veus, sobre la receptio
del Morabatí, de las personas que en poder dells presas estan, contra la
Constitució de la Cort de Cervera del Rey en Pere terç començant Ordenam encara,
e statuim, etc. E confirmada, quant a la solutio del dit Morabatí, per lo dit
Rey en Pere en la Cort de Montsó en la Constitutio començant Corregints, etc.
Statuim, e perpetualment ordenam, que la dita Constitutio de la Cort de
Cervera, la qual en part no es estada corregida, mas confirmada, inviolablement
sie observada: e aquell qui contrafara, per açó sie privat del Offici de
Alguzir: e no resmenys de tot en tot inhabil de ali avant a obtenir aquell” – CYADC,
lib. I, 4, (1704, p. 112).
8 Dicha
obligación está adscrita a la interpretación del usatge 68 (Bastardas, 1991: 102-103): “Princeps namque si quolibet casu obsessus fuerit, uel
ipse ídem suos inimicos obsessos tenuerit, uel audierit quemlibet regem uel
principem contra se uenire ad debellandum, et terram suam ad succurrendum sibi
monuerit, tam per litteras quam per nuncios uel per consuetudines quibus solet
amaneri terra, ui delicet per fars, omnes nomines, tam milites quam pedites,
qui habeant etatem et posse pugnandi, statim ut hec audierint uel uiderint,
quam cicius poterint ei succurrant. Et si quis ei fallerit de iuuamine quod in
hoc sibi faceré poterit, perderé debet in perpetuum cuneta que per illum habet;
et qui honorem per eum non tenuerit, emendet ei fallimentum et deshonorem quem
ei fecerit, cum auere et sacramento manibus propriis iurando, quoniam nema
debat fallere ad principem ad tantum opus uel necessitatem.” Sobre la mutación
del usatge en la tradición legal catalana, véase Pacheco (2005:
225-246).
9 “Cette terre du roi réduite aux lieux d’exercice de la
juridiction royale contredit la juridiction générale du monarque que justifient
ses juristes au même moment. Selon leurs arguments et la volonté du souverain,
tout le pays constitue la terre du roi, par équivalence avec les autres
royaumes” (Sabaté, 2015b: 75).
10 Lo ha
invocado así en las mismas Cortes de 1370: “Restauracione Regnorum Comitatum et
terrarum nostrarum ac reintegracione honoris nostri ac comodi nostre rei
publice a nostris naturalis et subditis principatus Cathalonie consilium et
auxilium postulare et circa hec ordinaciones et provisiones facere condecentes” (ACA, C, reg. 1499, fl. 20). La
aplicación de estas excusas se volvió bastante frecuente hasta que los
estamentos la hayan rechazado por completo, negando al rey la obligación de
servirle fuera de los territorios del Principado o por otra razón que no fuese
para la protección exclusiva de su frontera. En las Cortes de 1378-80, se
imponían en uno de los capítulos del donativo la condición de no hacerlo por
los tres años siguientes por “lo fet de Serdenya ne per neguna altre necessitat
cas o raho vos senyor ne lo senyor Duch no façats, ne façats fer daquiavant als
dits dos bracos o alcun daquells, ne a prelats, universitats o persones
singulars dalcun dels dits dos braçess, ne a homens lurs per neguna via o
manera alcuna demanda o demandes ne puscats exegir pendre o haver res dells en
general o particularment fora Corts. ”(Sánchez,
1997: 548, doc. XXIX, 12).
11 Véase principalmente a J. Gallensis, Communiloquium, sive Summa
collationum, I, dist. 3, 5 y a Duns Scotus, Utrum poenitens, ord.
IV, dist. 15, c. VI.
12 Para tratar el tema, por ejemplo, Abadal ha insistido en una
discriminación más precisa entre la titulación personal y la posición institucional
de los monarcas catalanes, a quienes se ha destinado un privilegio meramente
nominal – “és el senyor rei per raó de la seva persona, però no pas com a
sobirà de la terra” (Abadal, 1972: 62-63) – con lo que iba a crear un sujeto
jurídico atípico de un “reino sin rey”, y de un “principado sin príncipe”.
Asimismo, tales valoraciones han resultado en una exageración de los límites
teóricos de la existencia de un ente jurídico que tenía todas las
características fácticas de un reino, pero que para Abadal iba a explicar toda
la fallada bàsica constitucional que negó un estado-nación a la Cataluña
moderna – véase también a Josep Maria Gay (1991: 86-96), Cingolani (2015:
238-240) y Sabaté (2015b).
13 De todos modso, quedaba claro para los juristas que el conde de Barcelona
era reconocido en toda Cataluña como un único príncipe y señor. Uno de los
legistas catalanes más importantes del siglo XIV, Guillem de Vallseca, afirmaba
sin contradicciones de otros que “in cujos Barchinonae dominos Regis iac primi,
unun plus sit terra Cathaloniae, quod comitat[um] Barchinonae [...], quia tota
Cathalonia consuevit facere unam universitatem [...] et unum corpum generalem”
(Antiqviores Barchinonensivm leges, fl. 1v).