Una lectura sobre el lenguaje institucional en las asambleas parlamentarias catalanas del siglo XIV

An Approach on the Institutional Language in Fourteenth Century Catalan Parliamentary Assemblies

 

 

 

Tostes, Rogerio R.

Universidad de Lleida, España

rogerio.tostes@gmail.com

 

 

Resumen

En el presente trabajo se propone un abordaje exploratorio del vocabulario publicista adoptado en las asambleas estamentales catalanas. En este sentido, se han identificado algunas interpretaciones posibles con las cuales leer las fuentes parlamentarias bajo la clave de instituciones legales y del modelo establecido por ellas en el siglo XIV. El pactismo político debe ser entendido a partir de la delimitación propuesta por la terminología legal que subyace de manera permanente en las discusiones de las cortes; donde el soberano es sometido a la coherencia de valores que predican la defensa de la tierra y del bien común. Todas estas indicaciones son reflejo de un contexto político y económico que ha provocado cambios drásticos en la acepción de gobierno y de la propia autoridad pretendida por el rey a lo largo de la centuria.

 

Palabras clave: Cataluña - Soberanía - Lenguaje jurídico - Cortes

 

 

Summary

The present work shows an exploratory approach of the publicist vocabulary adopted in the Catalan stamental assemblies. In this way, some interpretative possibilities have been identified for a review of the parliamentary sources under the key of the legal institutions and the model established with them in the Fourteenth Century. The understanding of political pactism is built out of the delimitation of legal terminology that remains in permanent discussion in the courts, with which the sovereign is submitted to the coherence of values that preached the defence of the land and the common good. All these indications are consequences of a political and economic context, that led to drastic changes in the sense of government and of the authority sought by the king in the course of that century.

 

Keywords: Catalonia - Sovereignty - Legal language - Courts

 

Recibido: 27/04/2018

Aceptado: 06/08/2018

 

 

 

Introducción1

 

Los estudios sobre administración y fiscalidad en la Cataluña medieval cuentan ya con una larga y prolífica tradición. Esta circunstancia logró el desarrollo de un área de investigación que nos ha permitido obtener una imagen clara del ejercicio de la autoridad monárquica en el siglo XIV. En rigor, me permitiré prescindir de los planteos casuísticos para dar curso a una propuesta de investigación especulativa sobre las circunstancias en las que se desenvolvieron los agentes políticos de ese largo periodo. Mi punto de partida implica el papel desarrollado por el “pactismo político” en la segunda mitad de la centuria, cuando se promovieron los cambios institucionales que acabarían por someter a la monarquía a un modelo de regulación jurídica dictado por las asambleas estamentales.

Así se propone leer los expedientes curiales bajo la luz de una articulación semántica bien definida, en la cual los términos empleados para concebir y desarrollar un modo de acuerdo estamental muestran una base retórica semejante a la empleada por el discurso monárquico. En Cataluña durante el siglo XIII, la fusión de terminologías provenientes del derecho romano fijó una posición pública de la autoridad regia; posteriormente, su lectura profundizó los significados que hicieron reconocer al rey como el titular de la jurisdicción general. Pero no solo el soberano erigió un discurso bajo moldes romanistas, sino que el grupo de los prohomines urbanos y los demás brazos del reino también empezaron a sacar del juridicismo un ideal de gobierno basado en el orden constitucional de las corts. De hecho, mientras unos monarcas como Pedro III y Jaime II fortalecían la concepción de la autoridad regia, los reunidos en cortes hacían cada vez más clara la invocación al ejercicio jurídico general bajo los ideales de representatividad formulados en común.

La convergencia de sectores representativos de los grupos más privilegiados compuso el núcleo político que ejercía junto al rey la gestión interna de los asuntos públicos de Cataluña; asimismo, podían intervenir en las acciones externas del Principado, que se encontraba integrado a los reinos y dominios de la Corona de Aragón. Esa convergencia implicó un aceleramiento en la emisión legislativa de las cortes, las cuales concurrían con pragmáticas y demás tipos legales de autoría exclusiva del monarca. Dicha circunstancia fortalecía el tenor constitucional de la intervención estamental gracias a la exégesis obligada de la tradición “legislativa” de las Costums y los Usatges de Barcelona. A finales del mismo siglo XIII, particularmente durante el reinado de Pedro III, esa tradición representó una nueva base para las aspiraciones de los dirigentes del país (Cingolani, 2015: 168-172). Dichas aspiraciones permitían justificar toda una serie de pronunciamientos políticos y abstracciones jurídicas a través de un solo repositorio constitucional. Es decir que se pasaba a la composición de un lenguaje institucional desarrollado intra e inter cortes, y por ello se delimitó un léxico propio del parlamentarismo catalán.

Ese cambio de articulación se puede precisar en los debates de las asambleas, donde los movimientos de presión señalaron hasta qué punto se produjo un verdadero “secuestro” de las competencias regias en los últimos años del gobierno de Pedro IV. Esto fue posible gracias a la composición de la curia como una corporación frente a la persona mayestática del soberano. En rigor, los estamentos advertirían al rey de la validez de una “voluntad conjunta” que no puede ser interpretada individualmente sino por lo que dicta curia volens. Asimismo, pueden declarar que la Cort ordona y entén al sumar un solo arbitrio de la tierra delante del monarca. En las Cortes de Barcelona de 1377, los estamentos dictaban estrechos límites para la actuación de los oficiales regios, con lo cual iban constriñendo la idea misma de jurisdicción general reclamada por el rey: “Qui tractatent videant et recognoscant ac plenariam informationem habeant de praedictis videlicet si officiales dicti domini Regis jurisdictionem pro ipso exercentes possent aut debent tractatibus dicte curie interesse necne”(CARAVPC, 1901: 13). Esa es una clara redefinición de la potestad pública, que pasa de la verticalidad regia a la horizontalidad de los que gobiernan en nombre de la tierra. Por este medio, ellos han podido corregir y convertir la capacidad potestativa del monarca bajo una percepción de utilidad común que ha sido introducida como una nueva clave semántica, denegando así la doctrina que sostenía que el soberano tuviese un interés propio capaz de igualarse a la voluntadde los miembros unidos en el cuerpo político.

Aunque si reconociese que “solus princeps legem facere potest”, juristas como Jaume Callís (1556: 37) invocarían las lejanas constituciones de 1283 para afirmar que las leyes de efecto general dependen “hodie in Catalonia de consensu et approbatione curie”, y ni siquiera la emisión de pragmáticas daba competencias al rey de superar las constituciones dictadas por cortes (Extra. Curiarum, VII, n. 53). El jurisconsulto del siglo XVII, Acaci Ripoll (1644: 21 y 24) declaraba que si “tria Brachia corpus generale Curiarum faciunt [...] si non sint unita, constitutiones nullius erunt momento, concurrunt enim facientes unum copus existente Rege tamquam capite illius”(XXIV, n. 13 y 39), lo que le había permitido concluir que “enim constitutiones in Curiis generalibus sunt factae, un vim contractus celebratae” (1644: 28, XXXV, n. 152), creándose así una idea que contaminó todo el entendimiento posterior de las cortes medievales. Es con esa misma idea que los estamentos van a controlar la administración pública, redefiniendo un nuevo modus operandi en la fiscalización de los agentes de la Corona con el designio de intervenir en la autonomía de los delegados e inquirirles junto al monarca. De esta manera, los mismos estamentos creaban cada vez más subterfugios para acercarse a los medios punitivos e impartir la reparación de justicia que, en el plano teórico, habían sido una de las regalías intocables de los soberanos catalanes.

En las últimas asambleas presididas por Pedro IV, los mismos estamentos habían avanzado a un nuevo nivel de presión hacia el soberano. En 1383, ellos exigían la punición de los consejeros del infante Juan y otros del consejo del soberano acusándoles de crímenes contra la Corona y contra el interés de la tierra. Los brazos jugaban con las amenazas habituales para lograr lo que pretendían del rey, requiriendo la satisfacción de agravios como condición sine qua non al otorgamiento de unas urgentes ayudas financieras destinadas a las campañas bélicas. Con la aguda falta de recursos propios en los últimos años de reinado, Pedro IV se vio forzado a aceptar los medios interpuestos por los brazos y a dictaminar sentencias en contra de sus oficiales, siguiendo un procedimiento a través del cual debía aceptar profundos cambios en su potestad de juzgar. Así, tras muchos debates y contestaciones, el rey se arrodilló frente a lo que entén la dita Cort (ACA, C, procesos de cortes, núm. 9, fl. 64v), con lo cual acababa por aceptar unas fórmulas que limitaban su discrecionalidad, mientras los estamentos lo obligaban a reconocer una versión de potestad jurídica entendida bajo nuevas aplicaciones semánticas.

Aunque todo eso haya sido bien detallado por un sinnúmero de investigaciones respecto de las cortes catalanas, lo que se plantea aquí es un estudio de esa dinámica en clave analítico-discursiva. Por este medio intento mostrar cómo los referentes semánticos de un léxico jurídico fueron intencionadamente manejados afín de redefinir la potestad pública del rey, y cómo esa noción ha sido guiada en los debates parlamentarios hacia una distinta composición institucional.

 

 

La institución y el discurso jurídico: antes y más allá de lo medieval

 

Como ya se hizo en otras ocasiones, se procura partir de la idea de identidad institucional para delinear un camino hacia la discursividad jurídica del contexto político en cuestión (Tostes, 2015: 211-212). Se ha entendido a ese modelo como un “artificio interpretativo” que tiene el propósito de identificar una contingencia creativa/sintética de representación histórica.

Tal punto de vista sobre las instituciones se muestra capaz de eximir a la historia del derecho de los prejuicios sufridos por una interpretación “historiográfica fuerte” que ha manejado las jerarquías temáticas de investigación de acuerdo con juicios que no siempre se han revelado claramente neutrales. Tales criterios encuentran eco en toda una escuela comprometida con el oficio del historiador, el cual es definido por la utilización de ideas que se justifican por el tenor de sus propias convicciones metodológicas. En la actualidad, una parte importante de los historiadores del pensamiento político percibe el derecho como un conjunto de ordenamientos sin historicidad.2 Ignoran así lo que se debería conocer a través de la discursivización3de la ley y de sus campos de efectividad, mientras que siguen abandonando lo jurídico y lo relegan a un estrecho ámbito teórico que hasta ahora solo ha tenido espacio para manejar la investigación de sentidos de poder y autoridad. Sin embargo, la relación de efectividad entre los discursos jurídicos no va a ofrecer un conocimiento factual de la realidad histórica per se (Iglesia Ferreirós, 2002-2003). La relevancia de esos discursos sirve a la producción de instituciones en el “momentum of converging interests and an unspecified mixture of coercion and convention”(Douglas, 1986: 111). Asimismo, esa transformación solo se vuelve posible por medio de los límites disponibles en un patrón previo de referencias institucionales que confiere eficacia discursiva a la acción política manejada por un lenguaje circunscrito a una época.

En este panorama, se afirmaría que el lenguaje jurídico no puede tomar una forma delimitada como norma legal, puesto que su contenido va más allá de la sencillez del dispositivo regulador y de lo que los legistas medievales plantearon como una pura “sistematicidad” del derecho. También vale observar que la normativización in abstracto puede producir significados incompatibles al hecho concreto que el enunciado legal ha pretendido representar. Esta situación puede ejemplificarse con la distancia de contenidos y prácticas procesuales entre el modo de establecer reglas en el derecho municipal catalán y lo que se creaba dentro de los tribunales regio-curiales (Ferran, 2005: 275-285). Asimismo, entre las fórmulas adoptadas en los sitios rurales y las capitales vicariales basadas en el derecho romano, se observa un uso semejante en las fórmulas sintagmáticas para la práctica judicial, ya que en las curias de los veguers y batlles se seguían manejando a los brocarda, enraizados largamente en la experiencia jurídica consuetudinaria.4 Siguiendo esta idea, bien se puede lograr la intuición de que el discurso legal adquiere un sentido explicativo para los fenómenos humanos que antecede a lo representado en el hecho político, porque solo en el telón de fondo del dialecto jurídico se aprehenden los modelos durables de estructuras colectivas, hábitos mentales y un núcleo cultural propio de la sociedad medieval.

Las implicaciones metodológicas de lo que acabamos de explicar nos permiten valorar los enunciados jurídicos como (i) gramáticas sintéticas/representativas que van a (ii) promover la verificación de una “eficacia simbólica” en el derecho como formador de regulación social. Es decir, cuando hay una eficacia frágil de las proposiciones legales, estas no dejan de afectar a los sectores sociales que las adoptaban en su cuadro normativo (Hespanha, 2018: 332-336). Por ende, esas proposiciones acaban originando estructuras discursivas más estables y por ello capaces de crear un repertorio institucional. En tal sentido, no importa la solución dada por el orden jurídico a un caso concreto, sino que se debe entender el modo concebido por el derecho para insertar nuevos significados dentro de una amplia gama de valores preestablecidos y aceptados, tal como lo hicieron los primeros romanistas al adoptar diferentes casuísticas a partir de bases textuales comunes (Leveleux, 2015: 263-275).

En rigor, llegamos a la artificialidad de la síntesis institucional instaurada por el derecho, notando el relieve del material jurídico del texto presente en la superficie del discurso. Es lo que va entendido por esa normatividad y con la que se ha fijado un punto de comprensión fundamental:

 

[...] nous devons comprendre la nature des analogies entre la Loi de la culture et le texte fixé en toute analyse, approfondir cette relation par un moyen généralement négligé, à savoir le texte juridique offert comme matériau absolument élémentaire; irremplaçable aussi, car précisément il récite et restitue en propos totalement énigmatiques l’entier du sublime et du normatif auquel se réfère n’importe quel sujet [...]; en même temps, par l’assurance et la fertilité de ses règles, ce texte laisse entendre que, lui aussi, provient des retranchements du désir (Legendre, 1974: 35).

 

Ese privilegio mantenido por el discurso jurídico tiene así razones bien definidas. Es un discurso que se muestra como base de múltiples significaciones, trayendo en su conjunto las barreras, liberaciones y censuras de la norma legal; y necesariamente por ello, la articulación contenida en el texto jurídico representa un repertorio de jerarquía política, además de haber creado un lugar de tensión entre las instancias de control y dispersión en el orden que está siempre a punto de escapar, huyendo de sí mismo en la decisión soberana del derecho. El control sobre lo que es el “deber ser” emerge entonces del discurso jurídico en su forma institucional – en la dimensión que Legendre ha ubicado entre los retranchements du désir,5 ligándola a la noción de un ser institucional histórico.

 

La voz de la tierra y el control de la potestad monárquica

 

Siguiendo los debates parlamentarios se puede constatar que los argumentos adoptados por la realeza fueron objeto constante de impugnaciones en los momentos de necesidad financiera. En concreto, después de 1356, los brazos pasaron a neutralizar la concepción de que el monarca a través de su voluntad personal es representante único del interés común, mientras los mismos estamentos aplicaban contra él la tesis de que la utilitas publica concernía al acuerdo definido por la colectividad. Esta idea estaba en consonancia con la visión de una valentior pars marsiliana y también con la noción pactista de comunidad basada en la col·ligació legal, tal como la ha desarrollado el fraile Eiximenis.6

La comprensión de ese desarrollo político ha tomado en cuenta el registro histórico de la Corona como fenómeno concreto, a través del cual Cataluña ha tenido un papel clave para la política expansionista del conjunto de los territorios regidos bajo la dinastía. Por ello, también ha sido posible hablar de un repertorio que integró a los discursos jurídicos e hizo emerger la idea de unidad/pertenencia de los grupos locales a todo el Principado. En el interior de este conjunto se fueron instituyendo nuevas clivajes entre sectores que disputaban la capacidad de representar una sola voluntad política y abarcar así a unos efectos generalizadores sobre tota la terra. Sin embargo, eso ha dependido el influjo del llamado constitucionalismo catalán, que ha tenido inicio con los sectores reacios a la política centralizadora de la monarquía (Montagut, 1989: 669-679). Ese fue el contexto creado por las rebeliones unionistas en el reinado de Jaime I y agravado durante los años de Pedro el Grande en la guerra con los angevinos por el trono siciliano. Al reclamar la continuidad del extinto ramo Hohenstauffen, el rey Pedro sintió las consecuencias del paso adelante que le hizo sufrir el embargo de excomunión por Martín IV y la amenaza de invasión al Principado. En una situación de extrema urgencia, el rey encontró en los burgueses catalanes la adhesión necesaria para llevar adelante sus propósitos mediante una serie de constituciones definidas en las Cortes de Barcelona de 1283, las cuales garantizaron un mínimo apaciguamiento con los nobles catalanes, desde entonces retirados del alcance de la jurisdicción real (González, 1975). De ahora en adelante, se concedía una autonomía teórica a las cortes para controlar temas de interés universal de los catalanes, con lo cual se vieron establecidos los precedentes para aplicar la primacía de las leyes constitucionales, las cuales fueron sistemáticamente invocadas en las cortes de 1289, 1300 y 1307.

De todos modos, la monarquía mantenía su propia percepción, donde la identidad entre autoridad y cuerpo político estaba asegurada. Para combatir nuevos asaltos a su soberanía, el rey arremetió contra los estamentos afirmando que traicionaban la costumbre de las cortes y atacaban las competencias del centro real en la facultad de representar la voluntad general e impartir sentencias a sus súbditos, lo que significaba la restricción de su efectiva prerrogativa judicial. Pedro IV se defendió invocando la teoría del doble dominio, la cual preservaba el rango del poder regio y lo colocaba en calidad de autoridad superior. Esta fue una práctica habitual de sus antecesores, como lo había hecho Pedro el Grande al subyugar a los barones unionistas de Aragón (1282-1283), diciéndoles que, de acuerdo al derecho y las costumbres, los reyes se situaban en una condición superior e inviolable ante toda la comunidad (Bofarull, 1870: 312). Y más tarde, cuando Jaime II enfrentaba a los mismos unionistas, aplicando un discurso nuevo contra la visión vasallático-feudal sostenida por los nobles “como no sia dubdo los subditos seer menores del seynnor, e assi ellos no puedan jutgar su mayor ni ordenar alguna cosa sobre el, ante los sozmesos an a seer jutgados por el sennor e an a obeir e seguir sus mandamientos” (ACA, C, reg. 350, fls. 10r-v – cit. González, 1993: 388-389). Pero nada de esto quiere decir que la expresión de la identidad de la tierra se haya concentrado únicamente en la autoridad de la Casa de Aragón ni de su aparato dinástico, pues, por el contrario, esa situación acabó por arrastrar al príncipe al debate estamental donde resistía todo un conjunto de enunciados capaces de corregir la semántica empleada por la cancillería real.

La escena se completó con el ingreso del “partido burgués”, que estaba compuesto por las oligarquías urbanas que se veían recompensadas con un nuevo status jurídico. Justamente, con el otorgamiento de privilegios a los municipios, también se endurecían las identidades regionales que buscaron apoyo en la autoridad regia para garantizar la efectividad de las jurisdicciones locales. Pero los sectores urbanos no lo hacían en beneficio de la monarquía, buscaban un marco legal homogéneo capaz de intervenir en la fragmentariedad jurisdiccional mantenida por barones y eclesiásticos (Sabaté, 2009: 1-27). Tras décadas de una política de soporte y control con los delegados regios, los sectores de la burguesía y de la baja nobleza ascendieron a las altas esferas de la administración real, gracias a un nuevo sistema de capitalidades que les permitió participar de las decisiones institucionales que eran tomadas en el ámbito de las asambleas estamentales.

Esa capacidad de decidir quedaba clara en la definición de los acuerdos de las Cortes de Montblanc de 1333, que habían guiado a Alfonso IV a la concentración de esfuerzos para conquistar Cerdeña (Sánchez, 1997: 49-56). Más tarde, bajo Pedro IV, la monarquía resistió la interferencia de los estamentos, hasta que finalmente convocara a las cortes con el fin de demandar nuevas ayudas para mantener activo el flanco bélico de la Corona, dando inicio a un largo periodo de negociaciones que impusieron capitulaciones innombrables a las pretensiones de los últimos soberanos de la dinastía barcelonesa. Asimismo, las debilidades materiales interpuestas al discurso soberano habían precarizado la afirmación regia. Entrada la década de 1360, era evidente que la descentralización jurisdiccional había alejado al monarca y a sus oficiales de los dominios baroniales y la disminución del patrimonio directo y del creciente endeudamiento del tesoro regio acabaron de exponer la debilidad de Pedro IV frente a las presiones de sus súbditos (Sabaté, 2000: 29-31).

En las asambleas dadas en Barcelona en 1365, el rey pedía un prolongamiento del pago de los donativos ofrecidos en las últimas cortes celebradas en aquél mismo año en Tortosa. El pedido sonaba absurdo considerando el momento complejo que atravesaban los súbditos catalanes durante el último decenio. Sin embargo, frente a la posibilidad de un nuevo ataque del enemigo castellano, el monarca hizo convocar a los brazos “pro resistendo dicti regis y ac reintegracione honoris nostri ac comodi nostre rei publice a nostris naturalis”(ACA, C, reg. 1505, fl. 20r). En ausencia del rey, el canciller Jaume de Faro intentaba convencer a los presentes de que sin la ayuda suplementaria de los donativos, toda la seguridad de la Corona podía caer en peligro, y que por ende el soberano y todo el aparato público acabarían arruinados:

 

Cum venerit casus inexcogitatus videlicet quod dictus Rex Castelle armavit magnum stoleum galearum et navium et non minus crevit numerum equitum et peditum in terra in tantum quod nisi potenter suis obviaretur conatibus verisimiliter creditur quod res publica Principatus Cathalonie et dominus Rex noster qui est caput ipsius rei publice, irreparabile quod absit susciperent detrimentum. Unde necessarium imminet quod per debite provisionis remedium per dictam Curiam noviter indictam Deo propicio adhibendum dictis casibus et eventibus occurratur et suppleantur dubia et deffectus que et qui in dicto dono seu proferta facta in dicta Curia Dertuse (CARAVPC, 1899: 340).

 

Eso deja abierta una ambigüedad interesante en las invocaciones hechas por el canciller, quien insistió en la argumentación que confería al rey un rango superior en la decisión sobre la unanimidad del cuerpo político. Esa línea de ideas fue la adoptada años atrás por el mismo monarca para hacer validar sus medidas estratégicas frente a las otras potencias en el juego bélico. Pero tras años de desgaste provocado por semejantes solicitaciones, esa visión de la capacidad regia para emplear ex solo una decisión de tal importancia fue pronto reducida y convertida bajo los condicionamientos de las cortes.

Como ya se ha señalado, en el 1356 estalló el enfrentamiento con Castilla y con él llegó a la Península una serie de conflictos que durante años consumirían parte de las energías defensivas de la Corona (Gerbet, 1997: 233; Ferrer, 1987). En Cataluña, la declaración formal de la guerra fue encarada por las Cortes de Barcelona de 1358 como una acción contraria a las advertencias hechas por el estamento nobiliario, ya que pronto se sobrecargaría a los territorios con más de un frente enemigo, además de imponer exageradas punciones fiscales a las generalidades de todo el reino (Martín, 1971: 74-85). A la postre, advinieron muchos cambios institucionales como consecuencia de los años de recaudaciones masivas. La primera y más importante fue el establecimiento de la Diputació del General, un órgano colegiado por los representantes de cada uno de los brazos y del monarca, encargado de la gestión de las generalitats de donde se sacarían los donativos para atender a las guerras de Pedro IV (Ferrer, 2004: 877-880).

Además de haber perdido el control de los emolumentos financieros, el rey sufrió otra grave derrota con el desarrollo de las cortes. El desgaste provocado por la ineficiencia de la administración regia motivó el contraataque de los brazos contra los delegados y oficiales públicos. En los procesos de agravios instaurados en las cortes, particularmente después de 1350, empezó una ofensiva contra el desempeño de los cargos judiciales y los abusos de los colectores regios, los algutzirs, quienes muchas veces ponían obstáculos a la acción de los mandatarios de las cortes. Por lo tanto, los brazos pasaron tanto a limitar el desempeño de los delegados del rey, como a fiscalizar los abusos y prevaricaciones de la función pública.

En enero de 1378, mientras reunía las cortes en la capital catalana, Pedro IV emitió cartas con minuciosas instrucciones a sus oficiales para que no interviniesen en las diligencias de los diputados electos para recaudar las dichas generalitats (ACA, C, reg. 1509, fls. 143r-v). En noviembre del año siguiente, el rey concedió un privilegio especial a la ciudad de Barcelona, a instancias de los consejeros municipales, para limitar los mandatos de los nuevos oficiales a un término de tres años y controlar su acceso a los cargos mediante un procedimiento de inquisición (AHCB, IA-591), instaurado por el llamado instrumento de la “purga de taula” o por iudices tabulae, siue ad syndicandum (Lalinde, 1965: 501-508). Ese privilegio ya venía de una ordenanza dictada en las cortes de 1351, pero a pesar de la reiteración legal, la insubordinación mezclada con las prácticas fraudulentas de los oficiales regios hacía imposible a los brazos aceptar el discurso que ensalzaba la buena fe y moralidad pública del soberano. En las cortes de 1379, una vez más, los estamentos presentaron sus greuges al rey7, manifestando el desprecio de los algutzirs a los inquisidores de taula y la inobservancia de las constituciones catalanas (CARAVPC, 1901: 198, const. XX).

Efectivamente, el enredo de la demanda financiera persistía en las asambleas ulteriores. En 1365 la guerra seguía en pie y forzaba al rey a transferir el peso de la fiscalidad extraordinaria a los brazos de las villas de realengo catalana y mallorquina, excusándose en el propósito de frenar los ataques de Pedro el Cruel en las franjas fronterizas de Valencia y Aragón. La frecuencia cada vez mayor de estas convocatorias acababa por profundizar las discusiones tocantes a la representación y la obligatoriedad de las prestaciones de los súbditos. Los más preocupados con ello eran los sectores de los poderes urbanos y del brazo eclesiástico, seguramente los dos más afectados por la insistente punción fiscal exigida por el monarca. En contrapartida, fueron los mismos a actualizar el antiguo debate sobre el llamamiento a la “guerra pública”, por la cual debían servir y proteger al Princeps et terram suam,8 y alejarla de las mencionadas “guerras privadas” que tocaban solamente a la persona del rey.

La aplicación de la identidad con la tierra retomaba una idea abstracta del dominio proveniente del léxico feudal (Rodón, 1957: 231-236) que, tras el siglo XIII, ha sido sometida a las concepciones jurisdiccionales de los primeros romanistas (Ferran, 2016: 238-256) y después fue reinterpretada por las cortes como síntesis entre la preeminencia dominical del soberano y la tutela de la utilidad pública. Por ello, se ha operado un cambio semántico que permitió convertir a la tierra en un concepto de capacidad de jurisdicción universal, que incluía y limitaba el propio poder soberano9.

En el caso concreto de las asambleas estamentales, la demanda de auxilio por la tierra se volvió parte constituyente de la necessitas publica que sellaba el vínculo jurídico con el marco universal que reverberaba del usatge 68, el Princeps namque. Igualmente, cuando se atendía al deber creado por la guerra, los estamentos no dudarían en restringir el tipo de ayuda dada, concediéndola siempre como si fuera un mero “donativo gracioso” – es decir, exento de los deberes de regalías. Aunque se reconociese ex iusta causa la defensa de la cosa pública y la necesidad de suplir las deficiencias del tesoro regio, ninguna de ellas generaba una nueva norma de obligación jurídica:

 

attenent que lo dit senyor Rey e son patrimoni no po[d]ria complir ne bastar als dits affers de la dita guerra, tocants la dita defensió del dit principat, delibera e acorda, sots emperò les formes, maneres e condicionse retencions e altres coses davall scrites e no en altra manera, de donar a defensió de si matexa e de la cosa sua publica, graciosament e no per algun deute que·n fos tenguda ne obligada(ACA, C, reg. 1506, fl. 39v).

 

De todos los modos, se invocaba la terra como marco de un espacio concreto que integraba la multitud jurídica del Principado, sobre la cual todos los miembros del cuerpo político se ponían de acuerdo. Inicialmente, la tierra ha sido conjurada para designar la totalidad de los territorios – dichos regna et terras suas – bajo dominio del rey de Aragón. Desde finales del siglo XIII, el reclamo de esta colectividad pasó a encabezar las convocatorias a las cortes de los estamentos, llamados a subsidiar la ajuda de la deffensió de la terra. De igual modo, el monarca iba a presionar a sus súbditos para apresurar las medidas defensivas en las fronteras dada la urgencia de frenar la invasión enemiga que ponía la tierra in periculo perdicionis. En rigor, la significación del concepto podría incluso ultrapasar los límites estrictos del Principado sin invalidar la obligación que constreñía a los catalanes para atender a lo demandado en cortes. Así lo ha argumentado la reina Leonor al presidir las cortes de Lérida, explicando que la recuperación de Valencia y Aragón “era e es deffensió del principat de Cathalunya” – una vez que “aquells ij Regnes perduts se poguera seguir fort leugerament gran perdició e destrucció del dit principat de Cathalunya e per conseguent per deffensar principalment lo dit principat e tots los habitants en aquell”. O siguiendo aún más lejos en esta proyección, lo mismo se veía cuando el rey quisiera implicar los intereses de los vasallos de Cataluña en los asuntos mediterráneos de Cerdeña y Sicilia, alargando la idea original de bien común.10

El incremento en la capacidad correctiva de los estamentos sobre la autoridad regia pasó así por el largo proceso de disputas en torno a las aplicaciones concretas de institutos jurídicos que ya venían de mucho tiempo atrás, delimitando un claro cambio en el corte cronológico extendido desde el inicio hasta el final del siglo XIV (Tostes, 2015: 226-227). Tras el fin de la dinastía barcelonesa, la llegada de los Trastámaras al trono reconoció la continuidad – aunque temporaria – de la dinámica creada por las asambleas estamentales, la cual ha orbitado siempre alrededor de la disputa destinada a la defensa del bien común y a la pertinencia de los representantes de la tierra.

 

Determinar el vocabulario institucional

 

Vistas estas cosas, tenemos la organización de nuestro plan histórico: lo que concierne a las cortes y a los colectivos representativos en la formación de un debate político a través de los poderes estamentales. A partir de este punto, el conjunto institucional del Principado asumió su forma concreta, mientras las asambleas de cortes se constituyeron como el espacio de los principales eventos políticos en el contexto catalán del siglo XIV.

Sin embargo, es cierto que cuando una comunidad política se constituye bajo un lenguaje concreto, las ideologías que se presentan en ella mantienen una complejidad vinculada a un repertorio común de discursividad. Fue de igual modo que los reunidos en cortes pudieran elaborar sus opiniones al apoyarse en un mismo repertorio de claves institucionales. Muchas veces, tales opiniones eran avaladas por legistas con sus distintas visiones sobre lo que sería la plena potestad y cómo se la debería ejercer sobre la jurisdicción general del Principado. Esto fue lo que sucedió durante las polémicas sobre la aplicación del derecho consuetudinario y su reserva frente al ius publicum invocado por el rey, mientras monarcas como Pedro IV y Juan I no dejaron de actuar como señores privados siempre que eso les pareciese más cómodo – un expediente posible gracias a la ambigüedad de los conceptos de potestad jurídica ostentada por el príncipe (Ferro, 1999: 27-31). Igualmente, esto es lo que nos ha llevado a mirar los distintos rasgos que un concepto tan sencillo como el de “representación” ha asumido en el espacio bajomedieval catalán.

Tenemos otro ejemplo de cómo fueron elaboradas esas distinciones en los teóricos catalanes de la segunda mitad del siglo XIV, de los cuales se pueden tomar dos que, aunque hayan compartido una sola matriz franciscana, acabaron por respaldar posiciones muy opuestas sobre la titularidad soberana. El primero fue el infante Pedro, tío y consejero del Ceremonioso (Valls, 1926; Beauchamp, 2005), quien tomó el hábito de los minoritas franciscanos en el año 1358. En De regimine Principum escrito por el infante emerge la intención de aclarar el límite de la ideología monárquica, situándola en el lugar del pacto estamental a través del principio contenido en la formula quodomnes tangit. Con un lenguaje peculiar, ese tratado ha mezclado doctrina feudal y apologética monárquica, ya que al mismo tiempo reconoce la superioridad real y la constriñe al consilium de los grandes barones del reino. Esa mezcla de referencias fue muchas veces adoptada por Pedro IV al justificar su intervencionismo sobre los dominios nobles y tenía gran coherencia con los discursos hechos personalmente por él en las proposicions inaugurales de las cortes, las cuales iban bien elaboradas y enseguida colegidas en los registros de la cancillería real (véase Cawsey, 2008: 97-126).

En un segundo ejemplo, una exégesis que se opone a la del infante Pedro. Esta viene teorizada por uno de los más influyentes moralistas catalanes del último cuarto del siglo XIV, el minorita Francesc Eiximenis, quien asumió junto a los ideólogos urbanos una idea de la condición regia (Eiximenis, 1927). Aproximándose al cuerpo de erudición de los textos bíblicos y a la postulación escolástica que defendía los fundamentos de la sociedad civil, Eiximenis compuso su visión orgánica del mundo en línea con lo defendido por los franciscanos rigoristas. Por ese medio, el fraile formuló su valorización del acuerdo comunitario, encarándolo por encima de la soberanía del príncipe. Es decir, el catalán seguía la influencia de otros moralistas asiduos en los ambientes cortesano-palatinos italianos (Romagnoli, 1991: 36-41) y también a las corrientes que respaldaban el status pactista de la monarquía11 en el interés de la res publica (Todeschini, 2006).

Ahora bien, las ideas de los frailes Francesc Eiximenis y Pedro de Aragón tenían una base común de argumentaciones – y, por así decirlo, recogiendo los diversos tópicos y argumentos de un léxico originario –, sobre el cual los preceptos no discrepaban. Mientras sus distintas conclusiones personales reproducían ideologías propias, ellas quedaban ligadas a un solo repertorio y a una comunidad política concreta. El punto más relevante aquí es que ambos parecían concordar sobre el hecho de que definir y controlar el vocabulario institucional acababa por fijar la “verdad jurídica”, o sea, por más abstracto que fuese el debate en torno a la potestad monárquica, era por su medio que se establecía la autoridad del artificio contenido en la ley.

Ahí emerge la necesidad de detectar con precisión los lugares que los embates estamentales podían afectar y solo enseguida desarrollar una justificación para los enunciados jurídicos producidos en las asambleas de cortes. Por eso se vio avanzar la formación de bases coherentes que terminan sosteniendo un sentido de institucionalidad. De tal modo, entre los antagonismos de las reuniones parlamentarias se han propuesto las bases enunciativas que permitieron la gestión de la cosa pública, proveyendo las bases financieras que moverían la guerra.

La tensión de los sectores estamentales había de garantizar la perpetua discusión sobre la titularidad del rey en un dominio gobernado bajo la rúbrica de un Principatus, lo que no equivalía al fundamento teórico de un Regnum. A pesar de ello, la opinión de los juristas más prominentes de los siglos XIV-XV no tenían dudas en afirmar que “Comes Barchinonae iam dictus in comitatu Barcinonae haberet omne potestat regiam”,y puesto que “rex Aragonum sit princeps in suo comitatu”(Antiqviores Barchinonensivm leges, Prol., Calic. fl. 5v). Pero aun si sería excesivo decir que tal debate haya generado inconvenientes legales al monarca12 y a sus asesores13 (Tostes, 2018), lo cierto es que la ausencia de un claro fundamento institucional sirvió a frecuentes rebeliones de los barones catalanes, a veces como simple obstáculo a la creación de nuevos tributos bajo el control estricto de la Casa Real (Sánchez, 2015b: 119-131).

También corresponde saber cuál fue el límite dado por los brazos a las demandas reales y cómo los partidos interactuaban al formular los capítulos de los donativos concedidos al rey. Al crear el valor de un discurso oficial, la autoridad regia permitió que se instituyese un valor de identidad a la comunidad política. Sin embargo, la misma idea de identidad ha quedado unida al discurso exhibido por los estamentos que respondían ante la falta de centralización del espacio jurisdiccional en el realengo. Esa combinación de contrastes dio nombre al llamado pactisme de la historiografía catalana.

Aunque los historiadores decimonónicos hayan convertido la impotencia del soberano en señal de respeto a los fueros y a las libertades locales de los súbditos (Sabaté, 2009: 25-27), el pactisme polític sigue siendo tema clave en el tratamiento dado por la historiografía contemporánea (véase Vicens, 2010 [1960]: 117-119; Cingolani, 2015). Como elaboración primaria, el mismo pactismo se ha asentado en la fragmentación de mecanismos de control legal constituidos en cada uno de los dominios dependientes de un eje simbólico – y, más que jurídico, también – de poder político. Ese complejo puede ser comparado con los diferentes procesos de centralización desarrollados en otros reinos de la Península Ibérica (Bisson, 1978: 460-478), a partir de los cuales se puede preguntar cómo los regímenes de fueros locales se han establecido entre la “adhesión” de los núcleos de vinculación jurídica. O sea, la fidelidad de ordenamientos preexistentes solo ha alcanzado un centro estable de autoridad por medio de bases comunicativas que garantizaron la representación de sus respectivos ordenamientos.

Lo que se ha visto con los brazos en las cortes refleja ese modelo de participación, permitiendo que los capítulos aprobados en las asambleas forjasen una abstracción de unidad que valía como solución episódica a las divergencias mantenidas entre los representantes de los tres estamentos. En rigor, el propósito común era frenar la tendencia monárquica a imponer la culminación jurídica de la curia regia o forzar que otros sectores repartiesen por igual la carga de los donativos ofrecidos al rey, como sucedió a menudo entre la nobleza y las ciudades reales a partir de las cortes de 1345 (Lalinde, 1991; Gay Escoda, 1991: 86; Bisson, 1982: 181-204).

Todo eso lo vemos en la práctica con los sucesivos cambios de escenario político en las décadas de 1340-60 por razón de los conflictos trabados en áreas estratégicas del Mediterráneo y de la Península. Fue durante ese mismo período que Pedro IV vio malogradas sus ambiciones de expandir la preeminencia de la Casa de Aragón, tras haber empezado conflictos que sobrepasaron sus capacidades de éxito. La disputa con Génova por el efectivo control del reino sardo y la declaración de guerra a la Castilla de Pedro el Cruel (Ayala, 1779, cap. VIII) exponían a la Corona a la beligerancia, la cual ponía a prueba la capacidad del rey para gestionar los medios financieros y judiciales. Gracias al espacio abierto por estas debilidades institucionales, los grupos que se oponían a la centralización promovida por el monarca pudieron reanudar los tradicionales modelos de participación, incluso al punto de crear estructuras de interferencia en la administración pública. De ahí emerge el ejemplo del marco establecido en la Diputació del General, una institución emanada de las cortes para gestionar directamente los donativos otorgados al monarca y que, tras la llegada de los Trastámaras al trono aragonés en el siglo XV, logrará una participación definitiva en el cuadro institucional catalán.

 

 

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1 Abreviaturas empleadas: ACA (Archivo de la Corona de Aragón/Arxiu de la Corona d’Aragó); AHCB (Arxiu Històric de la Ciutat de Barcelona); C (Cancillería); CARAVPC (Cortes de los Antiguos Reinos de Aragón y Valencia y Principado de Cataluña); CYADC (Constitucions y Altres Drets de Catalunya); Extra. Curiarum (Equitisque Aurati Curiarum Extragravatorium Rerum Summis Illustrum).

En tiempo, quiero agradecer al doctor Daniel Panateri por la lectura atenta y los comentarios hechos a una primera versión de este trabajo. También, dirijo mis palabras de aprecio al doctor António M. Hespanha por las repetidas lecciones y unas conversaciones privadas mantenidas durante los últimos años de mi formación académica, muchas de las cuales he intentado retener en las líneas siguientes.

2 Hace mucho que se ha declarado la inexactitud de los fenómenos jurídicos en la larga duración, puesto que, según lo entendió Jacques Le Goff (1986: 23-63), solo con ella sería posible aprehender una percepción total de lo político en la historia social. Una visión que rechazamos en este presente trabajo. Respecto de la visión global de una historia social y la posición de la historiografía jurídica, ver Clavero (1974: 246), quien ha explicado que “todo el dominio de la historia, incluso el más tradicional, es reivindicado por la historia social’ en cuanto ‘estudio de la sociedad y de los grupos que la constituyen”.

3 Se refiere aquí al término empleado por Greimas y Courtés, lo cual enmarca una clara división entre los registros lingüísticos que producen sintaxis discursiva de los que se refieren a/producen una concreta textualización como lenguaje (2006: 125-126).

4 En palabras de António M. Hespanha, el orden jurídico medieval y todo el Antiguo Régimense mantienen en la línea de una aplicación teórica del derecho letrado que ha caminado en dirección opuesta a la de los iura radicata y, por ende, a la formalización de una tecnicidad del derecho formulario: “Se, entre os letrados, a teoria social e a política estava contida na teoria da jurisdição e da justiça, para os leigos, a mais visível expressão da ordem social e do poder era a administração da justiça dos tribunais [...]. As situações sociais – patrimoniais, mas também pessoais ou mesmo simbólicas, tal como a hierarquia, o título, a precedência – eram reguladas juridicamente (como iura quaestia ou iura radicata, direitos adquiridos ou enraizados) e podiam ser objecto de reclamação judicial. Por isso, o formalismo documental e a litigiosidade constituem um fenômeno muito visível, a ponto de já ter sido descrito como um traço cultural distintivo desta sociedade que já foi descrita como a ‘civilização do papel selado’” (Hespanha, 2005: 46) – dice el autor, añadiendo su remisión a la idea de la civiltà della carta bollata de Federico Chabod (1961).

5 En esta línea, hay una cuestión semejante ya tratada en la obra de Legendre con respecto a lo que ha llamado tradición dogmática occidental. Trátase de una acepción psicoanalítica de la institución en la que la tradición dogmática es el centro de los comandos y de los discursos de pertenencia a los grupos que se encuentran domesticados por los códigos de censura institucional. Por ello, Legendre ha intentado precisar el lugar de invención semántica en el que la institución emerge y actúa como control de las normas sociales; aunque sea el mismo autor quien pondera las grandes limitaciones de este emprendimiento investigativo (Legendre, 1974: 35-36). Sin embargo, esto no le ha impedido establecer una asociación entre el texto jurídico y la demarcación simbólica de la censura social. La tesis de Legendre está en concebir cómo la capacidad de sujeción del discurso canónico ha derivado de la “lectura” extraída de la lex y del enunciado inscripto en la tradición de los dogmas de la eclesiología medieval. A ese propósito, el autor ha traído la memoria de la fórmula isidoriana nam lex a legendo vocata, quia scripta est (Isidoro de Sevilla, Etymmologias, V, 3, 2), con la cual afirma un modelo de interpretación dirigido al control del texto hacia la formulación institucional de la autoridad, o mejor dicho, mirando a la Ley como medio entre el discurso que encierra un “orden de la censura”. También, véase Castoriadis (2004: 166-168).

6 Todas estas cuestiones fueron difusamente abordadas por el minorita catalán en su más importante tratado enciclopédico, el llamado El Crestià. Sobre los pasajes que abordaron el tema de la col·ligació legal y su fundamento para la cosa pública, véanse los capítulos 833-834 (Eiximenis, 1987: 363-367); ya sobre el tema de las cortes, se puede consultar a los capítulos 669-773 (Eiximenis, 1986: 485-496). Hay también una voluminosa bibliografía especializada, la cual se puede encontrar en Evangelisti (2009: 65-90), Sabaté (2015a: 79-166) y Juncosa (2011: 451-480).

7 Posteriormente, el nieto del Ceremonioso, el rey Ferrán I, iba a confirmar la misma constituición en las Cortes de 1413: “Tolents lo abus dels Algurzirs nostres e del Governador General, e dels seus Portants Veus, sobre la receptio del Morabatí, de las personas que en poder dells presas estan, contra la Constitució de la Cort de Cervera del Rey en Pere terç començant Ordenam encara, e statuim, etc. E confirmada, quant a la solutio del dit Morabatí, per lo dit Rey en Pere en la Cort de Montsó en la Constitutio començant Corregints, etc. Statuim, e perpetualment ordenam, que la dita Constitutio de la Cort de Cervera, la qual en part no es estada corregida, mas confirmada, inviolablement sie observada: e aquell qui contrafara, per açó sie privat del Offici de Alguzir: e no resmenys de tot en tot inhabil de ali avant a obtenir aquell” – CYADC, lib. I, 4, (1704, p. 112).

8 Dicha obligación está adscrita a la interpretación del usatge 68 (Bastardas, 1991: 102-103): “Princeps namque si quolibet casu obsessus fuerit, uel ipse ídem suos inimicos obsessos tenuerit, uel audierit quemlibet regem uel principem contra se uenire ad debellandum, et terram suam ad succurrendum sibi monuerit, tam per litteras quam per nuncios uel per consuetudines quibus solet amaneri terra, ui delicet per fars, omnes nomines, tam milites quam pedites, qui habeant etatem et posse pugnandi, statim ut hec audierint uel uiderint, quam cicius poterint ei succurrant. Et si quis ei fallerit de iuuamine quod in hoc sibi faceré poterit, perderé debet in perpetuum cuneta que per illum habet; et qui honorem per eum non tenuerit, emendet ei fallimentum et deshonorem quem ei fecerit, cum auere et sacramento manibus propriis iurando, quoniam nema debat fallere ad principem ad tantum opus uel necessitatem.” Sobre la mutación del usatge en la tradición legal catalana, véase Pacheco (2005: 225-246).

9Cette terre du roi réduite aux lieux d’exercice de la juridiction royale contredit la juridiction générale du monarque que justifient ses juristes au même moment. Selon leurs arguments et la volonté du souverain, tout le pays constitue la terre du roi, par équivalence avec les autres royaumes” (Sabaté, 2015b: 75).

10 Lo ha invocado así en las mismas Cortes de 1370: “Restauracione Regnorum Comitatum et terrarum nostrarum ac reintegracione honoris nostri ac comodi nostre rei publice a nostris naturalis et subditis principatus Cathalonie consilium et auxilium postulare et circa hec ordinaciones et provisiones facere condecentes (ACA, C, reg. 1499, fl. 20). La aplicación de estas excusas se volvió bastante frecuente hasta que los estamentos la hayan rechazado por completo, negando al rey la obligación de servirle fuera de los territorios del Principado o por otra razón que no fuese para la protección exclusiva de su frontera. En las Cortes de 1378-80, se imponían en uno de los capítulos del donativo la condición de no hacerlo por los tres años siguientes por “lo fet de Serdenya ne per neguna altre necessitat cas o raho vos senyor ne lo senyor Duch no façats, ne façats fer daquiavant als dits dos bracos o alcun daquells, ne a prelats, universitats o persones singulars dalcun dels dits dos braçess, ne a homens lurs per neguna via o manera alcuna demanda o demandes ne puscats exegir pendre o haver res dells en general o particularment fora Corts.(Sánchez, 1997: 548, doc. XXIX, 12).

11 Véase principalmente a J. Gallensis, Communiloquium, sive Summa collationum, I, dist. 3, 5 y a Duns Scotus, Utrum poenitens, ord. IV, dist. 15, c. VI.

12 Para tratar el tema, por ejemplo, Abadal ha insistido en una discriminación más precisa entre la titulación personal y la posición institucional de los monarcas catalanes, a quienes se ha destinado un privilegio meramente nominal – “és el senyor rei per raó de la seva persona, però no pas com a sobirà de la terra” (Abadal, 1972: 62-63) – con lo que iba a crear un sujeto jurídico atípico de un “reino sin rey”, y de un “principado sin príncipe”. Asimismo, tales valoraciones han resultado en una exageración de los límites teóricos de la existencia de un ente jurídico que tenía todas las características fácticas de un reino, pero que para Abadal iba a explicar toda la fallada bàsica constitucional que negó un estado-nación a la Cataluña moderna – véase también a Josep Maria Gay (1991: 86-96), Cingolani (2015: 238-240) y Sabaté (2015b).

13 De todos modso, quedaba claro para los juristas que el conde de Barcelona era reconocido en toda Cataluña como un único príncipe y señor. Uno de los legistas catalanes más importantes del siglo XIV, Guillem de Vallseca, afirmaba sin contradicciones de otros que “in cujos Barchinonae dominos Regis iac primi, unun plus sit terra Cathaloniae, quod comitat[um] Barchinonae [...], quia tota Cathalonia consuevit facere unam universitatem [...] et unum corpum generalem” (Antiqviores Barchinonensivm leges, fl. 1v).