Una oportunidad de socialización: la inauguración de la vendimia.

Las capacidades narrativas de un rito producido para la élite

 

 

 

AN OPPORTUNITY FOR SOCIALIZATION: THE INAUGURATION OF THE HARVEST.

THE NARRATIVE CAPABILITIES OF A RITE PRODUCED FOR THE ELITE

 

 

Antonio Pio Di Cosmo
The Institute for Advanced Studies in Levant Civilization, Rumania

apiocosmo@outlook.it

 

Resumen
 

El rito de inauguración de la vendimia constituye una oportunidad de socialización para el basileus y la élite de la Basileia, por lo que se injerta en la liturgia de la corte de Bizancio del s. X. Esta celebración explota el simbolismo de las uvas, antiguo signo de prosperidad, que el Emperador entrega al Patriarca y luego a los demás patricios. Por medio del banquete se permite una mayor socialización de los participantes, donde se disuelven las tensiones y se reafirman las jerarquías.

 

Palabras clave: Socialización - Basileus - Vendimia - Regalo de uvas - Élite de Basileia

 

 

Summary

 

The rite of Harvest’s Inauguration constitutes an opportunity for socialization for the Basileus and the élite of Basileia, therefore the ritual is inserted in the court liturgy of Byzantium during the 10th century. This ceremony exploited the symbolism of grapes, an ancient sign of prosperity, which became a gift between the Emperor and the Patriarch and the other patricians. During the banquet, the court allowed a further occasion of socialization for the participants and so, it dissolves the tensions and reaffirms the hierarchies.

 

Keywords: Socialization - Basileus - Harvest - Gift of grapes

 

Recibido: 25/01/2021

Aceptado: 13/05/2021

 

 

Esta investigación investiga la eficacia de un ritual de socialización como la inauguración de la vendimia dentro de la dinámica y economía de la propaganda imperial del siglo. X. Se pretende valorizar la función sociológica de las conductas que connotan las interacciones entre el basileus y la élite de la Basileia y que se explican durante una importante “cita” en el calendario civil y agrícola de la Roma oriental. La ceremonia, que prevé la bendición de la uva por parte del patriarca, permite la pervivencia de una serie de creencias del patrimonio cultural inmaterial romano vinculado a la fiesta de la Vinalia Rustica en las liturgias de la corte imperial de los siglos VII-X.[1] El ritual aparece funcional a la propaganda imperial, ya que remite a la creencia ancestral, que señala a los soberanos la capacidad de garantizar la fertilidad del suelo y un clima templado y además apto para la actividad agrícola.[2] Se pone así en escena un ceremonial de socialización, pero reservado para personas “exitosas”, que contempla el don de racimos de uvas benditos a la élite reunida. A este gesto le sigue un acto destinado a demostrar la felicitas temporum producida por el buen gobierno del basileus: el opulento banquete reservado a la élite participante. El compartir la comida en la mesa imperial constituye, de hecho, una oportunidad para ostentar los recursos poseídos y un verdadero rito de comunión y fidelización. A través del reparto de alimentos, se crean vínculos duraderos y además se fortalecen los existentes y se pueden crear nuevos.

 

El protocolo para la apertura de la vendimia: sociología de las dinámicas de interacción entre basileus y élite

 

El De caerimoniis establece el protocolo que debe observar el emperador en la tarde del 15 de agosto, cuando se celebra la inauguración simbólica de la vendimia, aunque sea una fecha demasiado adelantada para esta actividad (como al fin y al cabo lo es también la inauguración de la recolección de la uva marcada por las Vinalia Rustica que se celebran el 19 de agosto).[3] El ceremonial prevé un desfile que finaliza cerca del palacio imperial suburbano de Hieria, donde se reúnen senadores, patricios y dignatarios para la ceremonia; allí participan también los demarcas y los demotes de las facciones Azul y Verde. La participación en esta ceremonia es prerrogativa únicamente de la élite de la Basileia y, por lo tanto, la invitación a participar en ella tiene una función de reconocimiento del prestigio alcanzado.

 La ceremonia constituye una de las tantas costumbres de la Roma pagana que sobrevivieron en el contexto de un imperio que se hizo cristiano, como lo es después de todo la ceremonia de egkainia (ἐγκαίνια) que inaugura la columna del Forum Constantini, en cuanto se coloca en su ápice la estatua de Constantino-Helios. A partir de cierto momento, se cree incluso que durante ese ritual allí se depositó toda una serie de reliquias cristianas.[4] Una supervivencia, por lo tanto, como es el supuesto sacrificio de mil toros, seis mil ovejas, seiscientos ciervos, mil cerdos, diez mil aves, cuyas carnes son repartidas entre los necesitados, con motivo de la dedicación de la basílica de Santa Sofía por Justiniano (hecho narrado en el más tardío Diegesis de los siglos VIII-IX).[5] Anécdota que Dagron descarta como fatuidad debido a la prohibición de sacrificios de animales recogida en el derecho canónico.[6] Una tesis justificable, ya que el pasaje se limita a evocar un locus del Primer Libro de los Reyes sobre la inauguración del Templo de Salomón.[7] Y, sin embargo, tras las perplejidades planteadas por Lourié (2000: 156-161, 202-206), este topos fue investigado por Kovaltchuk, quien no solo le atribuye un valor simbólico, sino que quiere significar mejor cómo en ese locus vienen a encontrarse después de una oportuna metabolización las “olas mnemónicas” de los grandes sacrificios celebrados por la dedicación del Templo de Salomón y de la iglesia hierosolimitana del Santo Sepulcro, cuyo lugar necesariamente debe ser tomado por la Gran Iglesia de la capital (Kovaltchuk, 2008: 161-202).

 La presente investigación, pues, se propone considerar las lógicas sociológicas que orientan la estructuración del ordo previsto en ocasión de la vendimia y responden por medio del lenguaje cortesano propio de la liturgia palatina a ciertas creencias comunes a todos los estratos sociales de la Basileia y vinculadas con la necesidad de abastecimiento de bienes. Ante todo, se debe indicar que el ceremonial es definido por Treitinger (1956: 1) como un “juego y expresión de la realidad”, ya que coloca las conductas ritualizadas en “un plano nuevo y superior del ser”. Así, el ordo establece una serie de proxémicas consideradas adecuadas, por los hombres que las ponen en acción, para ser capaces incluso de “ordenar” la naturaleza, respecto de un modelo predeterminado por el azar del así llamado pensamiento mágico. La “manipulación” ritual de los primeros frutos de la tierra se muestra funcional para producir los efectos deseados, o más bien para reasegurar el cuerpo social, el cual padece el ancestral temor al hambre y a la sed. Una necesidad, la de la supervivencia alimentaria, que luego subraya Nicolás Mesarita (1163/4-1216), quien valora la capacidad de subsistencia favorecida por los grandes huertos en posesión de los aristócratas de Constantinopla. Estos no tienen que pasar hambre en situaciones de emergencia, como el asedio de bárbaros o las incursiones de piratas, debido al frugífero potencial de estas áreas verdes. Al mismo tiempo, las proxémicas de los participantes tienden a la “espectacularización” de los óptimos resultados obtenidos al final del ciclo agrícola. El propósito de un protocolo tan refinado es, de hecho, asegurar que “lo humano [...] allí sea idealizado y ennoblecido, la política elevada al nivel de lo mítico y lo religioso, fundándose ambos en lo divino” (Treitinger, 1956: 3). En definitiva, un intento dirigido a persuadir antes que nada a la aristocracia, la destinataria directa de los ritos que magnifican a la monarquía, sobre la bondad efectiva y la eficacia de la acción del basileus.

 Se propone una aproximación heurística al ordo palatino, que responde con su lenguaje tipificado a la necesidad de situar bajo la “cobertura ideológica” de la religión la satisfacción efectiva de la demanda alimentaria de los súbditos de la Basileia. Así, se profundiza el desarrollo de una praxis que aglutina a productores y consumidores dentro de dinámicas antropológicas proyectadas hacia una arqueología del símbolo y no meramente ligadas al límite de las principales exigencias de supervivencia. Por tanto, la atención se concentra en los momentos sobresalientes del rito, que conectan a los participantes en relaciones de deferencia, ya que el expediente del don está íntimamente relacionado con la circulación de los recursos materiales y simbólicos, así como con la adquisición-reconocimiento del prestigio personal del destinatario del don. El donante y el receptor ingresan a un “circuito ceremonial”, considerándose así miembros de una comunidad que vive en comunión de propósitos.

 El ordo previsto para la inauguración de la vendimia se estructura luego en módulos, compuestos a su vez por secuencias rituales, declinables según un enfoque visual y aptos para aislar en frames únicos las acciones de los participantes. El ceremonial, en efecto, constituye un acto de mediación entre las sugestiones visuales estimuladas por la corte y las distintas impresiones suscitadas en los participantes, tanto que se configura como un conjunto de imágenes, que narran la mise en scène del “Teatro del poder” romano oriental y generan un verdadero “circuito visual” autorreferencial, fruto de la percepción del participante individual. Por lo tanto, no se privilegia un único ángulo de perspectiva, sino que se tiene en cuenta por eso el punto de vista de los distintos participantes, ya que las diferentes perspectivas se integran y coordinan con respecto a los múltiples ángulos de las miradas de los presentes. Esto permite que los hechos narrados adquieran el espesor sociológico que los connota. El rito se revela así único y múltiple, ya que aparece como producto de la acción de los distintos participantes y no como resultado únicamente de las elaboraciones de la corte, que perfila su “trama” y “urdimbre”.

 De esta manera la corte propone la organización de una memoria compartida declinada en clave retórica, que construye un recorrido orientado al descubrimiento de la “sintaxis”, que une a los diversos participantes dentro de una red de relaciones interpersonales sociológicamente significativas y ordenadas por los requerimientos cortesanos del protocolo. De hecho, el rito no es el único elemento central, sino que se sitúa en el centro de hechos culturales y sociales diversos. Por tanto, la narración tiene para ofrecer un corte transversal que reconstruye un hecho socialmente significativo para el cuerpo social. Así se discierne un intento eficaz de interpretar la realidad en el que los participantes se convierten en “coprotagonistas” de la teatralización de la “vida” de la Basileia y la dramatización de los sucesos productivos de la chora sometida al basileus. La espectacularización permite a los participantes “metabolizar” esa memoria positiva y construida ad hoc para el ceremonial y con ello valorizar los lazos sociales. El participante puede sumergirse mejor en el tiempo alegre signado por la vendimia y formar parte de las liturgias de la corte, no como un elemento “pasivo”, que “sufre” la articulación ritual, sino más bien como un agente “activo” y socialmente consciente de su papel. Este, como verdadero “actor”, adapta su conducta a un registro comportamental y proxémico conveniente al ritual y previamente disciplinado (Parisi, 2010: 105-132). El objetivo último de tal elaboración es inaugurar, a través de las gestualidades cuidadosamente coordinadas y rígidamente disciplinadas, una verdadera sociología de la interacción entre el basileus y la élite de la Basileia. Durante ese rito, se homogeneiza en una coherente “urdimbre” una serie de hábitos proxémicos vinculados a las opulentas ceremonias que marcan con su frívolo despacho de bienes a lo efímero la cotidianeidad de la corte macedonia.

 El ceremonial también permite que emerja el punto de vista de la corte. Esta ofrece a través del ordo una interpretación alegórica de las relaciones interpersonales que caracterizan a la sociedad de referencia, en cuanto predispone el largo desfile en el que se muestra, a través de las relaciones jerárquicas exhibidas, la estructura social que mantiene unida a la Basileia. La larga procesión escenifica así esas complejas relaciones sociales, que están en la base del “pacto social” e intenta limitar las posibles tensiones entre un poder de naturaleza teocrática que se pretende absoluto y una aristocracia turbulenta y celosa de sus prerrogativas, la cual sabe bien que el emperador no es más que el primero entre pares (Cantarella, 2000: 205-206). Ahora bien, estas tensiones deben ser necesariamente atemperadas y sublimadas dentro de los confines del alegre ritual. Así, los miembros de la élite ataviados con las insignias de su rango y suntuosos vestidos realizan la “teatralización” del cuerpo social, mientras que la ostentación ritual de la riqueza y signos altamente significativos a nivel simbólico constituye una efímera “escenografía de lo maravilloso” (Panascià, 1993: 9-32; Dagron, 1996). Cabe señalar también que la ocupación del espacio mediante la larga procesión de la élite que se dirige hacia el basileus, es una de esas estrategias útiles para reafirmar el control social de la monarquía, que unifica a los participantes dentro de un antropocosmos.

 El protocolo no solo ofrece información sobre la capacidad simbólica del hombre bizantino del s. X y sobre el valor sociológico de los símbolos empleados, sino que expresa su valor ontológico. En definitiva, aporta las claves cognitivas imprescindibles para comprender el universo mental de la cronología de referencia. Resguarda el capital cultural inmaterial de la Basileia y propone una serie de conductas aptas para satisfacer la expectativa de la élite con respecto a lo que en cualquier caso podemos definir un θος de clase.

 

La uva y el banquete: signos significativos de un ritual de abundancia

 

El ceremonial prevé una procesión de la corte, que finaliza en el Palacio de Hieria, una villa propiedad de Teodora, que luego se convirtió en residencia imperial y que estaba ubicada entre los viñedos en un suburbio ubicado en la costa asiática del Bósforo. En los jardines de este edificio se erige para la ocasión un pabellón para el desarrollo de la ceremonia.

 La presencia de los viñedos, obviamente ligada a la primitiva función agrícola de la zona, se tiñe posteriormente de significados simbólicos y remite a la supervivencia de elementos del culto dionisíaco en el imaginario de la realeza. Esto no es de extrañar. Se sabe que el motivo de las vides con sus racimos constituye un elemento ornamental enteramente secular, que suele aparecer en la decoración plástica de los palacios imperiales, ya que reenvía a ese background sincrético que integra una serie de temas heterogéneos dentro del ámbito de la propaganda imperial (Maguire, 1989: 217-231; Della Valle, 2007: 53; Barsanti, 1988: 275-306; Barsanti, 2007: 4-59; Evans, 1997). No solo el Palacio de Hieria está dotado de un jardín formado en gran parte por vides, sino que también sabemos que cerca del Magnaura[8] (una de las salas del trono del Palacio Sagrado) hay otro jardín, el Anadendrion, en el que predomina la presencia de vides, demostrando que la planta se considera comúnmente como un corolario en la autorrepresentación de la realeza (Miranda, 1965: 42, Maguire, 2012). Pues bien, la combinación de naturaleza exuberante, la arquitectura y la decoración plástica que imita motivos vegetales constituye una antigua fórmula visual tipificada por la fenomenología de la realeza indoasiática, que los romanos orientales heredaron de los persas. Los palacios del rey de reyes incluyen siempre un παράδεισος, un gran jardín habitado por exóticas bestias domesticadas. Esto es una estrategia diseñada para suscitar el asombro en los cuerpos diplomáticos extranjeros y es funcional a la manifestación del poder del soberano. El motivo de la realeza triunfa en Roma porque alude a Dionisio, domador de fieras,[9] de modo que el palacio sobre la colina palatina acoge amplios jardines enmarcados por pórticos de dos pisos.[10] Como tal, el elemento natural relacionado con la propaganda se mantiene en Constantinopla debido a su capacidad narrativa y el Palacio Sagrado ha de incluir un jardín flanqueado al sur y al norte por un pórtico probablemente de dos pisos: el Mesokepion, ubicado en una de las terrazas más bajas y cerca del mar,[11] que Juan Geómetra define como un sorprendente “jardín secreto”.[12] Y esto no es por casualidad. El basileus no es inferior a ninguno de “grupo de pares” (los gobernantes) y, sobre todo, no es menos que el llamado rey de reyes. Constantinopla se adorna con jardines, como el Philopation, que se encuentra fuera de los muros y es visible desde la iglesia de los Santos Apóstoles, como refiere Mesarita.[13] Allí se encuentra también un palacio, que es utilizado como pabellón de caza durante la dinastía macedonia, donde Basilio I atrapa un zorro de cierto tamaño durante su actividad venatoria.[14] Y además se considera el así llamado Aretai, que parece reunir todas las virtudes de la creación y no solo de la tierra. Aquí, en una zona elevada, según lo informado por Anna Comneno (Alexiada, II.8.5), se encuentran entre los verdosos especímenes de la flora esculturas de Fidias, Praxíteles, Lisipo, Policleto y refrescantes fuentes.

 Debemos considerar entonces cómo el ritual de inauguración de la vendimia comienza con el descenso del emperador y el patriarca del Palacio de Hieria. El basileus usa el kolobion decorado con bordados que representan las uvas, mientras que el patriarca lleva la casulla y el omoforion. La vestimenta imperial debe suscitar un interés particular en el exegeta del rito. Incluso el ceremonial de apertura de la vendimia, como una suerte de espectáculo, requiere de “utilería” y recurre a las expresiones de la cultura material, como una vestimenta peculiar y apropiada para la ceremonia, ya que el vestuario es considerado uno de los instrumentos más incisivos para la transmisión de mensajes predeterminados. La vestimenta, como solución formal empleada por la monarquía para presentarse a los subordinados, debe comunicar sus valores, recurriendo a un lenguaje simbólico bien conocido, comprensible para los participantes y, por tanto, correspondiente a su expectativa. El vestido puede entonces considerarse un subproducto de la iniciación en el “misterio de la Basileia” y constituye una “estructura estructurante”, que permite al basileus afirmar, dentro del ámbito de las proxémicas del protocolo, ese carisma mágico capaz de convertirlo en un “portador de abundancia” (Bourdieu, 1979: 171-175; Ball, 2001; Tierney, 2002). Como “estructura estructurada”, sirve entonces como un indicador de esa propensión a la felicitas que lo hace perdurar en el trono.[15] En tal ocasión, el basileus utiliza el kolobion (Delbrueck, 2009: 123-132), una túnica de mangas muy cortas (al menos en Oriente), que presenta una decoración muy evocadora formada por sarmientos. La vestimenta debe así ser considerada como un instrumento de la hexis, porque es el producto y, al mismo tiempo, suscita una “actividad semiológica” y también “cultural” (Bourdieu, 1983: 17-18, 54, 103, 175; Flügel, 1987; Scott, 2009). También resulta funcional para dar credibilidad a ese sistema de convenciones ancestrales en torno de la figura que detenta el poder, tomado aún por la reflexión de los politólogos romanos orientales.

 El motivo ornamental pretende estimular la imaginación de los participantes de la ceremonia y sugerir calladamente una identificación entre el basileus y Dioniso, una divinidad que no solo tiene competencia en el ámbito agrícola y, por lo tanto, garantiza la prosperidad, sino que sobre todo es un cosmocrator. Nos enfrentamos entonces a una incisiva mise en scène con fines auspiciosos, que está vinculada a uno de los momentos más importantes del ciclo agrícola: la vendimia, ya que es un evento crucial para la supervivencia de los subordinados y para la continuidad del florecimiento económico de la Basileia.

 No es de extrañar que el emperador-Dioniso, cual cosmocrator, tenga que supervisar una ceremonia fundamental del ciclo de producción, cuando se presenta a la élite como un renovador-restaurador cósmico.[16] Esta ceremonia, de hecho, abre la vendimia y constituye el ápice de las celebraciones del calendario civil de la Basileia y tiene lugar al final del año agrícola. Además, la identificación con Dioniso no deber molestar al piadoso emperador cristiano, ni a la Iglesia, ni a los miembros más ortodoxos de la élite. El basileus no puede ni debe renunciar a ejercer su carisma ancestral. Los ritos ligados a la buena marcha de la vendimia, si bien permiten la pervivencia de las costumbres paganas en un contexto formalmente cristiano, son aceptados de buen grado, después de haber sido refuncionalizados, resemantizados e insertados dentro del ceremonial palatino. La ceremonia también debe organizarse para complacer a una Iglesia condescendiente con las necesidades propagandísticas de la monarquía, y por ello es presenciada por el patriarca. De hecho, la institución eclesiástica tiene interés en disciplinar la vida de los fieles en cada mínimo detalle, y esto es aún más cierto para la élite, la cual puede y debe traspasar importantes recursos a las obras de la religión. Por ello, la Iglesia trata de entrar en todos los rituales de la vida cotidiana, con el fin de persuadir con sus propias elaboraciones a los potenciales donantes pertenecientes la élite, porque cada ocasión es adecuada para proponer su visión totalizante del mundo.

 También es necesario estigmatizar que el uso del kolobion constituya un resto de los rituales auspiciosos relacionados con la memoria consular. Y si el motivo vegetal presenta frente a los subordinados al basileus como “señor de la naturaleza” y “garante” de la prosperidad, el uso del kolobion remite a la pompa circensis, como una “evocación mágica, meticulosamente figurada, del orden cósmico del imperio terreno de la Basileia” (Carile, 2001: 788). Un locus descriptivo que convierte al emperador-cónsul en el “señor del tiempo” y del “movimiento”, ya que se sitúa por encima del ciclo cósmico. Es más, la alusión a los juegos del hipódromo pretende demostrar que es precisamente el basileus quien supervisa y garantiza con la ciclicidad la eternidad de la Basileia y su prosperidad. Se propone una metáfora persuasiva, ya que hace presente la capacidad del emperador de saber gobernar el ciclo cósmico con un solo gesto, el “mittere mappam”,[17] como ya ha de dominar el movimiento cíclico de los carros de circo que representan a los cuatro demos: blancos, azules, rojos y verdes (reducido a solo dos en el siglo X: verdes y azules). Los colores recuerdan simbólicamente las cuatro estaciones y con su movimiento en la arena imitan el paso del tiempo de manera cíclica (Vespignani, 2001; Vespignani, 2002: 13-15; Cameron, 1976).

 Sin embargo, esta concepción es mucho más antigua y parece ser heredada por el gobernante persa, el cual se presenta a sus súbditos como un “señor del tiempo”. El rey de reyes, Cosroes I, se sienta en un trono grandilocuente en el templo de Âdur-Gušnasp y su epifanía es acompañada por un trueno artificial. Su trono, como una máquina escénica, incluso emula muchos fenómenos atmosféricos, entre los muchos cuales la lluvia (Cedren. 721; Canepa, 2017: 148-149).

 No obstante, hay que considerar que los elementos del culto dionisíaco “cobran ciudadanía” en el imaginario cristiano, ya que están larvadamente conectados con la capacidad sexual ancestral del rey, el cual ha de oficiar una serie de ritos de fecundidad y debe demostrar el primordial poder generativo ligado al cargo regio. Esta conexión con la prosperidad no puede, por lo tanto, ser convertida en un tabú y necesariamente debe sobrevivir incluso en Bizancio. Paul Magdalino (1994: 104-117) demostró la perduración de la competencia del basileus como portador de fertilidad, como generador de vida. El estudioso analizó la iconografía presente en el baño de León VI, que representa al basileus sentado en un trono con una dama en sus rodillas, la cual imita un acto sexual. Así, en Bizancio, la memoria arquetípica de la realeza se refuncionaliza en el ámbito de las elaboraciones cristianas. Sin embargo, hay que considerar cómo sobreviven en la liturgia palatina las elaboraciones sobre la fertilidad de la pareja imperial. Así se cita una estrofa particularmente significativa del canto nupcial, que el De caerimoniis establece que se ha de pronunciar durante el rito de entrada de la novia del basileus: “Cogí las flores del campo y las coloqué en la cámara nupcial. Ante mis ojos, la pareja de jóvenes esposos como un sol sobre el tálamo de precioso oro. Se abrazan, uno a la otra, llevados por el deseo amoroso “(Const. Por., De caer. I.90.81). Se constata, no solo la pervivencia en el ordo palatino de la tradición ancestral de los epitálamos (Constantinou, Meyer, 2018: 222), sino que se muestra cómo la común tensión sexual se ennoblece a través de la referencia culta y erudita a la esfera de la fertilidad, ya que la sociedad romana oriental no puede calificarse de sexofóbica (Neil, Garland, 2016; James, 1997; James, 2009: 31-50). El ordo palatino no se limita a celebrar solo la capacidad de procreación masculina, sino que ofrece un amplio espacio a la femenina, conectada con la esfera generadora de la basilissa, que se magnifica durante la fiesta de las Brumales. En tal ocasión, la emperatriz invita a la más noble de las damas de la corte a conmemorar simbólicamente el nacimiento del heredero y ofrece una recepción en la Porphyra, donde en memoria del nacimiento del porfirogénita, entrega vendas de púrpura. Esto no debe sorprender, después de todo, pues el parto y el nacimiento son un asunto exclusivo de las mujeres, normalmente prohibido para los hombres (Const. Por., De caer. II.21; Liut., Antapod., I.6.3.30-31).[18]

 El protocolo de inauguración de la vendimia prevé que el emperador y el patriarca avancen juntos hacia el pabellón cercano a la viña, donde se encuentra una mesa de mármol. Cuando se sientan los participantes en la ceremonia (senadores, patricios, demarcas y demotes), llegan cestas llenas de uvas que se colocan sobre esta mesa. El curator (maestro de ceremonias) presenta las canastas colmadas de uvas al patriarca, quien pronuncia su propia oración para la bendición prevista en el Eucologium.[19]

 La acción litúrgica del patriarca refleja especularmente la actividad oficiada por el Flamen Dialis, cargo supremo del sacerdocio de Júpiter, durante la ejecución de la Vinalia Rustica. También hay que estigmatizar que el protocolo específico para la inauguración de la vendimia constituya solo el ápice de una serie de ceremonias de acción de gracias por la fertilidad de los campos en la primera quincena de agosto.[20] De hecho, la Iglesia ha preferido insertar durante las celebraciones por la fiesta de la Metamorphosis (Transfiguración) del Señor un peculiar rito en el que se llevan a la iglesia los primeros frutos del verano, en particular las uvas pero también otras frutas como las ciruelas, los melocotones y nísperos, colocados frente al ícono de la festividad entre velas y son bendecidos.[21] Así, este rito colectivo reservado al pueblo tiene lugar de manera especular de la ceremonia establecida para la corte, que en el mismo día prevé un espléndido banquete y ve al basileus llevar la corona caracterizada por la auspiciosa nuance verde, signo de vida que florece (Const. Por., De caer. I.46.37).[22] Tal ritualidad reservada para la gente común y en particular para los aldeanos, que ratifica con fuerza la potestad del Dios del cielo, el Dios cristiano, sobre el ciclo natural, luego prepara al reasegurador ceremonial palatino, donde se impone el carisma del “dios” terreno, la “divinidad imperial”, que ejerce sus prerrogativas aptas para garantizar la copiosidad de la producción agrícola.

 El protocolo trasparenta la plena conciencia de la eficacia visual y cognitiva de la vestimenta decorada con racimos de parte de la corte que pone en escena el rito. Esta también guía al basileus y a la aristocracia de la Basileia por un recorrido, que se configura como una suerte de ulterior toma de conciencia colectiva de una peculiar actitud que concierne al que es iniciado en el “misterio de la Basileia” (Mich. Ps., Chron., V.5.1). Especularmente, los participantes en el rito parecen descubrir progresivamente o redescubrir a través de los gestos litúrgicamente connotados y por medio de las alabanzas declamadas, una particular habilidad del basileus, como una propensión capaz de distinguir al buen soberano del tirano. Se deduce de ello que el acceso a la plenitud del oficio por parte del basileus no es un hecho bello y cumplido, como él pretende que sea y como puntualmente la propaganda oficial documenta a través de la cultura material e inmaterial vinculada a la realeza, sino que se despliega en progresión a lo largo de toda su experiencia monárquica. El ceremonial está construido para que pueda operar en varios planos. La acción de la corte tiene que incidir en el costado visual, cuando conecta las vestimentas que porta el soberano, como marcadores visuales de la excelencia del rango, con los significantes que aquel vestuario debe transmitir, porque connotado por elementos decorativos altamente evocadores. Además, ha de involucrar a los participantes con las gestualidades sistematizadas por el rito. Se estimula así a la élite para que profiera esas expresiones tan corteses como forzadas, con una función de reconocimiento del estado adquirido. Al mismo tiempo, asume una finalidad didáctica en cuanto a la amplitud de las facultades poseídas. Estamos ante una serie de tretas de la corte, que gestiona el ritual y selecciona los mensajes a transmitir.

 Una vez pronunciada la oración, el ceremonial prevé que el patriarca deba tomar un racimo de uvas y lo ofrezca como regalo al emperador, quien hace lo mismo y ofrece al patriarca otro racimo de uvas. Ahora la corte puede acercarse al basileus en procesión, según el orden de dignidad: los senadores, los magistri, los procónsules, los patricios, los demotes de las facciones y, finalmente, el curator. El emperador toma personalmente con la mano el racimo de uvas de las canastas y se lo da a cada participante; durante la procesión se canta una serie de himnos propios. El gesto bien auspicioso del don, combinado con los halagüeños cantos, tiene como fin reafirmar en el signo de la reciprocidad la solidez de las relaciones que unen al basileus y la aristocracia. Luego recuerda, a través del elemento espectacular de la mise en scène, que la participación en el evento es un privilegio reservado para unos pocos. El ritual del don evoca una alegoría del entramado de complejas relaciones habidas entre los participantes y tiende a mantener unida a la clase dominante de la Basileia. Una intención que se explica mejor en términos de símbolos porque pertenece al “movimiento” de un recurso igualmente simbólico como la uva, cuando pasa del donante al receptor.

 Ya Mauss en su ensayo sobre el don ve el gesto político por excelencia en el ciclo de las acciones de dar, recibir y devolver, ya que conduce a una alianza con el otro, el así llamado diferente de sí mismo. Tal gesto ha de inaugurar una “historia común” e integra diversos sujetos dentro de una comunidad. Y esto es tanto más cierto cuando reconoce que el don está destinado a “deponer las lanzas” y crear un “espacio político” (Mauss, 1965: 290-291). Luego permite, a través del intercambio de un bien (como el racimo de uvas), el crecimiento de las condiciones en las que se desarrolla una densa red de interacciones, las cuales están destinadas a defender los intereses hechos propios por los participantes en la ceremonia (basileus y aristocracia), quienes aceptan así “oponerse sin masacrarse”. La alianza u “oferta de paz”, que el rito del don concreta a nivel simbólico entre el emperador y la nobleza participante, debe ser percibida necesariamente como una “apuesta” e implica el establecimiento de una confianza recíproca entre los dos partners habituales en la gestión de la Basileia, ya que estos deben “confiar enteramente o desconfiar enteramente”.[23] De hecho, la donación puede no ser aceptada o no reciprocada, a pesar de la consumación de la traditio ritual, mientras que esa misma aristocracia participante puede diseñar maniobras dirigidas a reemplazar el basileus. Por su parte, el mismo emperador puede ejercer violencia contra esa aristocracia, que ha violado el pacto fiduciario o solo ha obstaculizado las veleidades del soberano (Carile, 2002a).

 El rito del don, insertado en el refinado protocolo palatino, debe cumplir con la necesidad esencial para la que nació: la satisfacción de intereses particulares, que Mauss define como “‘entregarse’ sin sacrificarse uno al otro” (Mauss, 1965: 291; Fistetti, 2017: 27-29). Esto tiene que operar a nivel del símbolo para domesticar esa “dimensión original y estructural de violencia, de conflicto y de discordia”, como una pulsión ínsita al antagonismo entre monarquía y aristocracia. El ordo a través de diversas estrategias como el don debe estimular la unidad de propósitos, ratificando de forma martilleante la “relativa arbitrariedad” de esa “decisión fundacional de lo político” (Caillé, 2009: 139). Entonces podemos definir al don como un “conector” simbólico. El paradigma codificado por Mauss también implica una hibridación de lo que es el θος diferente de los dos partners. También permite trazar una cuadrícula hermenéutica para evaluar los procesos de uniformación y diferenciación, así como de inclusión / integración y exclusión que conciernen a los participantes en la ceremonia.

 Y si Mauss ve en el don, que opera en el plano epistemológico, un medio para la conjunción entre las fuerzas impulsoras de la economía y las formas simbólicas (moralidad, derecho, religión y lo político), para Durkheim esto también puede conectarse con el carácter “sagrado” y originario del orden cósmico (Durkheim, 1963: 39). Desde la perspectiva dada por Durkheim, por lo tanto, podemos reconectar la funcionalidad del don al concepto de ταξις. La operación simbólica puesta en marcha por el De caerimoniis, cuando favorece las relaciones entre la élite de la Basileia, no hace más que salvaguardar la “paz social” y con ella ese orden que las elaboraciones de la teoría política romana oriental erigen como la expresión insuperable de subvertir de la voluntad divina.

 Entonces se debe ver cómo el racimo donado ha de incorporar una memoria de la reputación, del poder y de la riqueza de aquellos que son admitidos a participar en el rito y son los destinatarios directos del mismo recurso. De hecho, el don de uvas está reservado sólo para súbditos que puedan considerarse “pares” del emperador: los senadores y la aristocracia en general, los cuales por lo demás están dispuestos a sustituirlo en cualquier momento por uno de los suyos. Por lo tanto, el basileus debe llegar a acuerdos con ellos a fin de permanecer en el trono. Esto explica por qué los representantes de los demos, aunque admitidos en el rito “exclusivo”, quedan excluidos de la entrega del recurso simbólico, reemplazado sin embargo por dinero. Tras la ofrenda de los racimos por parte del emperador a todos los dignatarios presentes, la ceremonia se completa con un ulterior gesto ritual: la donación efectuada por el basileus de seis nomismata pro capite a cada miembro de las facciones. Estos, una vez recibido el don, vuelven a proferir las aclamaciones habituales y así pueden abandonar la ceremonia. El soberano y el patriarca se dirigen entonces al Palacio de Hieria, donde se celebra un banquete con la participación de los miembros del Senado (Const. Por., De caer., I.87.78).

 En particular, se observa que la ceremonia de inauguración de la vendimia para optimizar sus significantes utiliza una fruta como la uva, que es un antiguo signo de abundancia y prosperidad. Así, asume en el contexto ceremonial un significado apotropaico tanto para quien ofrece el don como para quien lo recibe. Este gesto está ligado a otra estrategia dirigida a la fidelización de la élite de la Basileia, como es el ofrecimiento del banquete por parte del emperador a los senadores y la corte.[24] Si la participación en el rito es un signo del prestigio detentado o alcanzado por los individuos que participan en él, el racimo de uvas recibido es una manifestación de esto último. Aunque es el código de protocolo el que da un valor más significativo al racimo de uvas dentro del ceremonial, los hombres inmersos en ese “circuito simbólico” no pueden definir su propio valor sin ese signo, por lo que élite y uvas compiten recíprocamente y en cuanto “agentes activos” para definir el valor de cada uno de ellos. Este rito secular pone así en juego representaciones que en todos los aspectos podríamos llamar “sagradas” y utiliza símbolos (en este caso, las uvas) que reconducen a lo que se define como “religión civil”. La uva adquiere así la función de “símbolo dominante”. Si ello, insertado en el ceremonial en cuestión, no parece remitir a ningún significante ligado al ámbito de sentido de la religión cristiana, ha de asumir más bien un sentido “sagrado” in re ipsa, que en todo caso no tiene nada de religioso (Fabietti, 2004: 244). Se puede afirmar así que el rito de la entrega del racimo de uvas se convierte en un signo narrativo de la esperada solidez y continuidad de las relaciones sociales existentes entre quienes tienen que gestionar la Basileia. El esfuerzo de la monarquía, encaminado a hacer más estable y duradera la relación con sus partners directos, también parece funcional no sólo al prestigio del basileus individual, sino al sereno desarrollo de su mandato pro tempore. Por tanto, es necesario considerar cómo se construye la celebración de la inauguración de la vendimia a favor del emperador, el cual es el verdadero “protagonista” del rito, puesto que es el actor principal de un acto de magnanimidad y hace el ofrecimiento de un bien como el racimo de uva, que aunque tiene poco valor intrínseco, está investido de un alto significado simbólico.[25] Ahora bien, la ceremonia pone en marcha una serie de conductas signadas por la “dimensión colectiva”, que no solo subrayan el paso del tiempo, marcando la fase que concluye el ciclo agrícola, sino que también reafirman el sentido de pertenencia de los miembros de la élite que participa de la “comunidad”. Estos ponen en marcha comportamientos corales, los cuales deben favorecer la fertilidad de los campos, ya que de esta forma se cree poder enfrentar y neutralizar una de las “negatividades” de la existencia. Al mismo tiempo, el rito adquiere un carácter “normativo”, cuando quiere reafirmar el orden de la Basileia, representando meticulosamente su jerarquía y valores sociales, reafirmando así su carácter vinculante con modalidades públicas y solemnes (Valeri 1979; Fabietti, 2004: 268-271).

 Debe observarse entonces cómo el ritual del banquete hereda una fórmula típica de socialización de las arcaicas élites griegas, ya absorbida en las monarquías helenísticas. A la costumbre de comer reclinados, se suma la costumbre apropiada por esos reyes, que suelen ir acompañados de un grupo de nobles, los así llamados “compañeros”. Estos constituyen una élite que suele ser la protagonista del rito de tomar alimentos en común a los que se une un número variable de invitados (Murray, 2021). Este soberano adopta entonces una práctica persa que lo obliga a servir a los invitados una gran cantidad de platos, puesto que el lujo del banquete se reconduce a una expresión de thrypè, la cual asume la función de atributo regio. Incluso el basileus, como sus predecesores del período helenístico, admite en su mesa, la mesa dorada, a los llamados “amigos” en el número de doce.[26] El conjunto de patricios designado para compartir la comida con el emperador “elegido por Dios” debe así recordar al colegio apostólico. De modo que la antigua solución de socialización de la costumbre griega se tiñe de un nuevo sentido y tiene que responder a las elaboraciones de la “Teología del poder”, a fin de hacer más significante el paralelismo entre la corte terrestre y la celestial.

 No se puede descuidar durante el ritual el papel de la comida, que no limita su ámbito de operatividad a la nutrición del cuerpo, sino más bien a la necesidad de fascinación de los participantes y la “alimentación de los ojos” de quienes se sientan en la mesa imperial. Se debe entonces considerar el carácter relacional ligado al ámbito alimentario, así como el de “conector” de humanidad y fomentador de ocasiones de intercambiar y compartir. La comida, una vez encajada en el ritual, se convierte entonces en un instrumento de comunicación social. Si el banquete festivo está marcado por el exceso y la ostentación de alimentos, el consumo común de comida permite renovar las relaciones jerárquicas, ya que en torno de la comida se instauran, consolidan y renuevan las relaciones sociales (Douglas, 1985; 1987). La comida reafirma, incluso dentro de los límites de la liturgia de la corte, la pertenencia de los participantes a la Basileia. Se puede decir que la inserción del banquete responde a la necesidad “de relaciones, por tanto del hecho de compartir, por tanto de reconocimiento de la humanidad común” (Apolito, 2014: 194).[27] Este rito de socialización exige pues no solo la suntuosidad de los platos, sino también el exceso de los mismos (como hemos visto), ya que sobre su fastuosidad y abundancia se asienta el prestigio y honor que goza el basileus al interior de la élite. La exigencia sociológicamente connotada de ostentar prosperidad que le cabe al gobernante nunca dejará de connotar las interacciones con sus subordinados. Estos últimos, entonces, evaluarán la hospitalidad ofrecida, la magnificencia con la que se organiza el banquete y la modalidad con que se recibe a los participantes. La cohesión creada por el reparto de alimentos, sin embargo, es solo aparente y no es capaz de anular las jerarquías, ya que las diferencias sociales nunca se disipan, sino que más bien se evidencian e incluso se remarcan. Así lo demuestra el férreo protocolo que establece el sentarse de los participantes que tiene en cuenta el orden de las axiai (dignidades) y el prestigio del cargo que ocupa cada comensal; tanto es así que este ordo es objeto de tratados especializados de etiqueta como el Kletorologion de Filoteo.[28] Y si desde el punto de vista de la monarquía, la ordenación del sentarse es una ocasión para fortalecer la vigencia del sistema taxonómico que ordena a la aristocracia dentro del cuerpo de la Basileia y la subordina al basileus, la élite, por su parte, no ha de sufrir el “contragolpe” de las consecuencias ideológicas subyacentes a la celebración del subsiguiente banquete. De hecho, él incluso parece beneficiarse de ella, al menos en términos de revancha moral. El ritual de tomar la comida juntos en la mesa imperial puede, por tanto, resentirse en función de la apreciación que goce el basileus entre la élite, la cual puede hacer percibir, allí donde existe, la poca “integración” del emperador. Así, el banquete ofrecido por la festividad es ante todo una ocasión de juicio sobre la gestión de la Basileia y proporciona el pretexto para que la aristocracia exprese los valores de su θος, para oponerse a ese exponente de la monarquía que se muestra inadecuado para su papel. El banquete ofrecido es recordado por la calidad de la hospitalidad, la bondad de la comida y la abundancia de los platos. La nobleza hace comparaciones, ya que recuerda el banquete del año anterior, pero también los de los predecesores (dada la facilidad de rotación de los basileis) y establece fácilmente diferencias de mérito y apreciación.

 No es de extrañar entonces que para optimizar este propósito se utilice un recurso simbólico como el racimo de uvas, que es capaz de poner en diálogo al emperador y a la aristocracia mediante un gesto ritual sumamente significativo. La ceremonia, entonces, se construye como parte de un ritual laico más amplio destinado al entretenimiento de la nobleza, mientras que el gasto de recursos para el banquete, con comidas suntuosas y vinos refinados, está dirigido a la fidelización de la misma. Más concretamente, a través de la ceremonia se pone en escena un código de conducta, que conecta al Ordo Patriciorum, los senadores, el clero dirigido por el patriarca, con el basileus para permitirle a este último tejer una serie de vínculos duraderos capaces de poner en comunión a los diversos exponentes de la élite de la Basileia. El ceremonial de la vendimia se incluye así dentro de esas actividades con connotaciones culturales. Al cumplir con las estructuras de conducta estructuradas por el ordo, se impone en la mente de los participantes un “principio de autoridad”, que concierne al basileus y atañe a sus supuestas capacidades mágicas. El rito, pues, deja en claro una verdad, que las elaboraciones políticas y el juego sutil establecido por el protocolo palatino reconducen a verdad “religiosa”. Ello convierte a la institución imperial en el eje del orden cósmico y, por tanto, en el verdadero “corazón” de la sociedad romana oriental, de modo que la actividad del basileus adquiere un carácter verdaderamente reconfortante. Sus acciones pueden imponerse o al menos querer convencer a los individuos, que participan de la ceremonia, de que estas son adecuadas por su carácter sotérico-apotropaico para minimizar las tensiones e incertidumbres de la existencia (Fabietti 2004: 244).

 

Los himnos propios de la corte, el inconsciente colectivo y la didáctica de los valores de la monarquía

 

El análisis del ritual pasa por la selección de algunas estrofas particularmente significativas de los himnos de la corte propios de la celebración, las cuales son consideradas por su texture poética adecuada para explicar el background ideológico al que se refiere la corte, a la hora de planificar el rito. Se presenta una serie de elaboraciones, que actúan como un incunable para la estructuración de los mensajes a ser transmitidos a los participantes a través de las proxémicas y el recurso a elementos de la cultura material; esto, para persuadirlos de la capacidad del soberano para “garantizar” la prosperidad en la Basileia. Los tonos, pues, se dirigen hacia el propio basileus, quien preside la ceremonia para permitirle tomar una conciencia más profunda de su propio carisma. Así, el rito forma parte de esa didáctica, que desde su ascenso, revela progresivamente al emperador el llamado “misterio de la Basileia” (Zuckerman, 2010: 865-890) y acostumbra a la élite del Imperio a estos preceptos.

 Cabe notar, pues, cómo la construcción de una etiqueta específica capaz de regular las interacciones dentro de las ceremonias palatinas responde a una necesidad mucho más profunda, la de controlar las pulsiones, en primer lugar la agresividad mediante la adopción de convenciones comportamentales y de los llamados “buenos modales”, en uno con jerarquización sensorial (Delle Fratte, 1993: 35). El ordo se convierte entonces en un “catalizador”' de la evolución del comportamiento y conduce a un dominio desconocido del yo, seguramente en comparación con las otras cortes de la Edad Media e introduce una serie de bolardos rituales, que se reencontrarán con la misma fuerza solo en los complejos protocolos de las cortes del s. XVII. Elias pudo así señalar algunas transformaciones en la expresividad y la agresividad a raíz de la difusión de la etiqueta (Elias, 1983). Y si un protocolo como el De caerimoniis pone en marcha una especie de “filtro” para las pulsiones y una barrera de contención para las emociones, actuando como una “máscara”, podemos añadir también que la agresividad es efectivamente expulsada por el “tiempo” y el “espacio” acabado en el que se desarrollan las liturgias de la corte. Se llega por medio de las fórmulas cortesanas del ordo palatino a desaprobar como inapropiada toda forma de expresividad inmediata y descartar como inútil la agresividad. Las pulsiones son entonces sublimadas dentro de un mecanismo de inhibición y moderación en el cual el “impulso” y la “constricción” a la acción se relajan, camuflándose dentro de la recitación de las actividades proxémicas establecidas convencionalmente y en la pronunciación de las pláticas rituales previstas, convirtiéndose así en el espectáculo de sí mismas (Delle Fratte, 1993: 35). La interacción implementada por el protocolo, siguiendo la línea de Luhmann (2003), puede ser reconducida a una “relación intersistémica”, cuando coloca la individualidad de cada participante de la ceremonia en consonancia con un proyecto coral, que requiere la acción coordinada de todos los que han sido admitidos.[29] Y aunque al sujeto actuante (en este caso el aristócrata participante) se le permite retener cierta libertad, el ordo lo limita dentro de un mecanismo de dependencia del sistema de relaciones en el que lo inserta (corte). Por lo tanto, el protocolo no solo codifica la competencia a realizar, sino que tiene el efecto de estructurar al participante dentro de la comunidad celebrante. El protocolo entonces parece lograr la “estructura” de un sistema altamente penetrante. Sin embargo, la relación que se establece entre el individuo y la comunidad no aniquila sus diferencias por medio de la inclusión, sino que permite su supervivencia, junto con la posibilidad de expresar su disconformidad en lugares distintos al contexto palatino.

 Cabe destacar una paradoja más. Esta etiqueta suministrada por el protocolo, que tiende a regular todo exceso de expresividad y a disimular pasiones, encuentra un contrapeso en el lenguaje sagaz y persuasivo de los himnos de la corte. El virtuosismo lingüístico, sin embargo, no conduce a la disgregación de la comunidad de propósitos creada, sino que sigue sujeto a las mismas reglas que aúnan la actividad de los participantes de la ceremonia, actuando como baluarte ante cualquier imprevisto. La transmisión de modelos de comportamiento no debe marginar la brillantez del lenguaje de los agentes, el cual por el contrario se convierte en un atributo de lo que podemos definir como “cortesanería” romana oriental y sirve a fines narrativos. Si el De caerimoniis al proponer el elogio exagerado del emperador parece hacer “languidecer” el carisma de la sangre de la que se jactaba la aristocracia reunida en Palacio, al contrario la dota de un arma igualmente poderosa y fascinante: el refinado lenguaje de la interrelación ritual. Nos encontramos, entonces, frente a una “palabra” que puede “danzar todo el tiempo que quiera”, tanto que altera, descompone e inventa la realidad (Delle Fratte, 1993: 36). Una palabra que se convierte en prenda de la libertad de los aristócratas, pero también en el signo formal de la sujeción de los admitidos/integrados en la corte.

 Durante el rito de la ofrenda, los descendientes de las facciones cantan el primer tono del himno propio de la celebración:

 

luego que del prado del conocimiento del Señor hemos arrancado las flores de la sabiduría, u orden sagrada de los patricios dignos de honor, al ofrecer nuestros cánticos como una mies, colocamos una corona de oro en la cabeza del soberano donde residen perfumados pensamientos, así recompensados por el encanto de sus graciosos favores. Pero tú, soberano inmortal de todas las cosas, durante mucho tiempo concede al mundo esta fiesta de la potencia soberana del autocrátor, o [...] emperador coronado y consagrado por Dios (Const. Por., De caer. I.87.78).

 

El primer tono aparece preñado de significados y transmite un mensaje narrativo preciso tanto al basileus protagonista del rito como a los participantes. La corte, de hecho, pone en escena el “acto de cortesía” habitual, y sobre todo debido,  requerido por el protocolo, tanto que el tono se presenta como un elogio persuasivo, dirigido por una élite complaciente a su emperador (Treitinger, 1956). Sin embargo, este acto de cortesía forzada parece útil, si no indispensable, a la propia élite que se reorienta “benévola” al soberano. El contenido halagüeño de los himnos de la corte recuerda sumisamente al basileus que la complacencia de los miembros de la élite es esencial para optimizar la gestión de los asuntos públicos y, sobre todo, para su permanencia en el trono. La naturaleza cortés de esta interacción ritual está escandida por imágenes plenas de devoción, como la ofrenda de flores. Un acto narrativo, por tanto, que tiene, sin embargo, propósitos mucho más prácticos y debe suscitar un reconocimiento particular en el soberano, ya que esta condescendencia no es debida tout court. De ello se desprende que la “cortesía” y la deferencia ostentadas, aunque puntualmente impuestas por el protocolo, no parecen suficientes para garantizar la efectividad de la aprobación. De allí deriva el tono martilleante de las aclamaciones, que deben persuadir a la élite de ofrecer un apoyo concreto a la monarquía.

 El himno también representa para los espectadores otra proxemia muy significativa: la imposición de una corona por parte de los subordinados, cual expresión suprema de aprecio y reconocimiento del estatus de que se jacta el basileus. El gesto de la coronación se adscribe, entonces, a una política de grandeur, que proporciona un potente indicador, adecuado para demostrar cuánto esa celebración en la percepción común puede ser considerada fundamental por parte de los romanos orientales.[30] De hecho, es conocida la costumbre de coronar reyes y soberanos en fechas particulares del año durante los siglos IX-XII, ya que también es una costumbre común en Occidente. Sin embargo, la evocación del gesto ritual no se limita a confirmar solo la significatividad de la ceremonia dentro del calendario civil de la Basileia, sino que demuestra la capacidad persuasiva de las conductas, que solo puede realizarse si los participantes lo comparten plenamente.

 Al mismo tiempo, la mención de la proxémica de la coronación reenvia a otro significante preciso. La celebración representa para el soberano una ocasión en la que poder recapitular su propia experiencia de gobierno, convirtiéndolo en protagonista de un ritual de “palingénesis mística”. Ahora bien, el acto de devoción evocado atañe a un rito de refundación de los presupuestos de la Basileia. La gestualidad, que se inserta en el contexto palatino conmemorativo y litúrgico, estimula a los participantes a requerir al propio soberano que ponga en marcha una especie de nueva toma de posesión de la Basileia. El tono alude, entonces, a una estrategia que se considera adecuada para hacer presente a la élite que concelebra con el soberano. Eso es nada más que un rito de renovación cíclica de su mandato, que se concreta, ciertamente no por casualidad, en una fecha crucial del calendario civil: el día de la inauguración de la vendimia, ya que es una ocasión muy auspiciosa en sí misma y es considerada válida para la evolución in melius del propio gobierno.

 Tampoco sorprende la inclusión en el protocolo de fórmulas de auspicio cortés, asimilables a los vota, expresados ​​por la élite para una vida larga y proficua del soberano, ya que son reconducibles a un repertorio tipificado de alocuciones formales. Sin embargo, el contenido halagüeño de los tonos es solo el significante más superficial. La necesidad de recurrir a la adulación es revelada apertis verbis por la propia corte, la cual afirma mediante el tono que la actividad magnificadora es proferida con el único fin de obtener favores del soberano. El himno evoca, aunque de forma sumisa, un control para el emperador, oponiendo un poderoso contrapeso a las facultades teúrgicas expresadas por el rito que se va a celebrar. De hecho, el basileus debe recordar que su poder se mantiene en una especie de “pacto” con la aristocracia, que él debe respetar concediendo favores y renunciando a emplear la violencia contra sus subordinados.[31] Nada de mágico, entonces. Solo ejerciendo condescendencia y benevolencia hacia la élite, el basileus obtendrá a cambio la fidelidad y, sobre todo, los actos de cortesía habituales, ya que son meras formalidades impuestas por la liturgia palatina y poco pueden decir sobre los sentimientos que experimentan los participantes en la ceremonia hacia la monarquía.

 Despierta un particular interés el tercer tono del himno, que recita:

 

Los poderosos soberanos aparecieron como una vid que brota en pámpanos para ofrecer a todos racimos de alegría. He aquí por qué las Scholae y el Senado se regocijan: celebran la alegría de la vendimia de las residencias de Hieria. Y he aquí por qué todos cantamos: una alegría inefable ha descendido al mundo (Const. Por., De caer. I.87.78).

 

Este tono representa la metáfora significante de la metamorfosis del soberano en vid. La fictio poética llega entonces a argumentar que el buen emperador, como una planta de vid, a través de su recto gobierno, ha de provocar la alegría de sus subordinados. Nos enfrentamos a un proceso mental refinado, que encaja, en la urdimbre del ceremonial y a través de los himnos de la corte, un tema tipificado en los specula principis y evoca en los participantes una representación incisiva del buen gobierno (Carile, 2002e).

 El basileus puede así ser representado como una verdadera contrafigura de Dioniso, quien fue el primero en llevar alegría a los hombres. Y si la divinidad pagana exprime el vino para ofrecer un remedio a sus lágrimas, de forma diferente en Bizancio es la recta acción del basileus, que ejerce la justicia, remediar los dolores y sufrimientos de los súbditos. Después de todo, el consumo de vino es tolerado en Bizancio y nada se le puede reprochar al hombre común, salvo el fuerte abuso de la bebida.[32] Sin embargo, a menudo se desaprueba si ocurre en la parte imperial, tanto que constituye un locus de kaiserkritik desde la época de Focas.[33]

 Al mismo tiempo, el rito propone una alegoría con un poderoso trasfondo narrativo, que apenas esconde una mímesis dionisíaca. Sin embargo, prudentemente nunca se menciona el nombre del dios pagano, ya que es inapropiado y por lo tanto se omite y se reemplaza por lo que representa, la vid, como fórmula “sintética” y altamente evocadora. El uso del símbolo se convierte así en una expresión bipolar, que intenta eludir el veto de idolatría opuesto por el cristianismo (Cod. Theodos., XVI.10). Esto permite una paradoja: la divinidad evocada puede no estar representada por el nombre, pero la vid, el signo que la representa, no puede existir en sí misma, sino que se limita a atestiguar lo representado. La metáfora propuesta afirma que el signo citado es capaz de absorber todas o parte de las cualidades de lo representado, de modo que siempre hace presente lo que representa. La significatividad de la estratagema utilizada se ve reforzada por las estrategias autorrepresentativas del emperador que recurren a productos de la cultura material, lo que reenvía al uso del símbolo vegetal en las prendas como modelo “socializado”, porque es reconocido y reconocible por los participantes en el rito. El uso del signo se opone a la censura de cualquier mención directa de Dioniso. Todo ello, en razón de la intervención del patriarca, quien debe buscar el respeto a los cánones y mal tolera las más evidentes evocaciones del background pagano. La Iglesia, entonces, no puede más que tratar de minimizar esta memoria, sublimando las instancias auspiciosas que subyacen a la construcción del protocolo. Se requiere así la participación de los miembros del clero en ese rito completamente secular e impone la inclusión de un momento de plegaria y de gestos más típicos de la liturgia eclesiástica para fomentar la devoción cristiana en los participantes.

 Sin embargo, la paradoja no se crea. Estamos ante una liturgia de alegría, que exorciza cualquier miedo al sufrimiento, al hambre y a la miseria mediante la evocación del sentido benéfico de las conductas alegres suscitadas por el consumo del vino. La alegría, regulada litúrgicamente por el ceremonial, parece reenviar todo caso a la ritualidad de la risa y su función apotropaica recibida en Bizancio (Marciniak, 2011: 141-155; Hinterberger, 2017: 125-145). Tal conducta ritualmente llevada a cabo debe ser obviamente desaprobada por la Iglesia debido a su background vinculado al culto de Dioniso. A pesar de esta desconfianza para con la risa, no se puede evitar que en las fórmulas de aclamación propias de la conmemoración se introduzcan expresiones más alegres con respecto a la cortesana compostura de las alabanzas palatinas. Después de todo, ello no debería sorprendernos, ya que el júbilo de la corte puede ser absorbido en un tenue leitmotiv que permea la celebración: la invitación a festejar por la abundancia manifiesta de la vendimia. Una festividad gozosa, por tanto, que la Iglesia pretende regular con los medios de coacción moral en su poder, amortiguando aquellas conductas consideradas excesivas. Y aunque la ceremonia parece estar ubicada en la frontera entre los rituales paganos y las conductas admitidas por la Iglesia, el recurso a signos de abundancia, el derroche de recursos alimenticios y la evocación de gestualidades apotropaicas conectadas a las manifestaciones de gozo remiten a una exigencia más profunda: la de hacer experimentar a los subordinados un sentimiento de seguridad “generalizada” y de eliminar la pesadilla de la escasez de alimentos. La operación propuesta por la corte parece haberse concretado con éxito y los participantes parecen persuadidos por la panoplia de ideas sobre las competencias del basileus y su inconsciente puede ser efectivamente colonizado por tales contenidos.

 El cuarto tono plagal también entona:

 

Vuestra virtud, como una vid que brota en pámpano, da racimos de alegría. Por ella toda la tierra cosecha y bebe la copa rebosante de vino. Cantando de alegría, festeja con el orden místico de los patricios, celebra la vendimia, a la que fieles servís, el triunfo sin decadencia de vuestro poder, oh soberano [...], arca inexpugnable del universo (Const. Por., De caer. I. 87.78).

 

El tono reafirma fuertemente la metáfora predicada y presenta de mejor manera a los participantes la actitud del basileus para traer abundancia por medio de referencias redundantes a la “mímesis mística” en la vid. Así como los productos de la vid despiertan alegría y animan las festividades de los hombres, de la misma manera el basileus debe traer alegría al Imperio Romano y sus súbditos; ello se logra sobre todo con su recta acción y mediante su victoria sobre sus enemigos. Por tanto, la evocación de la mímesis tiene muchas implicaciones en el plano político, que van más allá del mero significante superficial conectado al mundo agrícola.

 La vid también se considera un signo de eternidad. El recurso a este elemento simbólico debe reafirmar el origen celeste del poder del soberano que lo transfigura desde su asunción al menos, acostumbrando a los usuarios a la idea de que él es la “divinidad imperial”,[34] un dios “laico” que experimenta en vida la condición divina. El rito palatino relacionado con la vendimia parece entonces adquirir un carácter iniciático. A través de la metáfora de la metamorfosis vegetal, la corte quiere proclamar la eternidad del Imperio Romano y persigue intenciones didácticas, cuando declama con modalidades bastante halagüeñas aquellas facultades que el pensamiento mágico atribuye al basileus. Los tonos del himno realizan, por tanto, una didáctica, que permite al emperador tomar conciencia de la “condición sobrehumana”, a la que tiene acceso con motivo de su iniciación en el “misterio de la Basileia”.

 Ahora bien, este ritual muestra también el punto de vista del basileus y le permite experimentar la plenitud de sus ancestrales facultades mágicas, mientras tiende a transferir de manera “unidireccional” la “panoplia” de informaciones concerniente a este poder apotropaico-propiciatorio a los subordinados. El ritual entonces se orienta a capitalizar el consenso de las categorías sociales, suscitado por los actos rituales de cortesía, como los tonos proferidos hacia él. Una apreciación exigida no solo a la jerarquía, sino también a todo el bloque social, incluso a la población de la ciudad que está representada por los demotes de las facciones del circo. Los actos de deferencia, aunque requeridos por el protocolo, sólo por medio de una repetición martilleante parecen alcanzar su propósito y persuade a los participantes con sus significantes.

 La corte también ha de constituir a través del ceremonial de inauguración de la vendimia una expresión de síntesis entre las diversas instancias de los participantes, que van a conciliarse con las de propaganda y automagnificación de la institución monárquica. La necesidad narrativa nos empuja, entonces, a recurrir a la significatividad de los gestos, de los símbolos e incluso de las vestimentas como el kolobion adornado con racimos de uvas para hacer más incisiva la transmisión de los valores de la monarquía.

 Al mismo tiempo, hay que considerar que esta ceremonia tiene un propósito adicional: debe persuadir a los subordinados de que el basileus pone en marcha una buena gestión del Imperio, ya que es recompensado por Dios con la fertilidad del campo. La felicitas temporum impuesta por el emperador queda así demostrada por la opulencia de la ceremonia y sobre todo por la abundancia de racimos utilizados, colocados en cestas y sustraidos de su destino alimentario y posterior transformación. De esta manera, el rito puede convencer a los participantes de que el basileus es también garante de un clima favorable a la agricultura. Nos enfrentamos a una realidad esencial para la credibilidad de la bondad de la institución y la puesta en común de sus valores.

 La ceremonia también permite que surja otro significante: la actitud del soberano ante la victoria. Ello le obliga a ejercitar esa propensión a la que las elaboraciones políticas refieren in nuce: celebrar el triunfo eterno en beneficio de la Basileia. El motivo dominante de esas expresiones de cortesía es, por tanto, recordar al basileus su primer deber: la obligación perentoria de prevalecer sobre las turbas bárbaras mediante las armas. Los preceptos de la “Teología de la victoria” (Gagè, 1933: 1-34) se vuelven a proponer en la trama del protocolo y permiten la supervivencia en la liturgia palatina constantinopolitana del s. X de una elaboración de la Antigüedad tardía. De hecho, el emperador romano está llamado a la Victoria, puesto que solo mediante la derrota de los enemigos “bárbaros” podrá poner fin al chaos y consentir el desarrollo pacífico de las actividades humanas y en particular del trabajo agrícola. Es precisamente con la victoria que el basileus garantiza cosechas abundantes y elimina el espectro del hambre, la ancestral pesadilla de la humanidad.

 

Conclusión

 

La ceremonia de apertura de la vendimia traza una precisa estrategia sociológica encaminada a ordenar las relaciones entre el basileus y la élite, de modo que para optimizar los resultados explota el simbolismo del don de la uva y el banquete. El empleo de este signo auspicioso en una ceremonia ligada a la fertilidad, por un lado, permite al basileus reafirmar la propensión que posee a “garantizar” la abundancia, como veleidad propagandística y narrativa. Por otro lado, el uso de recursos simbólicos tiene por finalidad reafirmar la colaboración y la “amistad” entre los participantes de la ceremonia, como partners habituales en la buena gestión de la Basileia. Las relaciones entre individuos ubicados en diferentes grados de la jerarquía palatina se consolidan cuando se conectan por un “vínculo sagrado”, representado por la uva, como un verdadero objeto ceremonial. Así, un bien de consumo con escaso valor económico se convierte en un bien de prestigio, independientemente de su coste actual. Se puede afirmar así que la uva “incorpora” el valor de las relaciones sociales a las que supervisa y fortalece el prestigio de quienes la reciben. La posición de notoriedad del destinatario es subrayada por su participación en el subsiguiente banquete, como una oportunidad para una mayor socialización de los miembros de la élite. Por medio de los alimentos compartidos, cierra filas y renueva la pertenencia al orden social. Sin embargo, la cohesión se crea solo aparentemente y las jerarquías no se anulan. La dimensión de perenne conflictividad entre el Basileus y la élite encuentra una solución solo temporal y se aplaca cuando se rocía con vino y se endulza con el sabor de los alimentos.

 

 

 

Bibliografía secundaria

 

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Traducción: Alejandro Morin

 

 


[1] Los romanos celebran la fiesta de las Vinalia dos veces al año: las Vinalia Priora el 23 de abril y las Vinalia Rustica el 19 de agosto. Durante los Vinalia Priora, se hace la libación a Júpiter del calpar, el vino añejo procedente de los barriles. Luego del ritual ofrecido a los dioses, este vino es llevado a la ciudad, donde se celebran degustaciones colectivas. La ofrenda de vino a Júpiter recuerda el voto hecho por Eneas durante la guerra contra Turno, rey de los rútulos, cf. Ov. Fasti, vv. 891-900. Por el contrario, las Vinalia Rustica celebran simbólicamente el inicio de la vendimia. El rito se lleva a cabo en una fecha demasiado temprana dar inicio a la vendimia. El flamen dialis, el sacerdote de Júpiter, dirige la ceremonia, toma los auspicia de la próxima cosecha de las uvas y evalúa los signos relacionados con el favor de los dioses. Luego sacrifica una cordera y ordena recoger las uvas. Entre la extracción de las entrañas del animal y la ofrenda a Júpiter, realiza la degustación ritual de los primeros frutos recolectados. Sabemos por Isidoro de Sevilla que los Vinalia es una fiesta dedicada a Venus y afirma que los antiguos romanos llaman al vino venenum, como si fuera una pócima de amor. Isidoro así argumenta: “Veteres vinum venenum vocabant”, cf. Isid., Etym., XX.3.2; Sandei, 2009; Pepe, 2020; Pitte, 2010; Gagé, 1963: 15, 259.

[2] Según Dumézil, los indoeuropeos tienen una “concepción tripartita” del mundo, que él llama “ideología trifuncional” y la determina en tres áreas complementarias: el poder del soberano, que se explica en el aspecto mágico y jurídico, la fuerza física que se reserva para la actividad militar y, finalmente, la fecundidad de hombres, plantas y animales, cf. Dumézil, 1988.

[3] En cuanto a la cuestión relativa a la composición de los De caerimoniis, cf. Sevcenko, 1992: 167-195.

[4] Además del paladio de Roma, se deposita la estatua de Atenea, que Constantino habría sacado en secreto de la antigua capital y colocado en los cimientos de la columna, según Juan Diacrinomeno mil kentenaria de oro, símbolo de abundancia. Para Sócrates se agrega un fragmento de la cruz, mientras Hesiquio refiere a la presencia de las canastas de la multiplicación de los panes, símbolo de la prosperidad, el vaso del crisma, el mango del hacha de Noé y la piedra de la cual Moisés hizo brotar el agua en el desierto. Andrés de Salos afirma que incluso los clavos del crucifijo se mantienen dentro de la columna. Cfr. Dagron, 1991: 38; Sócrates, Historia Eclesiástica I.17, PG 67, col. 120 B; Vida de Andrés de Salos, 224, PG III, col. 26; Di Cosmo, 2020: 337-340.

[5] Διήγησις περὶ τῆς οἰκοδομῆς τοῦ ναοῦ τῆς Μεγάλης Ἐκκλησίας, τῆς πονομαζομένης Ἁγίας Σοφίας, Preger, Th., Scriptores originum constantinopolitanarum, Leipzig: Teubner, 1901-1907, vol. 1, 74-108; vol. 2, 284-289; para la edición crítica, cf. Vitti, 1986; ver también: Mango, 1992: 41-56; Berger, 1999: 29-38; Egea, 2003: 14-19.

[6] Dagron, 1984: 279-306, sobre sacrificios de animales ex multis cf. Teodoreto de Cirro, Graecarum a ectionum curatio VII: De sacrificiis, PG 83, coll. 991-1006.

[7] “El rey y todo Israel ofrecieron un sacrificio ante del Señor. Salomón sacrificó al Señor, en sacrificio de comunión, veintidós mil bueyes y ciento veinte mil ovejas; así el rey y todos los israelitas dedicaron el templo al Señor”, cf. I Liber Regum 8.62-63.

[8] Para el protocolo de las ceremonias celebradas en el salón Magnaura, cf. Const. Por., De caer. II.15.

[9] Las representaciones dionisíacas encuentran amplio espacio en la decoración musiva de los palacios imperiales de la Antigüedad tardía. Así lo demuestra el gran mosaico policromo del palacio de Galerio en Salónica, llamado Romuliana (Trovabene, 2007: 66-67; Živić, 2003; Zanker, 1998: 545-616), que presenta un Dioniso asociado a la pantera, como su animal simbólico (Arist., Anim. Hist., IX.6; Plin., Nat. Hist., VIII.59-63; El., De nat. Anim., V.40; Pseu. Plut., De fluv., 24). La fórmula del dios domador de las fieras es una alegoría del emperador, que es capaz de superar la “bestialidad” de los hombres bárbaros y les impone el ius romanum (Kerényi, 1992: 278). Sin embargo, la fórmula parece sobrevivir a través de una serie de motivos zoomorfos presentes en las sedas bizantinas, que, aunque influenciadas por la costumbre persa, en Bizancio parecen estar coloreadas con un toque dionisíaco y buscan representar al emperador como “señor de la naturaleza” (Muthesius, 1992, 1997, 2004; Thomas, 2012: 160-161).

[10] Ward-Perkins, 1981: 83; Maguire, 2000: 259.

[11] Con respecto a la ubicación del Mesokepion, cf. Const. Por., De caer., I.28.

[12] Joannes Geometra, Anecdota Graeca, 176-278; Littlewood, 1992: 126-153; Maguire, 2000: 259; Lauxtermann, 1998: 356-380; Maguire, 1990: 209-213.

[13] Nicolás Mesarita, Descripción de las Santos Apóstoles, III.1-4.3; Maguire, 2000: 263-264.

[14] Vita Basilii I, ed. J. Bekker, CHSB, Bonn, 1838, 231-232; Theopane Continuatus, ed. J. Bekker, CHSB, Bonn, 1838: 839; Cinnamus, Historia, A. Meineke, CHSB, Bonn, 1836: 74-75; Maguire, 2000: 253.

[15] Para las insignias, cf. Pertusi, 1976: 481-568; Carile, 2000: 65-124; Odorico, 2005: 1013-1057; Di Cosmo, 2009; 2018; para la púrpura, cf. Carile, 2002e; Dagron, 1994: 105-142; Reinhold, 1970; para las piedras preciosas, cf. Avgoloupi, 2014.

[16] Dioniso-Baco está relacionado con el desarrollo de la vida civil y es considerado portador de la civilización y amante de la paz (Non. Pan., Dyon., I-XIII). Por lo tanto, es calificado como cosmocrator y pacificator orbis y asociado con el poder real. Así, muchos gobernantes desde Alejandro Magno se han identificado con él (Bosworth, 1998: 47-80; Giua, 1998: 869-905). Los reyes ptolemaicos, en particular, enfatizan el papel de Dioniso, portador de alegría, liberador de los dolores y regenerador del mundo. Incluso Marco Antonio, después de asociarse con Cleopatra, volvió a proponer esta costumbre y se presentó a los subordinados locales como una figura de Dioniso, suscitando la dura crítica de los senadores no acostumbrados a las “extravagancias” orientales, cf. Merkelbach, 1991: 193-205; Assmann, 2002: 127; Dunand, 1998: 352-357. En Roma, la asociación se propone como corolario de la propaganda imperial de la dinastía severiana en particular, sus miembros se presentan como autores de la felicitas temporum y agentes de una nueva edad de oro, cf. Silvestrini, 2003: 155-191.

[17] El mapa es uno de los atributos del “ man of power”, cf. Dagron, 2007: 203; 288; para los juegos de circo cf. Dagron, 1995: 326-354. El mapa, el album pannulum claramente visible en los dípticos consulares a la derecha del magistrado que organiza los juegos, una vez pasado a manos de los emperadores adquiere el color púrpura. De este modo, el augusto se representa a sí mismo como un “auriga victorioso” y sitúa su victoria en una dimensión “metahistórica”, cf. Quint., De institu. Orat., I.5.57; Juv., Sat., II.194-199; Mar., Epigr. XXVIII.1-10. La escatología cristiana ve en el “mittere mappam” la derrota definitiva del mal. Para Tertuliano, ese gesto evoca la caída del demonio desde las alturas, cf. Tert., De spect. XVI.3.

[18] La Porphyra es una habitación cuadrada con techo piramidal, que Constantino V había construido antes del 750, recubierta con losas de pórfido y vela púrpuras. Aquí Irene, la esposa de Constantino V, da a luz a León, llamado “porfirogéneta”, cf. Herrin, 2008: 2036-243.

[19] La sección dedicada a las liturgias en las que está presente el patriarca, inscrita en el Eucologium Barberini, contiene una doble oración que se recitará con motivo de la vendimia imperial. A esta se suma una segunda oración, que no menciona a los basileis, ya que está destinada a la vendimia del pueblo, cf. Eucologium Barberini, gr. 336, §§ 177-178; Maltés, 1995: 93-110; Parenti, 2003: 458-461.

[20] Teodoro Balsamón en el s. XII, comentando el canon 62 del Concilio de Trullo, reprueba las supervivencias de un paganismo griego y rural en la celebración de la fiesta de las Brumales, como una nueva propuesta de las Pequeñas Dionisias o Dionisias Rurales, ya que tiene noticias de la predisposición de procesiones de máscaras, que evocan “orgías satíricas celebradas por sátiros y bacantes en honor a Dioniso”. Sin embargo, Teodoro parece confundirse, ya que se refiere a trajes más típicos de Vinalia, los cuales durante el entonamiento de canturreos satíricos e irreverentes a menudo añaden el Kýrie eleìson como interludio, cf. Rhalles, Potles, 1852: 451; Nonveiller, 2011: 106.

[21] El eucologio Paris Coislin 213, copiado en Constantinopla hacia 1027, prevé una serie de oraciones relacionadas con el cultivo de la vid, la cosecha y la degustación de las primicias, cf. Parenti, 2003: 459; Dmitrievsky, 1965: 1021.

[22] El De caerimoniis prevé vestimenta para el día de la fiesta de la metamorfosis: “es necesario saber que en la fiesta de la transfiguración, los soberanos se dirigen al apartamento de Dafne donde visten el divitision blanco y las clámides y ciñen la corona verde” (Const. Por., De caer. I.46.37). El uso de la corona verde parece reenviar a las escenas osiríacas y al ceremonial faraónico de manera más general y tampoco está relacionado con el ciclo de nacimiento-muerte-renacimiento, ya que aparece el segundo día después de Pascua y la mañana de Navidad, cf. Carile, 2000: 66-67.

[23] “Las sociedades han progresado en la medida en que ellas mismas, sus subgrupos y, en última instancia, sus individuos, han sabido estabilizar sus relaciones, dar, recibir y, finalmente, reciprocar. Para comerciar era necesario, en primer lugar, deponer las lanzas. Sólo entonces fue posible intercambiar bienes y personas, ya no solo de un clan a otro, sino también entre tribu y tribu, entre nación y nación y, sobre todo, entre individuos e individuos. Sólo más tarde los pueblos supieron crearse intereses, satisfacerlos mutuamente y, finalmente, defenderlos, sin tener que recurrir a las armas. De esta manera, el clan, la tribu, los pueblos han logrado - y también las clases, las naciones e incluso los individuos en el llamado mundo civilizado - a oponerse entre sí sin masacrarse, y a ‘entregarse’ sin sacrificarse el uno al otro. Precisamente en esto reside uno de los secretos permanentes de su sabiduría y su solidaridad”, cf. Mauss, 1965: 291.

[24] El lema “acompañante”, de cum-panis, o “compartir el pan con alguien”, reenvía a un acto fundamental de las prácticas alimentarias: compartir, ya que el banquete es “con-vivium”. Simmel (1989: 8) especifica: “la sociedad existe donde varios individuos entran en una relación de acción recíproca”.

[25] El factor discriminatorio entre la élite y los representantes de los demos está marcado por el uso de un elemento de bajo valor patrimonial, pero de alto capital simbólico, que tiene la carga de reconocer el prestigio de la élite. A los representantes de los demos se les da dinero, ya que se cree que no pertenecer a la clase elevadísima de la Basileia los hace incapaces de percibir el valor del recurso inmaterial.

[26] Muchos de los banquetes suelen realizarse en el Triklinos de las Diecinueve Camas, que se compone de dos salas comunicadas, la mayor de las cuales alberga la mesa imperial dorada y redonda, probablemente ubicada en un ábside. A los invitados se les asignan nueve filas paralelas de mesas alrededor de las cuales se disponen doce invitados para cada uno. La capacidad de la sala es de doscientos veintinueve asientos, pero es posible aumentarla según las ocasiones. Sabemos que se planearon doscientos veintiocho cubiertos para el banquete del día de Navidad. El triclinio fue restaurado bajo Constantino VII, cf. Kazhdan y McCormick, 1997: 167-197, especialmente p. 176; ver también Malmberg, 2003; Mayer y Trzcionka, 2005.

[27] En cuanto al tema del sacrificio de animales y el uso excesivo de la carne como elemento suntuoso del banquete, la bibliografía es interminable, ex multis cf. Fabietti, 2014; Giallombardo, 1990; Girard, 1980; Grimaldi, 1993; Grimaldi, 2012; Grottanelli, 1999; Grottanelli et al. 1984; Grottanelli y Parise, 1993; Hamerton-Kelly, 1987; Lanternari, 1976; Lincoln, 1991.

[28] El Kletorologion pertenece al género literario de Taktikà, aquellos escritos relacionados con la ταξις, que fue compuesto bajo el reinado del basileus León IV y por consejo de amigos no especificados del atriklines Filoteo. Él informa: “Toda la importancia que se tiene en la vida y la dignidad ligada a los títulos [...] no se manifiestan a los espectadores en otras ocasiones por fuera de la convocatoria según el orden de precedencia a la espléndida mesa y los almuerzos organizados por nuestros sapientísimos emperadores [...] por un descuido nuestro se verificaran errores o confusiones, no solo se arruinaría el valor de los títulos, sino que los propios atriklinai saldrían ridiculizados por ello”. El atriklines tiene la tarea de convocar la entrada de dignatarios invitados a los banquetes según el orden de precedencia establecido por tratados como el citado Kterologion. Las axiai reservadas para los dignatarios “barbudos” se dividen en un primer grupo de dieciocho y un segundo grupo de sesenta cargos a la cabeza de las oficinas administrativas con competencia. A estos se suman las ocho dignidades reservadas a los eunucos, que se suman a las nueve funciones públicas reservadas a ellos, cf. Philotheos, Kterologion, Les listes de préséance byzantines des Xe et Xle siècles, ed. N. Oikonomides, París, 1972; véase también Ravegnani, 2019.

[29] La teoría de Luhmann tiene el mérito de renovar el debate sobre los sistemas de interacción, cuando con la construcción de “relaciones intersistemas” y la estructuración de un sistema de interpretación que “retroalimenta [...] en la formación de la estructura de los sistemas penetrantes”, valoriza la independencia y al mismo tiempo, la libertad del sujeto agente. La teoría subraya, entonces, cómo la inclusión/participación individual es interdependiente con la exclusión y la valorización de las diferencias, permitiendo incluso la privacy.

[30] El protocolo de ascensión tiene un carácter iniciático y está escandido por un recorrido procesional, escenificado como un iter  ascensional que culmina con la imposición de la corona, cf. Carile, 2002b, 2002d; Di Cosmo, 2019: 71-120. Incluso el funeral también tiene un carácter iniciático. Este representa, no el cumplimiento de su regla, sino que constituye un acto ceremonial destinado a completar el rito de ascensión, como parte de un único “ritual mistérico” con el fin de revelar al basileus la naturaleza de su oficio, cf. Rapp, 2012: 267-286; Karlin-Hayter, 1991: 112-155; Maleon, 2010: 10-31.

[31] Para el ejercicio de la violencia justa, el justo mucrone, cf. Corippus, In Laudem Iustini Minoris II.2.68-69. Sobre el tema del φόβος, como expresión de un θος antiimperial, propuesto por una aristocracia intolerante, cf. Carile, 2002a.

[32] Un santo como Simeón el Loco, tras la adquisición de la apatheia (libertad de las pasiones terrenas), puede trabajar como thermodotes en las kapeleia (tabernas). Y si se le permite comer frijoles, el hagiógrafo nunca se refiere al consumo de vino, ya que no es conveniente para la figura de un santo, cf. Leontios von Neapolis, Das Leben des Heiligen Narren Symeon, ed. Rydén, L., Uppsala: Biblioteca de la Universidad, 1963: 146; 156-157. Miguel Psellos escribe una alabanza del vino, donde afirma que la naturaleza y Dios, su creador, le han dado al hombre un alimento maravilloso como el vino, lo mejor después del pan para que ambos se utilicen en la consagración por su excelencia. Luego afirma que el vino es comparable al fuego, porque quien se acerca demasiado no puede quejarse de sus efectos dañinos (Sal. Mich., Enk. Rr. 14-23; rr. 105-110; rr. 77-80), cf. . Maltés, 1991: 193-205.

[33] Teófanes censura continuamente el abuso del vino por parte del emperador Focas: “Miraste el fondo de la botella una y otra vez la ebriedad te prende el juicio”, cf. Theof., Chron., 26-27. La embriaguez molesta se convierte en el leitmotiv de la propaganda puesta en marcha por Basilio I contra su antecesor Miguel III, tanto que se lo define como “methystes” (borracho), de modo que en él la mimesis theou se sustituye por “éxtasis dionisíaco”, cf. Kislinger, 2003: 139-140. Teófanes describe los excesos de Miguel III, cf. Theof., Chron. 5, 20, 26; Kislinger, 2003: 140. León VI el Sabio también es un buen consumidor de vino. Cuando visita el monasterio de Eutiquio en Samatya, el emperador recibe la misma cantidad de vino reservada para todos los comensales. Incluso si lo diluye con agua, no se le suministra más vino, porque esto es contrario a la regla. El emperador donó luego viñedos al monasterio, y  consideró que esta limitación era demasiado onerosa para las gargantas y la sed, cf. Vita Euthymii Patriarchae Constantinopolitane, IX.

[34] El diácono Agapito delinea de mejor manera el status imperial: “en lo que respecta a la realidad del cuerpo, el emperador es igual a todos los hombres; por el poder de la dignidad se asemeja sobre todo a Dios”, cf. Agapetus Diaconus, Expositio capitum admonitorum, PG 86, cap. 21.