La adopción del título de Basileus en el marco de la Gran Guerra romano-persa (602-628): entre la discusión historiográfica

y los horizontes interpretativos

 

The adoption of the title of Basileus

in the framework the great roman-persian war (602-628):

between historiographic discussion and interpretive horizons

 

 

Franco Javier Cortes
Universidad Nacional de Cuyo, Argentina

francojcortes@gmail.com

 

 

Resumen
 

Durante el siglo XX se desarrolló una interesante controversia historiográfica en torno a las causas que motivaron a los emperadores romanos a adoptar el título de Βασιλεúς al finalizar la Gran Guerra romano-persa (602-628). En la primera parte de este trabajo repasaremos esta polémica rescatando las principales hipótesis en pugna. En la segunda parte, consideraremos las dimensiones y usos del título de basileus en el conflictivo contexto del siglo VII, a partir del análisis de la literatura de la época y los documentos oficiales.

 

Palabras clave: Basileus - Romanía - Persia - Guerra romano-persa (602-628)

 

 

Summary

 

During the twentieth century an interesting historiographical controversy developed around the factors that motivated the Roman emperors to adopt the title of Βασιλεúς at the end of the Great Roman-Persian War (602-628). In the first part of this work we will review this controversy rescuing the main hypotheses in conflict. In the second part, we will consider the dimensions and uses of the basileus title in the conflictive context of the seventh century, from the analysis of the literature of the time and official documents.

 

Keywords: Basileus - Romania - Persia - Roman-Persian War (602-628)

 

 

Recibido: 15/04/2021

Aceptado: 25/06/2021

 

 

Dentro de la historiografía institucional bizantina, la discusión acerca del título de basileus (βασιλεúς) y su adopción dentro del protocolo oficial en el año 629 es un tema que dividió al campo académico durante todo el siglo XX. Dentro del ámbito disciplinar, algunos historiadores entendieron que esta decisión debía entenderse como la consecuencia más importante de la Gran Guerra romano-persa (602-628), el último gran conflicto del mundo tardoantiguo que enfrentaría a los gobernantes de las superpotencias de la época: el Emperador romano Heraclio (610-641) y el Rey de Reyes sasánida Cosroes II (591-628). Otros investigadores optaron por refutar esta visión sosteniendo que aquella transformación en el protocolo culminaba el proceso de helenización del Imperio Romano de Oriente, convirtiéndolo en un estado eminentemente griego y cristiano. Posteriormente, durante la segunda mitad del siglo XX, otros autores expandieron la mirada sobre el tema, incorporando nuevos enfoques y propuestas metodológicas.

 El presente trabajo pretende reconocer cuáles fueron los principales argumentos sostenidos a lo largo de la discusión historiográfica, así como también resaltar qué elementos de aquellas posturas pueden servir para brindar una nueva mirada sobre el problema en cuestión. Para cumplir con estos objetivos, la exposición constará de dos partes. La primera tendrá como eje discursivo el desarrollo de la polémica, donde expondremos a los autores que más activamente participaron de la misma, a quienes estaban dedicados sus comentarios, así como los puntos fuertes y débiles de sus posturas. En la segunda parte, se establecerán algunos criterios que permitan un nuevo abordaje del título de basileus, tomando algunos elementos rescatables de las posturas precedentes.

 Para cumplir con el segundo objetivo, se utilizarán distintos tipos de fuentes documentales. En primer lugar, se trabajará con obras de carácter político-religioso; en segundo lugar, se utilizarán aquellos documentos emitidos por la cancillería imperial que tengan como punto en común la relación diplomática entre la Romanía y Persia; en tercer y último lugar, abordaremos la literatura religiosa del siglo VII.

 

 

El inicio de la discusión: ¿adopción por conquista o transformación cultural?

 

A principios del siglo XX, el historiador francés Louis Bréhier decidió abrir la controversia en torno a la problemática adopción del título de basileus por los emperadores romanos residentes en Constantinopla. Bréhier (1906) sostenía que había sido el emperador Heraclio quien lo había incorporado oficialmente al protocolo imperial basándose en el encabezado de una Novellae del año 629. En este documento legal, el emperador se autocalifica junto a su hijo primogénito como “Basileos fieles en Cristo” (πιστóς ἐν Χριστῷ βασιλεις). Posteriormente, Bréhier (1956) reafirmó su interpretación considerando que:

 

Por primera vez la palabra Basileus se convierte en el título legal del soberano y parece seguro que Heraclio pensaba que tal cambio era como la consagración de la victoria que había obtenido sobre aquel que, hasta entonces, se ufanaba de ser el gran rey, el único basileus (1956: 44).

 

Este argumento, que podríamos calificar de belicista, fue continuado por el historiador británico John B. Bury, aunque con ciertos matices. En su trabajo, Bury (1910) centró su atención en el año 629 al considerar que su colega francés no le había conferido demasiada importancia al contexto histórico más amplio:

 

En ese año, Heraclio completó la conquista de Persia. Ahora bien, el rey persa era el único monarca extranjero a quien los emperadores romanos concedieron el título de Basileus, excepto el rey de Abisinia que apenas tenía importancia. Mientras que hubo en el exterior un gran basileus independiente del Imperio Romano, los emperadores se abstuvieron de adoptar el título que hubieran compartido con otro monarca. Pero cuando ese monarca hubo sido reducido a la condición de vasallo dependiente y dejó de existir competencia entre ambos imperios, el emperador indicó al mundo su victoria tomando oficialmente este título que durante varios siglos se le había aplicado extraoficialmente (1910: 109).

 

Este enfoque, que enfatiza la victoria (“la conquista” en términos de Bury) de la Romania sobre la Persia Sasánida como el principal móvil para la adopción del título de basileus, obtuvo significativas adhesiones durante la primera mitad del siglo (Vasiliev, 1946: 252-253). Sin embargo, esta tesis presentaba ciertas imprecisiones históricas que fueron observadas críticamente por el historiador austríaco Ernst Stein y el ruso Georg Ostrogorsky.

 Esta dupla demolió la validez del enfoque belicista atacando uno de sus pilares argumentales: la errónea concepción de la conquista de Persia por Heraclio. El emperador, después de la decisiva batalla de Nínive (628), limitó sus acciones militares para negociar un tratado de paz que restableciera las fronteras territoriales al año 602 y asegurara un período de convivencia pacífica entre ambos imperios. En ningún momento se planteó la idea de anexar el territorio persa a la Romania o su supuesta reducción al vasallaje. De hecho, Persia continuó siendo un estado políticamente soberano que mantuvo su estatus de “superpotencia” en Oriente hasta la invasión musulmana.

 Para explicar la transformación en el protocolo imperial, Stein y Ostrogorsky plantearon una hipótesis de índole lingüístico-cultural, dejando en segundo plano la importancia del conflicto romano-sasánida. En este sentido, la guerra entre ambos imperios solo fue una coyuntura circunstancial enmarcada en un proceso de larga duración como resultó ser la progresiva helenización de la Romania, cuyo punto culminante consistió en el abandono definitivo del latín como lengua oficial y la consagración del griego, que ya era hablado popularmente. Como consecuencia de esto:

 

La helenización del Estado bizantino efectuó un cambio importante y, al mismo tiempo, una simplificación esencial de la titulación imperial. Heraclio renunció a ostentar el complicado título imperial latino y adoptó la denominación popular griega de βασιλεúς. El título imperial romano imperator, caesar, augustus fue reemplazado por el antiguo título real griego que hasta entonces se había otorgado a los emperadores bizantinos de manera no oficial. El término basileus se convirtió en el título oficial del soberano bizantino y fue, a partir de entonces, en Bizancio el título imperial propiamente dicho (Ostrogorsky, 1984 [1968]: 117).

 

El enfoque lingüístico incorporaba al tablero dos cuestiones importantes: la utilización del griego como lengua oficial protocolar en detrimento del latín y la conexión del título de basileus con la concepción de la realeza griega arcaica. Aunque el proceso de helenización que sufrió la Romania ciertamente podría haber afectado directamente a las costumbres protocolares gubernamentales, el segundo argumento expuesto por Ostrogorsky despertó serias dudas en la comunidad académica. Además, otro historiador ruso, Alexander Vasiliev (1946) demostró la vigencia del título griego de autokrátor (αὐτοκράτωρ) conviviendo con el latino imperator: “Hasta el siglo VII, el equivalente griego del latino “imperator” había sido la palabra ‘autocrátor’ (αὐτοκράτωρ), es decir, “autócrata”, que etimológicamente no correspondía al sentido de ‘imperator’” (1946: 252).

 

 

La hipótesis del “factor iraní”

 

La historiografía bizantina tradicional siempre consideró a la Romania como el producto cultural de una amalgama compuesta por la estructura jurídica-administrativa romana, la tradición política greco-helenística y la religión cristiana. No obstante, esta premisa sería sorpresivamente cuestionada hacia 1970 con el resurgimiento de la polémica en torno al título de basileus.

 Durante el simposio Bizancio y el Irán Sasánida, celebrado en Dumbarton Oaks, el historiador israelí Irfan Shahid expuso una investigación titulada “The iranian factor in Byzantium during the Reign of Heraclius”. A lo largo de la ponencia fueron refutadas tanto la hipótesis belicista de Bréhier-Bury como la lingüística de Stein-Ostrogorsky al sostenerse que, en realidad, la adopción del título de basileús respondía a un gran “cambio constitucional” que transformó sustancialmente al sistema político imperial.

 Aunque Shahid atacó ambas teorías, sus argumentos se concentraron mayoritariamente en desacreditar los postulados de Ostrogorsky. En primer lugar, demostró que la helenización del protocolo imperial no fue tan radical como el historiador ruso sostenía, pues con la nueva fórmula, basileus reemplazó tanto al título latino de imperator como al griego autokrator (Shahid, 1972: 301). Además, el título de césar –de procedencia latina– fue adaptado al griego (καῖσαρ) y siguió empleándose dentro de la jerarquía cortesana, aunque no con la misma importancia que antaño (Bréhier, 1956: 38-39). En segundo lugar, descartó la supuesta conexión entre el nuevo protocolo y la concepción de la antigua realeza griega. Resultaba sumamente cuestionable que las autoridades imperiales del siglo VII tuvieran la intención de adoptar el título de basileus anclándose en una tradición política claramente arcaica (Shahid, 1972: 301).

 A diferencia de los autores precedentes, la posición de Shahid se centró en un punto innovador: la frase πιστóς ἐν Χριστῷ que encabezaba la Novellae del año 629 (el documento legal señalado inicialmente por Bréhier) y que antecede al título de basileus: “En ese año [629] Heraclio adoptó un título cristianizado que transformó la imagen de la dignidad imperial; [pasando] de un gobernante no cristiano [imperator] a [ser] uno que correspondiera más al gobernante de un estado cristiano [basileus]” (Shahid, 1972: 303).

 Bajo esta nueva perspectiva, la transformación del título oficial del emperador no tendría su fundamento en el ideal de la realeza griega arcaica, sino más bien en la concepción de la realeza cristiana (Βασιλεíα) construida discursivamente por Eusebio de Cesárea. Si bien la teología política eusebiana estaba fuertemente influenciada por el pensamiento político helenístico, para Shahid existía una importante diferencia entre una concepción y otra: mientras que el rey helenístico era considerado como la encarnación del Logos (por ende, un gobernante divinizado), el basileus cristiano solo era el lugarteniente delegado por Dios, legitimado solo a partir de la misión que aquél debe cumplir para con el pueblo cristiano.

 Esta premisa es profundizada inmediatamente con la exposición de tres argumentos interconectados: 1) La naturaleza de la paz establecida entre la Romania y Persia en el año 629; 2) Los orígenes armenios del emperador Heraclio; 3) La guerra romano-sasánida como mecanismo de cambio sistémico.

 En primer término, Shahid resalta que, tras la batalla de Nínive y la posterior deposición de Cosroes II, ambos imperios establecieron relaciones marcadas por un tono conciliador, en las que se buscaba la paz renunciando al expansionismo territorial. La victoria militar solo fue explotada por el gobierno de Constantinopla con el fin de recuperar la situación territorial previa al año 602, es decir, al inicio de las hostilidades. Incluso se evitó la utilización del cognomen militar de persicus –que tradicionalmente un emperador victorioso podía incorporar a su protocolo de forma “legal”. De esta manera, la adopción del título de basileus –reemplazando al de autokrator tendría que ver con una desmilitarización del lenguaje diplomático, puesto que este último título poseía una connotación militar más marcada que el primero, más adecuado a la práctica del gobierno civil. Asimismo, este ideal sería compartido por ambos gobernantes, pues: “…el título [basileus] acerca a los dos imperios teniendo como base una concepción común de la soberanía derivada de la realeza…” (Shahid, 1972: 306).

 Con respecto al segundo punto de la argumentación, este parte de una premisa cuestionable: la supervivencia, en el pensamiento político de las élites armenias, de la idea de una monarquía cristiana independiente que, en el siglo VII, enfrentará al expansionismo sasánida. Este anhelo, en el marco del conflicto romano-sasánida, se materializaba en la figura de Heraclio, supuestamente descendiente de la casa real armenia de los Arsácidas.[1] De este modo, la adopción del título de basileus representaba la confluencia de dos concepciones de la realeza cristiana: la eusebiana y la arsácida (Shahid, 1972: 311-312).

 Finalmente, el último punto retoma en ciertos aspectos la hipótesis belicista, al considerar la guerra entre la Romania y el Irán Sasánida como el elemento desencadenante decisivo de lo que Shahid considera el “cambio constitucional” de la Romania:

 

Los cambios constitucionales tienen lugar bajo la influencia de impulsos internos; de presiones externas, o bien, de ambas. A veces, los impulsos internos que se desarrollan no son lo suficientemente fuertes para provocar cambios y, por consiguiente, deben esperar la fuerza de las presiones externas (Shahid, 1972: 312).

 

La guerra, en este sentido, se convertiría en el factor externo necesario para transformar constitucionalmente al imperium romanorum en una Βασιλεία Ῥωμαίων (reino de los romanos). El cambio constitucional implicaba convertir legalmente al imperio en una monarquía hereditaria, desapareciendo del ideario político romano las trabas consuetudinarias que lo impedían. Para el autor, la concepción de la realeza cristiana se intensificó en Heraclio al dotar al conflicto de un significado religioso, una “guerra santa”. Así, la sustitución del título autokrator por el de basileus significaba la culminación del proceso de cristianización de la Romania y su renovación política en tanto “reino cristiano” (Shahid, 1972: 313-315).

 En síntesis, la hipótesis del “factor iraní” recuperaba algunos postulados de la tesis belicista de Bréhier-Bury pero incorporaba tres nuevos elementos que hacían hincapié en la definitiva cristianización del protocolo oficial imperial producto del conflicto armado y sus consecuencias políticas. El emperador Heraclio, al modificar su concepción política de la realeza producto del impacto psicológico e ideológico de la guerra, aprovecharía este “impulso” para transformar constitucionalmente al estado romano oriental en un “reino cristiano” hereditario. De ese modo, el basileus se convertía en un nuevo arquetipo de gobernante: un emperador cristiano anclado en el ideal de un gobierno civil.

 

 

La hipótesis del lenguaje diplomático

 

En 1978, el bizantinista griego Evangelos Chrysos publicó un trabajo denominado “The title βασιλεúς in Early Byzantine International Relations”. Esta investigación, además de repasar el estado de la cuestión, abordó las recientes contribuciones de Shahid a la temática. Aunque se destaca el nivel de erudición de aquella exposición, Chrysos cuestionó seriamente todos sus postulados.

 Si bien es cierto que las ideas cristianas tenían un creciente impacto en la concepción de la “realeza” constantinopolitana y su ideología política, Chrysos niega que la transformación del protocolo imperial pudiera derivar del concepto cristiano de basileía. Además, para el autor es un error pensar que el título de basileus permitió el desarrollo de un concepto romano-persa de soberanía, pues podría proponerse otra interpretación: el reconocimiento mutuo de la soberanía de los dos estados a partir de una equiparación del protocolo facilitó el proceso de asimilación de la concepción persa de la realeza por parte de los emperadores romanos (Chrysos, 1978: 34). A pesar de las divergencias, un aspecto de esta teoría es rescatado: el cambio constitucional que implicó la adopción del título de basileus.

 Chrysos inicia su argumentación estableciendo una premisa metodológica: al momento de estudiar el protocolo imperial, es preciso distinguir entre fuentes literarias (por ejemplo, crónicas, hagiografías, poemas, etc.) y documentos oficiales estatales (como edictos, cartas, inscripciones numismáticas o gravados). Esta clasificación permite evitar un error conceptual en el que cayeron ciertos historiadores: una fuente literaria puede describir a un gobernante extranjero como rey (basileus) pero eso no implicaría que la corte imperial los reconociera oficialmente como tales (Chrysos, 1978: 59). En este error había caído G. Ostrogorsky al sostener que:

 

[…] el empleo del título de basileus por los gobernantes extranjeros antes de su adopción oficial por los emperadores bizantinos no quiere decir gran cosa. Basileus tiene el mismo significado que rex; también se encuentra utilizado –durante la época bizantina temprana, cuando el gobernante bizantino llevaba todavía el título oficial de imperator– no sólo por el monarca persa, sino también sin distinción por Atila y los reyes de Armenia y Etiopía, y a veces, en alternancia con las otras denominaciones, para los reyes germánicos e incluso para los líderes de los abasgos y los cecos… (Ostrogorsky, 1984 [1968]: 117-120, nota 58).

 

Por el contrario, el estudio de los documentos oficiales imperiales emitidos entre los siglos IV y VII demostró que, con la excepción del “Rey de Reyes” persa (Βασιλεύς Βασιλέων), ningún gobernante extranjero fue reconocido como basileus. La actitud del gobierno imperial de Constantinopla consistió en nombrarlos con diferentes títulos generales, como ἄρχων (arjón), ἡγεμών (hegemón), βασιλίσκος (“pequeño rey”) o, en última instancia, como ῥήξ (helenizado del latín rex). Además, estos mismos gobernantes se abstuvieron de utilizar el título exclusivo de Βασιλεύς en sus representaciones oficiales, como en edictos, inscripciones y monedas (Chrysos, 1978: 35-54).

 No obstante, queda por discutir por qué el soberano sasánida recibió un tratamiento especial por parte del emperador romano. Chrysos, en este sentido, sostiene que las relaciones romano-persas se establecieron siempre sobre la base de un reconocimiento recíproco de ambos estados como entidades políticas soberanas, aún en tiempos de alta conflictividad bélica. Si bien existían a veces “discrepancias protocolares”,[2] en general las relaciones diplomáticas entre ambos gobiernos se mantuvieron en un nivel de exclusividad:

 

El monarca sasánida fue reconocido como Rey de Reyes (Βασιλεύς Βασιλέων), mientras que al emperador se lo consideraba como quaisar i Rum (César de los Romanos). Es obvio que estos títulos eran exclusivos; sólo había un César, el [gobernante] romano y, por otro lado, sólo podía haber un Rey de Reyes, el [gobernante] sasánida (Chyrsos, 1978: 70).

 

Bajo estos términos, una hipotética adopción del título de basileus degradaría al emperador al estatus legal que ostentaban los reyezuelos subordinados a la autoridad del gobierno de Ctesifonte. No obstante, esta situación se terminaría concretando en la primera mitad del siglo VII. Para explicar esta contradicción, el historiador griego retoma la idea del “cambio constitucional” previamente esbozada por I. Shahid.

 Tomando como referencia el estudio de las relaciones interestatales entre la Romanía y Persia, Chrysos sostiene que, hacia fines del siglo VI y principios del VII, se había desarrollado un proceso de asimilación de la concepción persa de la realeza, la cual se anclaba en la tradición helenística –y no en las ideas cristianas como sostenía Shahid–. Esta apropiación, cuya manifestación visible estaría dada por la transformación del protocolo oficial imperial, trajo como consecuencia directa el abandono de la noción de res publica por el establecimiento de una basileia helenística, más coherente con el estilo de gobierno predominante en la corte de Ctesifonte (Chrysos, 1978: 70).

 En conclusión, esta hipótesis explica la adopción del título de Βασιλεύς a partir del estudio del lenguaje diplomático vigente en el mundo mediterráneo. La principal contribución del trabajo de Chrysos consistió en ampliar el enfoque de estudio gracias a su abundante utilización de fuentes oficiales. Sin embargo, resultaba dudoso aceptar sin cuestionamientos su propuesta del cambio constitucional en términos helenísticos cuando la hipótesis de Shahid, en este sentido, se sustentaba también en argumentos ideológicos válidos.

 

 

Algunos criterios para el abordaje actual de la problemática

 

Luego de haber repasado las diferentes posturas al respecto, podemos establecer un consenso provisorio que sea la base de nuestro posterior análisis: hasta el reinado de Heraclio –y más concretamente hasta el año 629–, ningún emperador romano acepta utilizar dentro del protocolo oficial el título de Βασιλεùς. Esta decisión política puede tener dos interpretaciones: por un lado, la evidente connotación monárquica que posee este protocolo, absolutamente contradictorio con la fachada republicana que conserva el Imperio Romano (García Rodríguez & Rus Rufino, 2009); por otro lado, la degradación en términos de estatus internacional que implica su adopción respecto al Βασιλεύς Βασιλέων sasánida. Si aceptamos estos argumentos como válidos, resta por establecer una respuesta al principal interrogante de este trabajo: ¿por qué, entonces, el gobierno imperial tomó la decisión de transformar su protocolo tras el conflicto romano-sasánida?

 Para construir una interpretación coherente y consensuada del problema abordado proponemos establecer algunos criterios de estudio interconectados que brinden horizontes de análisis para futuras investigaciones: las ideas político-religiosas, las costumbres protocolares en el marco de las relaciones interestatales romano-persas y el contexto religioso del siglo VII.

 

a) La supervivencia de una concepción teológico-política mixta

Desde el siglo IV, la concepción del poder imperial se encuentra anclada en las ideas teológico-políticas desarrolladas por el obispo Eusebio de Cesárea. Esta ideología, si bien adoptaba ciertos elementos propios de la concepción de la realeza helenística, tenía en el pensamiento cristiano su base central. En los esquemas helenísticos, Dios y Gobernante mantienen una relación de correspondencia e imitación (mimesis), habida cuenta que éste último es concebido como la representación de la ley divina y universal (Lógos). En cambio, en el pensamiento cristiano, Dios –en tanto monarca celestial– delega en el Lógos (un Lógos encarnado, es decir, Cristo) el gobierno de la ecúmene, que a su vez lo delega en el gobernante terrenal (el emperador):

 

Investido de la imagen de la monarquía celestial, levanta su vista a lo alto y gobierna regulando los asuntos del mundo según la idea de un arquetipo, afianzado por el hecho de que se entrega a imitar la soberanía del Soberano celeste. Al rey (Βασιλεùς) único sobre la tierra corresponde el Dios único, el rey único en el cielo, el único Nomos y Logos regio (Eusebio de Cesárea, Discurso de las Tricennales, III, 6).

 

En esta circunstancia, el emperador debe asumir las tareas impuestas por Dios para preparar la llegada del Reino (Βασιλεία) de Dios, cuidando como buen pastor de la humanidad (Dagron, 2007: 155-179; Cortes, 2018).

 A pesar de que la concepción eusebiana fue aceptada por las autoridades –acelerando el proceso de cristianización del imperio–, algunos pensadores posteriores comenzaron a realizar una relectura de su pensamiento. Uno de ellos fue el filósofo del siglo V Sinesio de Cirene. En su discurso Sobre la Realeza, el autor retoma la idea del gobernante como imagen arquetípica de Dios, añadiendo una curiosa distinción entre la figura del rey (Βασιλεύς) y la del tirano (τύραννος):

 

Cada uno de ellos gobierna sobre muchos hombres. Pero el que se encomienda a sí mismo el bien manifiesto de sus gobernados y tiene el propósito de sufrir, para que ellos no sufran en absoluto, y de afrontar los peligros, para que ellos vivan sin temor alguno, y de velar y estar rodeado de preocupaciones, para que de noche y de día estén libres de contrariedades, ése es un pastor para el rebaño y un rey para los hombres. En cambio, el que se aprovecha de su autoridad para su propio goce y malgasta su poder en medio de una vida regalada (…) y considerando que la ventaja de gobernar a muchos esté al servicio de sus particulares deseos; y, en una palabra, no engorda a su rebaño, sino que quiere ser engordado por él (…) lo designo como tirano cuando es un pueblo de gente racional lo que él gobierna (Sinesio de Cirene, Al emperador. Sobre la Realeza, 6a-b).

 

Al distinguir entre realeza y tiranía, Sinesio introduce una novedad en la concepción política imperial: la noción del gobierno civil y las responsabilidades que este régimen conlleva. Para ser un buen gobernante, el emperador debe asimilar las características del basileus; de esa manera evitaría convertirse en tirano. Pero, a pesar de los beneficios que la realeza conlleva, los emperadores romanos evitan la utilización de aquel título, pues:

 

…el nombre mismo de “rey” [Βασιλεύς] es reciente: entre los romanos quedó en desuso desde que el pueblo expulsó a los Tarquinios. A partir de ese dato, pues, nosotros os consideramos y os llamamos “reyes” y así lo hacemos por escrito; pero vosotros, sea consencientemente o no, os dejáis llevar por la fuerza de la costumbre y parece que rehusáis ese majestuoso título. No, ni cuando escribís a una ciudad, ni a un particular, ni a un gobernador, ni a un jefe bárbaro, os adornáis nunca con el nombre de “rey”: procuráis ser “autócratas” (Sinesio de Cirene, Al emperador. Sobre la Realeza, 17).

 

La vinculación entre realeza y gobierno civil también la encontramos en la obra De Magistratibus Reipublicae Romanae del funcionario del siglo VI, Juan Lido. Para este autor, la Βασιλεία es una forma de gobierno ideal. El gobernante de este régimen, el Βασιλεύς, tiene como misión preservar el estado a través de una administración justa de la ley y de la protección de sus súbditos. Al hacerlo, el basileus se comporta en sentido opuesto al del tirano, que gobierna arbitrariamente siguiendo sus vicios sin respeto alguno por la ley (Maas, 1992: 71-72).

 Si en algunos intelectuales de este período existe una mirada favorable hacia la realeza, ¿por qué entonces la transformación en el protocolo se concretó en el siglo VII y no antes? De manera provisoria podemos sostener que, desde el siglo IV, la ideología política imperial mantuvo un eje discursivo en torno a la imagen del gobernante como representante de Dios en la tierra. Progresivamente, esta noción comenzó a ser repensada a través del gobierno del basileus y su régimen de gobierno específico, la basileía, opuesta al gobierno tiránico en el que podían degenerar los emperadores. Futuras investigaciones deberían profundizar las conexiones entre estos autores (Eusebio-Sinesio-Juan Lido) y el impacto de sus concepciones político-religiosas en el lenguaje político del siglo VII para poder entender si la transformación del protocolo imperial fue producto de un proceso de cristianización, o bien, de un proceso de helenización.

 

b) Las costumbres protocolares del mundo mediterráneo oriental

La relación establecida entre las cortes de Constantinopla y Ctesifonte se basó en la construcción de un lenguaje diplomático que garantizara el reconocimiento del poder soberano que ambos gobiernos ejercían en sus respectivos espacios territoriales. Por más que la conflictividad entre los dos estados era recurrente, la cooperación y el equilibrio parece haber sido la norma interestatal hasta principios del siglo VII, cuando estalló la Gran Guerra.

 El intercambio de embajadas con motivo del ascenso al trono de un nuevo monarca se convirtió en uno de los primeros elementos que permitieron la consolidación de este vínculo (Chrysos, 1976: 41; Canepa, 2009: 123).  Si bien la evidencia documental garantiza la existencia de esta costumbre desde fines del siglo III, recién se terminaría convirtiendo en una prioridad en la agenda protocolar entre los siglos V y VI.[3]

 Otra herramienta discursiva que permitió articular la relación entre ambos estados consistió en la utilización de un lenguaje sagrado –aunque religiosamente neutral– que se sustentaba en el desarrollo de una teología política cósmica. Ambos imperios eran considerados como las “dos luces”, los “dos ojos” o los astros más importantes (el sol y la luna) que habían sido creados desde el inicio de los tiempos para gobernar en conjunto la Creación, única fuente de verdadera legitimidad política (Canepa, 2009: 124). En numerosos documentos se pueden encontrar estos conceptos como, por ejemplo, en el preámbulo de la carta de Khavad I a Justiniano: “[Khavad], Rey de Reyes, del sol naciente, a Flavio Justiniano César, de la luna poniente” (Juan Malalas, Historia, 449, trad. Jeffreys, 263).

 Pero, de entre estos elementos, la utilización de un lenguaje familiar anclado en una relación de fraternidad se convirtió en el principio rector de la relación entre los gobernantes romanos y sasánidas: ambos gobernantes se reconocen como hermanos, tanto en la guerra como en la paz. Este principio, además de describir las diversas facetas de su relación política, posibilita el desarrollo de una costumbre protocolar que garantizara la existencia de un piso mínimo de negociación entre las partes involucradas (Herrera Cajas, 1972: 49-50; Canepa, 2009: 123-130). Un ejemplo de esta situación lo encontramos en el intercambio epistolar entre Sapor II (309-379) y Constancio II (337-361), celebrado durante un período de tregua:

 

Yo Sapor, Rey de Reyes, del rango de las estrellas, hermano del Sol y de la Luna, saludo cordialmente a mi hermano, Constancio César (Amiano Marcelino, Historias, XVII, 5, 3).

Yo, Constancio, vencedor por tierra y por mar, siempre Augusto, envió mis mejores saludos al rey [Βασιλεύς] Sapor. Celebro tu prosperidad, como futuro amigo tuyo –si así lo quieres– (Amiano Marcelino, Historias, XVII, 5, 10).

 

Aunque puedan existir tensiones que se manifiesten sutilmente en la dinámica relacional (Chrysos, 1978: 35; Arce, 1987), existe la voluntad de mantener este vínculo fraterno que enlaza a ambos gobernantes con el fin de poder restablecer los lazos de amistad rotos por algún conflicto (Herrera Cajas, 1972: 52). Incluso en tiempos de dificultades políticas internas, este vínculo permite que ambos soberanos se presten ayuda recíproca en caso de necesidad.[4] Es la supervivencia de la hermandad entre el poder romano y el persa el que mantiene el orden ecuménico en perfecta armonía de las amenazas externas. Esto es lo que expresa una carta enviada en el año 591 por Cosroes II al emperador Mauricio (582-602):

 

Cosroes, rey de los Persas [Περσῶν Βασιλεúς], saluda al más prudente rey de los Romanos [Βασιλεùς 'Ρωμαíων], el benefactor, pacífico, poderoso, amante de la nobleza y aborrecedor de la tiranía, equitativo, justo, salvador de los heridos, generoso, indulgente. Dios hizo que todo el mundo estuviera iluminado, desde el principio, por dos ojos sapientes: por el más poderoso reino de los romanos y por el más prudente cetro del estado persa[5]. A través de estos dos grandes poderes, las tribus desobedientes y belicosas son vencidas y el curso de la humanidad es continuamente regulado y guiado (Teofilacto Simocates, Historia, IV, 11, 1-3).

 

Es interesante, sin embargo, detenerse en un detalle. A pesar de la utilización de los elementos discursivos que han sido señalados anteriormente (reconocimiento de soberanía, teología-política cósmica y fraternidad), en el documento citado se produce una modificación sustancial del protocolo hasta entonces utilizado. El gobernante sasánida reconoce a su par romano como Βασιλεùς 'Ρωμαíων, es decir, como un Rey de los Romanos, al mismo tiempo que abandona su exclusivo título de Rey de Reyes para asumir el más simple de Περσῶν Βασιλεúς, Rey de los Persas. La fraternidad, en consecuencia, transmuta en equiparación. En los términos propuestos por el monarca persa no existe subordinación: ambos estados iluminan al mundo y lo guían, reprimiendo cualquier entidad que pretendiera alterar el orden establecido. Aquella situación de equiparación se vuelve a repetir en la carta enviada por Khavad II Siroe[6] (el primogénito de Cosroes) a Heraclio en el año 628:

 

De Kavad a Heraclio, el emperador romano más clemente, nuestro hermano:

Le impartimos la mayor alegría al emperador romano más clemente, nuestro hermano.

A través de la protección de Dios, hemos sido adornados por la buena fortuna con la gran diadema, y hemos tomado posesión de trono de nuestros padres y antepasados. Por lo tanto, debido a que hemos sido considerados dignos por Dios de obtener dicho trono y señorío, si hay algo para el beneficio y servicio de la humanidad, hemos resuelto lograr esto en la medida en que esté en nuestro poder y, como era apropiado, hemos ordenado de buen grado que se haga […] Tenemos esta intención de que deberíamos vivir en paz y amor contigo, el emperador de los romanos, nuestro hermano, y el estado romano y las naciones restantes y otros príncipes que rodean nuestro estado. Por el deleite de tu hermandad, el emperador de los romanos, en nuestro ascenso a este mismo trono… (Chronicon Paschale, p. 188).

Pero tu hermandad conoce la disposición, el amor y la amistad que tenemos hacia tu hermandad, no solo hacia ella sino también hacia tu estado. Por tu amor, podrías ordenar que los hombres de este estado que han sido capturados por el ejército de tu hermandad sean liberados. Además, podrías ordenarles a estos hombres por todos los medios que vengan a nuestro estado ancestral. Y con respecto a la firme y eterna paz que se [establecerá]… (Oikonomides, 1971).

 

La constante utilización del término hermandad permite aproximarnos al tono asumido por las relaciones romano-persas inmediatamente después de la batalla de Nínive. No obstante, no hay que olvidar que tanto esta carta como la enviada por Cosroes II a Mauricio son escritas en contextos de necesidad del soberano sasánida, lo que puede ser visto como una situación excepcional dentro de un marco de negociación interestatal. Tanto Kavad-Siroe como Cosroes dependían del apoyo romano para consolidar su poder político dentro del estado sasánida. La renuncia al exclusivo título de Rey de Reyes pudo haber sido entonces una decisión política transitoria, cuya única finalidad consistiría en obtener el apoyo del gobierno constantinopolitano a través del uso deliberado de la reciprocidad y la fraternidad. Ahora bien, queda observar cuál fue la respuesta emitida por la cancillería imperial ese mismo año (628):

 

En el nombre de nuestro Señor Jesucristo y Dios; el Emperador César Flavio Heraclio, fiel en Cristo, basileus de los romanos [Αὐτοκράτωρ Καῖσαρ Φλάβιος Ἡράκλειος πιστός ἐν Χριστῷ Βασιλεùς 'Ρωμαíων]. […] reconocemos que con el apoyo de Dios has sido investido con la diadema real por la buena fortuna [de todos], y estás sentado en el trono de tu padre y antepasados. Nos hemos regocijado aún más y hemos rogado a Dios para que Él te considere digno de ocupar el trono de tus padres y antepasados ​​durante muchos años con buena salud, en eterna buena fortuna y en gran paz (Greatex & Lieu, 2005: 222-223).

 

Este documento oficial, escrito en 628, sería la primera vez que un gobernante de la Romania adoptara en su protocolo oficial el título de Βασιλεύς (Oikonomides, 1971). Es pertinente remarcar que, hasta esta fecha, aún no se abandonan los títulos de autokrator ni el de césar. Por consiguiente, la evidencia documental presentada demuestra que ambas fórmulas coexistieron durante un breve período de tiempo, a pesar de que el soberano persa mantuviera su título de “Rey de Reyes”. Queda abierta esta cuestión para futuras investigaciones que retomen el estudio de las relaciones internacionales en el Cercano Oriente tardoantiguo.

 

c) El clima religioso del siglo VII

Más interesante todavía resulta la fórmula “fiel en Cristo” que antecede a “basileus de los romanos”. Este epíteto lo encontramos tanto en la Carta de Heraclio a Kavadh del 628 como en la Novellae del 629. Si hasta entonces no había sido necesario cristianizar el protocolo imperial, ¿por qué se tomó esta decisión inmediatamente después de la victoria sobre Persia?

 Desde principios del siglo VII, la Romania fue testigo de una multiplicación de enemigos externos que amenazan su existencia política. Los ataques ávaro-eslavos en los Balcanes y persas en Asia generaron un ambiente de desazón e incertidumbre generalizadas (Reagan, 2001: 68), expresándose aquellos sentimientos en la creación de una atmósfera religiosa pesimista. La caída de Jerusalén en 614 y la captura de la Vera Cruz por los sasánidas profundizaron esta situación, propiciando la circulación de diversas expresiones literarias de corte apocalíptico (Kaegi, 2003: 102; Soto Chica, 2007: 672; Spain, 1977: 220; Vallejo Girvés, 2006). En este contexto, el ascenso de Heraclio al trono imperial también impulsó la difusión de construcciones discursivas contenedoras de una importante carga bíblica y mesiánica. Los poemas de Jorge de Pisidia –considerado como el poeta oficial del emperador– son el ejemplo más representativo.

 El objetivo de las obras del pisidiano consistía en transmitir una imagen arquetípica del gobernante en un doble sentido: Heraclio como el soldado elegido de Dios, por un lado, y la representación de las campañas militares contra Persia como “guerra santa”, por otro.[7] Bajo estas coordenadas, el conflicto romano-persa se manifestaba como la recreación terrenal de la eterna disputa entre el bien y el mal (Reagan, 2001: 70). Así, el nuevo pueblo de Dios (el pueblo romano) sería liderado por aquel gobernante elegido (Heraclio); ese “nuevo Moisés” tenía como misión recuperar Jerusalén y la Vera Cruz, castigando a las fuerzas del mal encabezadas por Cosroes (Soto Chica, 2012: 206).

 La propaganda religiosa oficial cobró una relevada importancia luego de la finalización del conflicto militar en 628 y estuvo orientada fundamentalmente hacia la difusión de los actos religiosos del emperador (Espejo Jáimez, 2015: 80-81). Por ejemplo, en la Heraclíada –poema escrito hacia el 630– el gobernante es descrito como el caudillo de Dios, cuya victoria sobre Persia posibilita la regeneración del mundo:

 

¿Qué senda de la tierra, estando toda ella impíamente devastada por el fuego, pudiste seguir tú y no sentirte acuciado? [190] Ese mismo fuego, por cierto, al que sin fundamento adoraba Cosroes y del que se servía no para aliviar situaciones sino para provocar desolación.

¿De qué modo hubieras podido adentrarte hasta lugares desiertos como si de ciudades se tratara, si no hubieses sido peregrino certero, como quedó revelado cuando franqueaste la Puerta Espiritual?

¡Oh! Tú que ahora sí que haces gala autentica de la púrpura –pues que se muestra como tal por haberse empapado piamente de tus propios sudores en un tinte imperecedero y, sin embargo, permanece cándida aun cuando sea púrpura y, reluciendo con cada nueva bella obra, [200] cuando más es usada en mayor grado centellea– ¡Salve, caudillo de la regeneración del mundo! (Espejo Jáimez, 2015: 515-516).

 

Otro ejemplo lo encontramos en el poema In Restitutionem Sanctae Crucis [A la Restitución de la Santa Cruz]. La paz con Persia fue establecida teniendo como condición imprescindible la devolución de la Vera Cruz (Frolow, 1953). Su restauración catapultó el prestigio del Emperador de los Romanos en dos aspectos: como vencedor sobre su tradicional enemigo oriental y como campeón de la Cristiandad frente a los cultos heréticos y extranjeros. El poema citado es considerado un verdadero himno a la exaltación imperial al equiparar a Heraclio como un nuevo David y un nuevo Constantino (Espejo Jáimez, 2015: 343). La restauración de la Vera Cruz en Jerusalén sería el primer paso para la regeneración del mundo cristiano y el inicio de una nueva era (Queiroz de Sousa, 2015).

 Por último, citaremos al Hexaemeron, un poema que describe la creación del mundo. Esta fuente se encuentra plagada de referencias hacia las calamidades del conflicto romano-sasánida, pues el autor compara a Heraclio con Cristo (Olster, 1991). La más destacable es aquella donde se comparan los seis años que duraron las campañas militares contra Persia con los seis días empleados por el Dios cristiano para completar la Creación. Esta idea todavía podía encontrarse en una fuente del siglo IX, la Crónica de Teófanes:

 

Ahora el emperador, habiendo derrotado a Persia en el transcurso de seis años, hizo la paz en el séptimo y retornó con un gran gozo a Constantinopla, cumpliendo, de esta manera, con cierta alegoría mística: porque Dios, quien completó toda la creación en seis días, declaró el séptimo un día de descanso; así también [Heraclio], quien soportó muchos trabajos por seis años, encontró descanso cuando retornó a la Ciudad con paz y gozo en el séptimo (Teófanes el Confesor, Crónica, AM 6111 = 626/627).

 

La mentalidad religiosa de la época, a juzgar por las construcciones literarias citadas, habría estado predispuesta a la aceptación de actos político-religiosos emanados por el gobierno imperial. En este sentido, la adopción del título de basileus expresaría la llegada de una nueva era, en la cual el gobernante cristiano –Heraclio, el “nuevo David”– se consolidaba como un monarca salvador y guerrero, conductor del nuevo pueblo elegido por Dios hacia su salvación.

 

 

Conclusiones

 

La adopción del título de Βασιλεύς es un problema historiográfico cuya interpretación generó una discusión interesante entre los historiadores a fines del siglo XX. Gracias a ella se pudo abordar un estudio global del protocolo imperial atendiendo a su dimensión política, ideológica y religiosa. Al comprender la imposibilidad de establecer un acuerdo interpretativo homogéneo, en este trabajo se propuso entender la modificación del protocolo imperial desde tres perspectivas complementarias: en la primera, la concepción del poder político imperial reproducida por distintos pensadores entre los siglos IV y VI enlazaría tanto con la filosofía política helenística como con el pensamiento cristiano; en la segunda, las relaciones entre la Romania y Persia generarían una lógica anclada en la reciprocidad y la fraternidad, haciendo posible un lenguaje común que acercara a ambos gobiernos sobre un ideal de equiparación; en la tercera, la atmósfera religiosa, particularmente exacerbada por la Gran Guerra, propiciaría una explosión de literatura de corte apocalíptico y mesiánico, creando un ambiente susceptible a su manipulación a través de acciones de cierta trascendencia. La interacción de estos elementos y su conjunción en la primera mitad del siglo VII, haría posible la transformación del protocolo imperial, marcando la concepción política de la Romania hasta la caída de Constantinopla en 1453.

 

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[1] Esta hipótesis se ampara en un pasaje de la crónica del obispo armenio Sebeos, por la cual Heraclio sería un lejano descendiente de la casa real de los Arsácidas, gobernantes de Armenia hasta el año 428, cuando el emperador romano Arcadio decidió suprimir la monarquía y transformar la región en provincia romana. Para otros trabajos a favor de esta propuesta ver Kouymjian, 1983; Toumanoff, 1985.

[2] En ciertas circunstancias, cada gobierno buscaba degradar sutilmente a su rival a través del tratamiento protocolar: el monarca sasánida, cuyo título oficial era el de shahanshah (Rey de Reyes) se dirigía a su homónimo romano como “César de los Romanos” y no como imperator. Éste último, por su parte, remarcaba su título de autokrator y designaba a su par persa como un simple basileus.

[3] Por ejemplo, para el caso de Sapor I para con Constantino I: “Como quiera que el rey de los persas considerara interesante darse a conocer a Constantino mediante una embajada” (Eusebio de Cesárea, Vida de Constantino, IV, 8, trad. Gurruchaga, 339); para Justiniano para con Khavad I: “En el mes de julio, el emperador de los persas, Coades [Khavad I], recibió al magister Hermogenes, quien había sido enviado en una embajada de amistad con obsequios que marcaban la proclamación del emperador Justiniano” (Juan Malalas, Crónica, 448, trad. Jeffreys, 262); para Justino II: “En ese momento Justino, el sobrino de Justiniano, envió a Juan […] como enviado a la tierra de los persas para realizar un anuncio claro acerca de la aclamación de Justino como Emperador…” (Menandro Protector, Historia, frag. 9.1, trad. Blockley, 97); para Tiberio: “Cuando el emperador [Tiberio] terminó su discurso, los aplausos brotaron del público y recibió aclamaciones como la efusión violenta de una ducha. Porque, en verdad, la elección prevista para el César no fue indiferente. Y así el César, cumpliendo el procedimiento de una proclama imperial, inscribió cartas y las envió al rey de Persia” (Teofilacto Simocates, Historia, III, 12.2); para el caso negativo de Ormouz IV: “De modo que Hormisdas [Ormouz IV] se puso la diadema de los tiranos; en su fanfarronería y arrogancia interrumpió el procedimiento normal, como si no se dignase enviar la ratificación de su proclamación al emperador Tiberio” (Teofilacto Simocates, Historia, III, 17.1)

[4] Cosroes II tuvo que huir a la Romania en marzo de 590 debido a la revuelta del general Bahram Tchobin, que se había proclamado Gran Rey. A fines del mismo año, Cosroes ultimó un acuerdo con el emperador Mauricio, por el cual éste último le ayudaría a recuperar el trono a cambio de ciertos territorios en Mesopotamia y Armenia (Chronicon Paschale, 140; Teofilacto Simocates, Historia, III, 18, 6-10). Para entender el estado de las relaciones romano-sasánidas en este contexto ver (Whitby, 1988; Soto Chica, 2012).

[5] La analogía de los dos ojos que iluminan al mundo tiene como antecedente los términos utilizados por los embajadores persas durante la Paz de Nisibis de 298. Ante la derrota del Gran Rey Narsés frente al César Galerio, el emisario sasánida comentó que: “Esta claro para la raza de los hombres que los Imperios Romano y Persa son dos luminarias que, tal como los ojos, deben iluminarse y destacarse mutuamente y no empeñarse en su reciproca aniquilación” (Dodgeon & Lieu, 1991: 115).

[6] Luego de la batalla de Nínive, el prestigio de Cosroes II al frente del estado persa se desmoronó, cayendo asesinado en una conspiración palaciega protagonizada por su primogénito Khavad Siroe (Soto Chica, 2012: 260-261).

[7] Para la discusión en torno a la interpretación de las campañas militares heraclianas, véase Reagan, 2001; Bergamo, 2008.